Hace poco más de cien años la
élite porfiriana iniciaba con bombos y platillos las celebraciones del
centenario de la independencia. Al igual que 2010, hubo derroche, fiesta,
carros alegóricos, desfiles, monumentos, obras de ingeniería, libros
conmemorativos, exposiciones científicas, concursos; una diferencia notable fue
que en aquellos días no se contrató australiano alguno para coordinar los
eventos en el Zócalo capitalino.
En tal frenesí carnavalesco, el
evento que dio inicio a los festejos el 1 de septiembre de 1910 fue la
inauguración del Manicomio General. La novísima institución psiquiátrica,
erigida en la antigua hacienda de La
Castañeda -en el pueblo de Mixcoac-, significó el inicio de la psiquiatría
moderna en México. Eran clausurados los antiguos hospitales para dementes: el
San Hipólito para hombres y el Divino Salvador para mujeres. El nuevo complejo
arquitectónico, compuesto por 25 edificios y con capacidad para 1200 pacientes,
cumplía con los lineamientos internacionales en cuanto a funcionalidad, higiene
y terapéutica.
¿Qué ideas había en la mente de
aquella sociedad porfiriana como para celebrar el centenario con un manicomio?
Los locos y los criminales eran aquellos que, según la lógica positivista,
degeneraban la raza. Este tipo de sujetos, ya fuere por una nociva herencia
biológica o por carencia de principios morales, amenazaban el proyecto de
nación moderna ya que, al reproducirse, los locos tendrían hijos epilépticos o
imbéciles y los criminales engendrarían más criminales. La Castañeda se erigió como el espacio para aislar una muchedumbre
de hombres y mujeres de todas las edades y condiciones sociales que cabían en
aquél cajón de sastre llamado locura. Había alcohólicos, sifilíticos,
neuróticos, ancianos dementes, epilépticos, militares con traumas de guerra,
jovencitas histéricas, heroinómanos, opiómanos, fumadores empedernidos de
marihuana, peleadores callejeros, hombres de negocios melancólicos frente a la
bancarrota, niños "anormales", discapacitados, esquizofrénicos y no podía
faltar quien se creyera Napoleón Bonaparte o Benito Juárez. Tras los muros del
nuevo manicomio se buscó albergar y ofrecer curación, en el marco de las muy
limitadas posibilidades, a las más de 50 mil personas que ingresaron entre 1910
y 1968, fecha de su clausura.
Porfirio Díaz contrató miles de
obreros para erigir el novísimo manicomio. Éste ocupó 78.480 metros cuadrados y
consistió en un complejo arquitectónico de 25 edificios con capacidad para 1200
internos. La estructura consistía en tres hileras de edificios: los centrales
serían para la administración, servicios generales, vivienda de empleados y en
la parte trasera estarían los talleres, la huerta y el mortuorio. En la hilera
de la derecha estaban los pabellones para hombres y a la izquierda los de mujeres.
Los pabellones estaban distribuidos de la siguiente manera. Los más pequeños
estaban en la parte frontal: Pabellón de Distinguidos. Allí vivían los que
pagaban una mensualidad que les permitía tener un cuarto individual, una
enfermera permanente y una mejor dieta. Estos internos siempre oscilaron entre
el 16% y 23% de la población total; lo cual nos hace cuestionar la idea
generalizada de que todos los locos eran pobres.
La enfermedad mental que más
llamó la atención de los psiquiatras a finales del siglo XIX en México fue la
epilepsia. Razón por la que hubo en La
Castañeda pabellones especiales para dichos pacientes. Ellos debían ser
encerrados porque eran considerados como sinónimo de peligrosidad social, ya
que un epiléptico podía matar a alguien sin argumento ni remordimiento.
Uno de los pabellones más grandes
era el de Alcohólicos, mientras que el de Alcohólicas era de los más pequeños.
