JORGE LUIS BORGES
El escritor argentino y la tradición
Versión taquigráfica de una clase dictada en
el Colegio Libre de Estudios Superiores y reproducida en el libro Discusión, J.L. Borges (Madrid, Alianza,
1997)
Quiero formular y justificar algunas
proposiciones escépticas sobre el problema del escritor argentino y la
tradición. Mi escepticismo no se refiere a la dificultad o imposibilidad de
resolverlo, sino a la existencia misma del problema. Creo que nos enfrenta un
tema retórico, apto para desarrollos patéticos; más que de una verdadera
dificultad mental entiendo que se trata de una apariencia, de un simulacro, de
un seudoproblema.
Antes de examinarlo, quiero considerar los
planteos y soluciones más corrientes. Empezaré por una solución que se ha hecho
casi instintiva, que se presenta sin colaboración de razonamientos; la que
afirma que la tradición literaria argentina ya existe en la poesía gauchesca.
Según ella, el léxico, los procedimientos, los temas de la poesía gauchesca
deben ilustrar al escritor contemporáneo, y son un punto de partida y quizá un
arquetipo. Es la solución más común y por eso pienso demorarme en su examen.
Ha sido propuesta por Lugones en El payador;
ahí se lee que los argentinos poseemos un poema clásico, el Martín Fierro, y
que ese poema debe ser para nosotros lo que los poemas homéricos fueron para
los griegos. Parece difícil contradecir esta opinión, sin menoscabo del Martín
Fierro. Creo que el Martín Fierro es la obra más perdurable que hemos escrito
los argentinos; y creo con la misma intensidad que no podemos suponer que el
Martín Fierro es, como algunas veces se ha dicho, nuestra Biblia, nuestro libro
canónico.
Ricardo Rojas, que también ha recomendado la
canonización del Martín Fierro, tiene una página, en su Historia de la
literatura argentina, que parece casi un lugar común y que es una astucia.
Rojas estudia la poesía de los gauchescos, es
decir, la poesía de Hidalgo, Ascasubi, Estanislao del Campo y José Hernández, y
la deriva de la poesía de los payadores, de la espontánea poesía de los
gauchos. Hace notar que el metro de la poesía popular es el octosílabo y que
los autores de la poesía gauchesca manejan ese metro, y acaba por considerar la
poesía de los gauchescos como una continuación o magnificación de la poesía de
los payadores.
Sospecho que hay un grave error en esta
afirmación; podríamos decir un hábil error, porque se ve que Rojas, para dar
raíz popular a la poseía de los gauchescos, que empieza en Hidalgo y culmina en
Hernández, la presenta como una continuación o derivación de la de los gauchos,
y así, Bartolomé Hidalgo es, no el Homero de esta poesía, como dijo Mitre, sino
un eslabón.
Ricardo Rojas hace de Hidalgo un payador; sin
embargo, según la misma Historia de la literatura argentina, este supuesto
payador empezó componiendo versos endecasílabos, metro naturalmente vedado a
los payadores, que no percibían su armonía, como no percibieron la armonía del
endecasílabo los lectores españoles cuando Garcilaso lo importó de Italia.
Entiendo que hay una diferencia fundamental
entre la poesía de los gauchos y la poesía gauchesca. Basta comparar cualquier
colección de poesías populares con el Martín Fierro, con el Paulino Lucero, con
el Fausto, para advertir esa diferencia, que está no menos en el léxico que en
el propósito de los poetas. Los poetas populares del campo y del suburbio
versifican temas generales: las penas del amor y de la ausencia, el dolor del
amor, y lo hacen en un léxico muy general también; en cambio, los poetas
gauchescos cultivan un lenguaje deliberadamente popular, que los poetas
populares no ensayan. No quiero decir que el idioma de los poetas populares sea
un español correcto, quiero decir que si hay incorrecciones son obra de la
ignorancia. En cambio, en los poetas gauchescos hay una busca de las palabras
nativas, una profusión del color local. La prueba es ésta: un colombiano, un
mejicano o un español pueden comprender inmediatamente las poesías de los
payadores, de los gauchos, y en cambio necesitan un glosario para comprender,
siquiera aproximadamente, a Estanislao del Campo o Ascasubi.