El consumo de licor fue una de las "plagas" contra las que más luchó
la élite porfiriana. Se consideraba al alcohol como la más poderosa causa de la
degeneración racial de los mexicanos y el origen de todos los problemas
sociales. Se suponía que los alcohólicos tendrían hijos epilépticos, quienes, a
su vez, procrearían imbéciles, los cuales extinguirían la raza. Por esta razón,
cuando alguien ingresaba al Manicomio, los médicos indagaban sobre el consumo
de licor del interno o de algún miembro de la familia, ya que de existir, sería
la justificación incuestionable de la locura. No obstante, en esta lucha se
llegó a algunos excesos. Llaman la atención numerosos reportes hechos por el
director del Manicomio, quien se quejaba de que las autoridades políticas y la
policía solían enviar sujetos en estado de ebriedad, pero que al poco tiempo
regresaban a la normalidad. Empero, no podía darlos de alta debido a que habían
sido internados por una orden judicial. Los expedientes clínicos de los
alcohólicos nos ponen de relieve la relación entre síntoma y trasgresión; es
decir, que no eran internados por el consumo de licor en sí mismo, sino por los
comportamientos considerados como anormales por la familia. Por ejemplo, hubo
un hombre de 34 años que ingresó 4 veces al Manicomio. Cada que ingresaba, los
médicos decían que estaba curado de alcoholismo. Salía y en cuestión de meses ingresaba
de nuevo. El presidente municipal escribió una carta en la que decía:
“... su conducta ha sido
insoportable, pues casi siempre ha estado ebrio, cometiendo escándalos en la
plaza y calles públicas, insultando a los vecinos con palabras deshonestas y
gritando constantemente en público a grado tal que se le ha tenido como un loco
por que constantemente alteraba el orden y la paz del vecindario, pues no se
ocupa en ningún trabajo y sí dilapidando las pocas utilidades del capital que
representa. Las autoridades anteriores procuraron el castigo correspondiente y
aun lo detenían en la cárcel pública por algunos días para ver si se corregía,
pero nada valía, pues tan luego que salía, seguía con la misma costumbre, de
tal manera, que era insoportable su modo de manejarse en este pueblo”.
Fue dado de alta, pero el sobrino
lo internó de nuevo con el siguiente argumento:
“...Su conducta con sus
familiares ha sido de verdadero martirio, airado siempre, carente de toda clase
de sentimientos nobles, de la más rudimentaria educación... Su actual ingreso
al Manicomio fue para que una hermana pudiera morir en paz. Este estado que
causa tristeza y horror, revela la perversión moral a que ha descendido nuestro
familiar... Allí en nuestro pueblo ha dispuesto de los productos de los
sembrados de sus familiares; y no solamente ha hecho de esto sino cuando ya no
tiene que disponer, ha vendido los vidrios de las ventanas y aún intentó vender
el tejado de la propia casa… Cuando lo perseguían para atraparlo, se hincó en
la mitad de la calle y les gritó a todos que Trotzky (sic) había envenenado el
agua”
Después de su último ingreso, en
lugar de ser dado de alta, se le ofreció trabajo en el huerto de hortalizas y
lo aceptó con gusto hasta que falleció años después.
En la década de 1920 disminuyó
notablemente la cantidad de alcohólicos en La
Castañeda para darle lugar a otras "enfermedades" como la
opiomanía, cocainomanía y la heroinomanía. Quienes eran sorprendidos en el
consumo de estas sustancias eran remitidos al Manicomio. La mayoría de los
consumidores de cocaína y heroína eran jóvenes pudientes, muchos de ellos
estudiantes de química o de medicina. Mientras que los consumidores de opio
solían ser de origen chino y eran remitidos de los Estados del norte de la
república. Fue tal la cantidad de consumidores de drogas que llegaron en este
periodo que se creó en el Manicomio, el Hospital de Toxicómanos.
Por otra parte, existía el
Pabellón de Imbéciles. Allí eran encerrados todos los que padecían síndrome de
down, autismo y todos aquellos enfermos mentales con discapacidades. Este era
el espacio más trágico porque de allí se reportaban los más altos niveles de
mortalidad ya que al ser considerados como incurables, las familias los dejaban
encerrados hasta que fallecían.
Los pabellones más grandes eran
los de Tranquilos A y Tranquilas A. Este era un amplio espacio de dos plantas
en el que convivían todos aquellos que no tenían dinero para pagar una
mensualidad, clasificados como indigentes. Pero, además, allí se mezclaban
todos los enfermos mentales que no eran ni epilépticos, imbéciles, alcohólicos
o agresivos. Para estos últimos estaba el Pabellón de Peligrosos, donde se les
tenía aislados y encerrados. Algunas veces no es que fueran necesariamente
peligrosos, pero si eran remitidos por alguna cárcel, eran encerrados
previniendo que se fugaran. Finalmente, estaban los pabellones de Tranquilos B
y Tranquilas B. La única diferencia con los tranquilos A era que estos pagaban
una cuota mensual que les permitía comer mejor.