Todo esto puede resumirse así: la poesía
gauchesca, que ha producido –me apresuro a repetirlo- obras admirables, es un
género literario tan artificial como cualquier otro. En las primeras
composiciones gauchescas, en las trovas de Bartolomé Hidalgo, ya hay un
propósito de presentarlas en función del gaucho, como dichas por gauchos, para
que el lector las lea con una entonación gauchesca. Nada más lejos de la poesía
popular. El pueblo –y esto yo lo he observado no sólo en los payadores de la
campaña, sino en los de las orillas de Buenos Aires-, cuando versifica, tiene
la convicción de ejecutar algo importante, y rehuye instintivamente las voces
populares y busca voces y giros altisonantes. Es probable que ahora la poesía
gauchesca haya influido en los payadores y éstos abunden también en
criollismos, pero en el principio no ocurrió así, y tenemos una prueba (que
nadie ha señalado) en el Martín Fierro.
El Martín Fierro está redactado en un español
de entonación gauchesca y no nos deja olvidar durante mucho tiempo que es un
gaucho el que canta; abunda en comparaciones tomadas de la vida pastoril; sin
embargo, hay un pasaje famoso en que el autor olvida esta preocupación de color
local y escribe en un español general, y no habla de temas vernáculos, sino de
grandes temas abstractos, del tiempo, del espacio, del mar, de la noche. Me
refiero a la payada entre Martín Fierro y el Moreno, que ocupa el fin de la
segunda parte. Es como si el mismo Hernández hubiera querido indicar la
diferencia entre su poesía gauchesca y la genuina poesía de los gauchos. Cuando
esos dos gauchos, Fierro y el Moreno, se ponen a cantar, olvidan toda
afectación gauchesca y abordan temas filosóficos. He podido comprobar lo mismo
oyendo a payadores de las orillas; éstos rehuyen el versificar en orillero o
lunfardo y tratan de expresarse con corrección. Desde luego fracasan, pero su
propósito es hacer de la poesía algo alto; algo distinguido, podríamos decir
con una sonrisa.
La idea de que la poesía argentina debe
abundar en rasgos diferenciales argentino y en color local argentino me parece
una equivocación. Si nos preguntan qué libro es más argentino, el Martín Fierro
o los sonetos de La urna de Enrique Banchs, no hay ninguna razón para decir que
es más argentino el primero. Se dirá que en La urna de Banchs no están el
paisaje argentino, la topografía argentina, la botánica argentina, la zoología
argentina; sin embargo, hay otras condiciones argentinas en La urna.
Recuerdo ahora unos versos de La urna que
parecen escritos para que no pueda decirse que es un libro argentino; son los
que dicen: “…El sol en los tejados / y en las ventanas brilla. Ruiseñores /
quieren decir que están enamorados”.
Aquí parece inevitable condenar: “El sol en
los tejados y en las ventanas brilla”. Enrique Banchs escribió estos versos en
un suburbio de Buenos Aires, y en los suburbios de Buenos Aires no hay tejados,
sino azoteas; “ruiseñores quieren decir que están enamorados”; el ruiseñor es
menos un pájaro de la realidad que de la literatura, de la tradición griega y
germánica. Sin embargo, yo diría que en el manejo de estas imágenes
convencionales, en esos tejados y en esos ruiseñores anómalos, no estarán desde
luego la arquitectura ni la ornitología argentinas, pero están el pudor
argentino, la reticencia argentina; la circunstancia de que Blanchs, al hablar
de ese gran dolor que lo abrumaba, al hablar de esa mujer que lo había dejado y
había dejado vacío el mundo para él, recurra a imágenes extranjeras y
convencionales como los tejados y los ruiseñores, es significativa:
significativa del pudor, de la desconfianza, de las reticencias argentinas; de
la dificultad que tenemos para las confidencias, para la intimidad.
Además, no sé si es necesario decir que la
idea de que una literatura debe definirse por los rasgos diferenciales del país
que la produce es una idea relativamente nueva; también es nueva y arbitraria
la idea de que los escritores deben buscar temas de sus países. Sin ir más
lejos, creo que Racine ni siquiera hubiera entendido a una persona que le
hubiera negado su derecho al título de poeta francés por haber buscado temas
griegos y latinos. Creo que Shakespeare se habría asombrado si hubieran
pretendido limitarlo a temas ingleses, y si le hubiesen dicho que, como inglés,
no tenía derecho a escribir Hamlet, de tema escandinavo, o Macbeth, de tema
escocés. El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que
los nacionalistas deberían rechazar por foráneo.
He encontrado días pasados una curiosa
confirmación de que lo verdaderamente nativo suele y puede prescindir del color
local; encontré esta confirmación en la Historia de la declinación y caída del
Imperio Romano de Gibbon. Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia,
en el Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la
autenticidad del Alcorán bastaría esta ausencia de camellos para probar que es
árabe. Fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que
los camellos eran especialmente árabes; eran para él parte de la realidad, no
tenía por qué distinguirlos; en cambio, un falsario, un turista, un
nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos,
caravanas de camellos en cada página; pero Mahoma, como árabe, estaba
tranquilo: sabía que podía ser árabe sin camellos. Creo que los argentinos
podemos parecernos a Mahoma, podemos creer en la posibilidad de ser argentinos
sin abundar en color local.