Para reforzar el proyecto
terapéutico del Manicomio, éste contaba con espacios para las clases de gimnasia,
talleres de manualidades, una huerta, un establo con gallinas, cerdos y unas
cuantas vacas. Además, el manicomio contaba con la Escuela para niños
anormales, donde se buscaba impartir educación especial a los internos que
estuviesen en capacidad de aprender. No obstante, este proyecto casi siempre
fue un fracaso ya que con un aula y una profesora no era posible cubrir la
demanda.
Por otra parte, uno de los
espacios lúdicos que más aceptación tuvo entre los internos y sus familias fue
el cine. Éste funcionaba en un amplio auditorio que también se usaba para
funciones especiales como la celebración de la Independencia, la navidad, etc.,
donde el personal y los internos participaban en las representaciones
teatrales. Las películas solían proyectarse los días de visita; así, los
internos asistirían con sus familiares a ver las películas de moda. Aunque en
cierta ocasión los médicos se quejaron porque estaban recibiendo películas de
vaqueros que ponían eufóricos y violentos a los pacientes.
Los locos y sus historias
durante la Revolución
Los locos son elocuentes
testimonios de su propia sociedad. El análisis histórico de las enfermedades
mentales es una ruta que nos permite explorar facetas no tan obvias de una
sociedad. Por ejemplo, ¿qué tipo de pacientes ingresaron durante la Revolución?
Veamos cinco historias que distan mucho de aquellas historias de héroes y
victorias épicas. Estas son historias de quienes perdieron durante la
Revolución.
1. Rodrigo V. tenía 28 años en
1918, cuando llegó a las puertas del Manicomio. Era estudiante de derecho y
hablaba inglés, francés y alemán. Durante los pocos meses que allí estuvo le
dio clases de literatura a sus compañeros del Pabellón de Tranquilos A, a peso
la hora. Antes de enloquecer trabajaba en el Archivo del Juzgado Menor de Querétaro.
Durante 1915 debió portar un arma y cuidar durante las noches los documentos
que allí se resguardaban. Una noche llegaron los zapatistas que le arrebataron
el archivo, no sin antes asesinar a uno de ellos. Tuvo que huir y cuando fue
retenido por carrancistas, fue acusado de traidor, por haber apoyado al
Gobierno Convencionista en 1914. Dicha acusación le desencadenó una neurosis
que lo llevó al manicomio. Rodrigo tenía claro que había actuado con toda la
rectitud del caso, y no podía entender por qué la suerte era mejor para los que
“llevaban el estigma del cuartelazo para los que por una cuestión puramente
política han ensangrentado el suelo de la metrópoli vergonzosamente y ven los
intereses de la patria como un negocio.” Tampoco podía entender por qué si él había
apoyado al pueblo que se armó en 1914, ahora lo venían a considerar como un
traidor si, total, “¿qué gobierno reconocido había en 1915?”. Rodrigo afirmaba:
“Yo soy el que se fue con todos menos con los traidores. Mas ahora soy
¡preso!”. Ahora padecía de una “simple “locura” escrita en el cartoncito que
tengo en la cabecera de mi cama”. Su único deseo vehemente “de que se
estableciera la paz no solo en mi país sino en Europa”. En ese momento todos
“han cooperado con su voluntad para unificar la opinión y depositar sus
respetos en el que hoy es guardián de sus derechos, el Sr. Dn. Venustiano
Carranza”. Pero él, que no apoyó al
carrancismo, solicitaba que se le reconociera su lealtad al constitucionalismo
para poder salir a trabajar.
2. Otro joven originario de
Querétaro ingresó al manicomio en 1916 afectado de “neurastenia”, según el
diagnostico médico. Proveniente de una familia que vivía en la opulencia, este
hombre perdió la cordura en medio de la demencia propia de la guerra:
“Generales y Ejércitos conforme entraban, salían o peleaban; robaban,
asesinaban, mataban, saqueaban, cateaban, fusilaban o echaban leva con quien
querían.” Según una extensa carta en la que describió ampliamente las causas de
su “debilidad cerebral”, señalaba que había enloquecido a raíz de la muerte del
padre, quien siempre lo había protegido y apoyado en los estudios. Todo inició
porque los villistas habían despojado al padre de todos sus bienes, orillándolo
a morir de “espanto”. Después:
“…los villistas entraron a la
casa, amenazaron a la familia y le quitaron todos sus bienes quedando mi Madre,
dos hermanas, una sobrina, dos sirvientas, cuatro hermanos y yo en la miseria
más espantosa; en tan crítica situación mi madre no me dejaba entrar a la casa
que fue lo único que nos quedó”.
Un joven de buena posición,
quedando en la pobreza total, y si el padre que le ofrecía todas las
comodidades, se sumió en la depresión:
“…desesperado de verme en tal
aprieto me entregué al abandono dándome á los placeres mundanos con las
mujeres, el pulque, aguardiente, tequila, coñac, jerez, vistas, bailes y
placeres públicos o pudiendo resistir mi cuerpo tres meses junio, julio y
agosto. Aprehendido por la policía reservada de la capital de la república mexicana
que en esa época fue Querétaro [...] y el Gobernador de Querétaro Federico
Montes ordenó me trasladaran por el bien mío y de todos.”
Su comportamiento maniaco
depresivo lo llevó al manicomio en tres ocasiones, sólo para pasar días
llorando en los rincones, acordándose del padre y maldiciendo la vida que tenía
ahora en el manicomio gracias a la revolución que le había arrebatado la buena
vida.
3. Guillermo tenía 32 años cuando
ingresó al manicomio el 20 de mayo de 1918, afectado de una “demencia precoz
paranoica”. Según la historia clínica que le hicieron al momento del ingreso,
fue un soldado que combatió en El Ebano (SLP), lo cual fue confirmado por su
acompañante. Allí sufrió quemaduras graves y los pies se le inmovilizaron por
un buen tiempo. Cuando le otorgaron la baja regresó a su hogar en Nuevo León,
donde “sufrió muchos y graves ataques en el rancho de su familia -saqueos-”.
Además de perder buena parte de sus recursos, “los bandidos trataron de darle
muerte por estrangulación, colgándolo de un árbol”. De esto logró salir con
vida, pero no volvió a ser el mismo. En adelante, la familia se asombró por sus
“actos de prodigalidad” debido a que regalaba el maíz y los víveres; además
agredía “con un palo” a la madre y las tías que se oponían a tan excesiva
generosidad. Por este comportamiento fue internado un tiempo en el manicomio.
Una vez internado prefirió dormir siempre en el suelo, argumentando que
“estando en la cama fue asaltado por bandidos y cree substraerse de un nuevo
asalto durmiendo en el suelo”. Según la
tía, la locura de Guillermo venía desde los cuatro años, cuando lo pateó una
mula ya que a raíz de ello se tornó aislado y sólo se dedicó a leer. A medida
que fue creciendo manifestó una clara tendencia a la depresión ya que
"daba a entender que su vida era azarosa llena de amarguras".
Posiblemente en busca de algo de sentido en su vida, se incorporó a las filas
del carrancismo en Veracruz y de ahí a Tampico donde tuvo el mencionado
accidente en el que estuvo a punto de perder los pies por la explosión de un
depósito de chapopote. Cuando regresó a la casa, sumido en la depresión solía
tomar 20 litros de café, comía 45 huevos con 8 litros de leche, todo esto en un
solo día. En medio de semejante depresión, “los bandidos” trataron de matarlo
en el rancho en dos oportunidades. Después de ello terminó en La Castañeda... sólo por dos meses.
4. Juan era un dentista,
especialista en la elaboración de prótesis, que pertenecía a una acaudalada
familia. Según los familiares que lo llevaron al manicomio, un buen día,
“arrastrado por el movimiento político de la época, decidió ingresar a las
filas del constitucionalismo”, apoyando las fuerzas de Álvaro Obregón, pese
“oposición tenaz de la familia”. Para tales fines, preparó un carro para que fuese
gabinete dental y partió rumbo al Bajío a apoyar las campañas de Celaya y León.
En 1915 llegó a la capital mexicana como miembro de las tropas vencedoras, pero
la familia notó que no era el mismo dentista refinado que había partido meses
atrás, ya que presentaba “un cambio radical en su manera de ser”. Además, las
buenas relaciones con la familia, la dedicación al trabajo y “las buenas
maneras” que otrora lo caracterizaban, habían desaparecido de su conducta.