Séame permitida aquí una confidencia, una
mínima confidencia. Durante muchos años, en libros ahora felizmente olvidados,
traté de redactar el sabor, la esencia de los barrios extremos de Buenos Aires;
naturalmente abundé en palabras locales, no prescindí de palabras como
cuchilleros, milongas, tapia, y otras, y escribí así aquellos olvidables y
olvidados libros; luego, hará un año, escribí una historia que se llama “La
muerte y la brújula” que es una suerte de pesadilla, una pesadilla en que
figuran elementos de Buenos Aires deformados por el horror de la pesadilla;
pienso allí en el Paseo Colón y lo llamo Rue de Toulon, pienso en las quintas
de Adrogué y las llamo Triste-le-Roy; publicada esa historia, mis amigos me
dijeron que al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las
afueras de Buenos Aires. Precisamente porque no me había propuesto encontrar
ese sabor, porque me había abandonado al sueño, pude lograr, al cabo de tantos
años, lo que antes busqué en vano.
Ahora quiero hablar de una obra justamente
ilustre que suelen invocar los nacionalistas. Me refiero a Don Segundo Sombra
de Gûiraldes. Los nacionalistas nos dicen que Don Segundo Sombra es el tipo de
libro nacional; pero si comparamos Don Segundo Sombra con las obras de la
tradición gauchesca, lo primero que notamos son diferencias. Don Segundo Sombra
abunda en metáforas de un tipo que nada tiene que ver con el habla de la
campaña y sí con las metáforas de los cenáculos contemporáneos de Montmartre.
En cuanto a la fábula, a la historia, es fácil comprobar en ella el influjo del
Kim de Kipling, cuya acción está en la India y que fue escrito, a su vez, bajo
el influjo de Huckleberry Finn de Mark Twain, epopeya del Misisipi. Al hacer
esta observación no quiero rebajar el valor de Don Segundo Sombra; al
contrario, quiero hacer resaltar que para que nosotros tuviéramos ese libro fue
necesario que Gûiraldes recordara la técnica poética de los cenáculos franceses
de su tiempo, y la obra de Kipling que había leído hacía muchos años; es decir,
Kipling, y Mark Twain, y las metáforas de los poetas franceses fueron
necesarios para este libro argentino, para este libro que no es menos
argentino, lo repito, por haber aceptado esas influencias.
Quiero señalar otra contradicción: los
nacionalistas simulan venerar las capacidades de la mente argentina pero
quieren limitar el ejercicio poético de esa mente a algunos pobres temas
locales, como si los argentinos sólo pudiéramos hablar de orillas y estancias y
no del universo.
Pasemos a otra solución. Se dice que hay una
tradición a la que debemos acogernos los escritores argentinos, y que esa
tradición es la literatura española. Este segundo consejo es desde luego un
poco menos estrecho que el primero, pero también tiende a encerrarnos; muchas
objeciones podrían hacérsele, pero basta con dos. La primera es ésta: la
historia argentina puede definirse sin equivocación como un querer apartarse de
España, como un voluntario distanciamiento de España. La segunda objeción es
ésta: entre nosotros el placer de la literatura española, un placer que yo
personalmente comparto, suele ser un gusto adquirido; yo muchas veces he
prestado, a personas sin versación literaria especial, obras francesas e
inglesas, y estos libros han sido gustados inmediatamente, sin esfuerzo. En
cambio, cuando he propuesto a mis amigos la lectura de libros españoles, he
comprobado que estos libros les eran difícilmente gustables sin un aprendizaje
especial; por eso creo que el hecho de que algunos ilustres escritores
argentinos escriban como españoles es menos el testimonio de una capacidad
heredada que una prueba de la versatilidad argentina.
Llego a una tercera opinión que he leído hace
poco sobre los escritores argentinos y la tradición, y que me ha asombrado
mucho. Viene a decir que nosotros, los argentinos, estamos desvinculados del
pasado; que ha habido como una solución de continuidad entre nosotros y Europa.
Según este singular parecer, los argentinos estamos como en los primeros días
de la creación; el hecho de buscar temas y procedimientos europeos es una
ilusión, un error; debemos comprender que estamos esencialmente solos, y no
podemos jugar a ser europeos.
Esta opinión me parece infundada. Comprendo
que muchos la acepten, porque esta declaración de nuestra soledad, de nuestra
perdición, de nuestro carácter primitivo tiene, como el existencialismo, los
encantos de lo patético. Muchas personas pueden aceptar esta opinión porque una
vez aceptada se sentirán solas, desconsoladas y, de algún modo, interesantes.
Sin embargo, he observado que en nuestro país, precisamente por ser un país
nuevo, hay un gran sentido del tiempo. Todo lo que ha ocurrido en Europa, los
dramáticos acontecimientos de los últimos años de Europa, han resonado
profundamente aquí. El hecho de que una persona fuera partidaria de los
franquistas o de los republicanos durante la guerra civil española, o fuera
partidaria de los nazis o de los aliados, ha determinado en muchos casos peleas
y distanciamientos graves. Esto no ocurriría si estuviéramos desvinculados de
Europa. En lo que se refiere a la historia argentina, creo que todos nosotros
la sentimos profundamente; y es natural que la sintamos, porque está, por la
cronología y por la sangre, muy cerca de nosotros; los nombres, las batallas de
las guerras civiles, la guerra de la independencia, todo está, en el tiempo y
en la tradición familiar, muy cerca de nosotros.
¿Cuál es la tradición argentina? Creo que
podemos contestar fácilmente y que no hay problema en esta pregunta. Creo que
nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos
derecho a esa tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u
otra nación occidental. Recuerdo aquí un ensayo de Thorstein Veblen, sociólogo
norteamericano, sobre la preeminencia de los judíos en la cultura occidental.
Se pregunta si esta preeminencia permite conjeturar una superioridad innata de
los judíos, y contesta que no; dice que sobresalen en la cultura occidental,
porque actúan dentro de esa cultura y al mismo tiempo no se sienten atados a
ella por una devoción especial; “por eso –dice- a un judío siempre le será más
fácil que a un occidental no judío innovar en la cultura occidental”; y lo
mismo podemos decir de los irlandeses en la cultura de Inglaterra. Tratándose
de los irlandeses, no tenemos por qué suponer que la profusión de nombres
irlandeses en la literatura y la filosofía británicas se deba a una
preeminencia racial, porque muchos de esos irlandeses ilustres (Shaw, Berkeley,
Swift) fueron descendientes de ingleses, fueron personas que no tenían sangre
celta; sin embargo, les bastó el hecho de sentirse irlandeses, distintos, para
innovar en la cultura inglesa. Creo que los argentinos, los sudamericanos en
general, estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los temas
europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener,
y ya tiene, consecuencias afortunadas.
Esto no quiere decir que todos los
experimentos argentinos sean igualmente felices; creo que este problema de la
tradición y de lo argentino es simplemente una forma contemporánea, y fugaz del
eterno problema del determinismo. Si yo voy a tocar la mesa con una de mis
manos, y me pregunto: ¿la tocaré con la mano izquierda o con la mano derecha?;
y luego la toco con la mano derecha, los deterministas dirán que yo no podía
obrar de otro modo y que toda la historia anterior del universo me obligaba a
tocarla con la mano derecha, y que tocarla con la mano izquierda hubiera sido
un milagro. Sin embargo, si la hubiera tocado con la mano izquierda me habrían
dicho lo mismo: que había estado obligado a tocarla con esa mano. Lo mismo
ocurre con los temas y procedimientos literarios. Todo lo que hagamos con
felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina, de
igual modo que el hecho de tratar temas italianos pertenece a la tradición de
Inglaterra por obra de Chaucer y de Shakespeare.
Creo, además, que todas estas discusiones
previas sobre propósitos de ejecución literaria están basadas en el error de
suponer que las intenciones y los proyectos importan mucho. Tomemos el caso de
Kipling: Kipling dedicó su vida a escribir en función de determinados ideales
políticos, quiso hacer de su obra un instrumento de propaganda y, sin embargo,
al fin de su vida hubo de confesar que la verdadera esencia de la obra de un escritor suele ser
ignorada por éste; y recordó el caso de Swift que al escribir Los viajes de
Gulliver quiso levantar un testimonio contra la humanidad y dejó, sin embargo,
un libro para niños. Platón dijo que los poetas son amanuenses de un dios, que
los anima contra su voluntad, contra sus propósitos, como el imán anima a una
serie de anillos de hierro.
Por eso repito que no debemos temer y que
debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas,
y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser
argentino es una fatalidad, y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser
argentino es una mera afectación, una máscara.
Creo que si nos abandonamos a ese sueño
voluntario que se llama la creación artística, seremos argentinos y seremos
también, buenos o tolerables escritores.