Después de su participación en la revolución, se convirtió en un melancólico
que “rehuía de toda comunicación” y se entregó a los vicios: “el alcohol era su
diario estimulante acompañado de marihuana”. En los periodos de tranquilidad le
daban delirios de grandeza y persecución con alucinaciones visuales, por lo que
se tornó “impulsivo y peligroso”, según la familia, ya que veía amenazas en
todas partes. Llegó al manicomio en estado de completa excitación maniaca.
Estuvo seis meses en el pabellón de Tranquilos B y salió sin estar curado, por
solicitud de la familia.
5. Amelia, una mujer de 42 años,
escribió una muy pequeña autobiografía cuando ingresó a La Castañeda. Ella
relata que en plena revolución villista en 1914, “cuando las vías
ferrocarrileras se veían constantemente amenazadas por partidas de
revolucionarios”, tuvo que viajar de Zacatecas a Estados Unidos durante diez o
doce días en un vagón usado para el transporte de ganado. Este viaje se debió a
que el padre había sido desterrado “por cuestiones políticas”; razón por la que
la travesía estuvo llena de zozobra, ya que si era detectado podía ser fusilado
de inmediato. Cuando llegaron a Estados Unidos, sus nuevos pesares obedecieron
a un “arranque de delirio furioso” que se le presentó a uno de sus hermanos,
quien también había sido desterrado por motivos políticos y era un habitual
consumidor de “drogas heroicas”. Según Amalia, pese a estas contrariedades, su
vida fue muy feliz mientras estuvo fuera de México ya que siempre fue “muy
sensible a las miradas indiscretas que su cuerpo mal formado provoca en las
gentes de poblaciones pequeñas”. No sabemos exactamente qué tipo de deformidad
padecía esta mujer, pero suponemos que también fue otro ingrediente en su
sensación de marginalidad. El regresó a Zacatecas en 1917 fue tan impactante
para ella que estuvo llorando un mes sin interrupción. Desde entonces se negó
salir a la calle, con excepción de dos oportunidades en las que, por la fuerza,
fue llevada al manicomio. Una vez encerrada, los médicos notaron que
"habla sola y a escondidas y habla de persecuciones y diablos”. Amalia fue
diagnosticada como demente precoz hebefrénica. Pasó ocho años en el manicomio
antes de que se le diera de alta por solicitud del hermano.
Para concluir…
Poco tiempo después de su
inauguración, el Manicomio cayó en una crisis de la que jamás se recuperó. Se
consolidó en el imaginario colectivo como un sitio marcado por atropellos,
maltratos, atrocidades, abusos y corrupción; mientras los pacientes morían en
el hacinamiento, víctimas del hambre, de las epidemias y de la alarmante
insalubridad. Sin embargo, no debemos perder de vista la contraparte: La Castañeda fue el espacio por
excelencia para la formación de generaciones enteras de psiquiatras en el
ejercicio de la clínica. Allí se implementaron las técnicas que en su momento
fueron novedades para el tratamiento de las enfermedades mentales, desde la
hipnosis y la hidroterapia durante los primeros años, hasta la electroterapia,
el uso de psicofármacos y la neurocirugía durante la década de 1940.
En su momento, La Castañeda fue concebida como la
institución por excelencia para controlar un peligro que generaba temor y era
considerado como el lastre que impedía el desarrollo de México: la locura. Y se
buscaba combatir dicho problema, no con medidas improvisadas, sino con un
proyecto ambicioso como fue la construcción del Manicomio. Y no era cualquier
manicomio. La Castañeda tenía las características propias de la institución
psiquiátrica ideal según el discurso de la época. Como la locura estaba
identificada como uno de los principales problemas de México, la medida que se
tomó para atacarlos no fue menor: estamos hablando de lo que en su momento se
consideró como el mejor manicomio del hemisferio. Para un gran problema, se
planteaba una gran solución. Y eso es justamente de lo que se extraña en la
actual celebración de los centenarios: propuestas ambiciosas para los
principales problemas del país.
La politica y la guerra si que enferman, enloquecen tanto a los protagonistas como a los complices. Y los demas quedamos como imbeciles, autistas de la realidad.
ResponderEliminarTienes mucha razón... Muchas gracias por tu valioso comentario !!!
ResponderEliminarTe faltó poner BIBLIOGRAFÍA, pero la pongo yo:
ResponderEliminarRíos, Andrés. La locura durante la Revolución mexicana. Los primeros años de Manicomio General La Castañeda, 1910-1920. México: COLMEX. 2009.
Te agradezco la aportación... !!!
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