El lector de Samuel Beckett tendrá que irse acostumbrando a no analizar, a no comprender, a operar entre la nada. Porque leer a Beckett puede ser asomarse a la desnudez más absoluta, indigestarse y dejar el libro a la primera línea, o bien marearse y tener que irse a tomar un analgésico. De cualquier modo, uno siempre resulta enormemente enriquecido al leerle. Es como descalzarse un pie y mojar su punta en un río, en una corriente inexorable, y a la vez fría como el hielo, despiadada. Y esta corriente (luego descubriremos que de cristales rotos) es lo más parecido a la verdad. A la verdad cognoscitiva: a nuestras posibilidades reales de percepción. Esto es lo que nos fascina del autor. Su nivel nulo de fabulación o simpatía. Su honestidad sin ningún tipo de fisura.
Pero es falaz afirmar que es imposible comentarle. Una mentira como un templo. Paradójicamente, y lo demuestra el fragmento que hemos citado, Samuel Beckett es el artista de la claridad, es el escritor de la transparencia. Sus textos son, a la vez, de lo más comprensible. Lo que pasa es que nuestra realidad, nuestra percepción de ella, la de nosotros como lectores de él, nos nubla. Nos obnubila. Molesta. Hemos de partir de cero, como muchos de sus mutilados. Tenemos que atrevernos a mojarnos en su río, y bucear en él como lo haríamos en la conversación que nos brindara un buen amigo, de los que realmente nos complican nuestra vida haciéndola más placentera.
Partir de cero significa, en primer lugar, vaciar la mente de prejuicios; y, en segundo, liberarla del deber de tener que juzgar lo que se ha visto leído, comprendido. Esa es una de las primeras lecciones del fragmento (con la cabeza aturdida de lo que ha creído entrever). El aficionado, a quien se ha intentado aleccionar mediante toda una literatura de la recepción de obras de arte, cree entrever, por lo que nos situamos lejos de cualquier tipo de juicio absoluto. Porque cualquier juicio que pretenda ser coherente, es a la fuerza un absoluto.
Esta es la propuesta de Beckett: no tenemos por qué juzgar. No pasa nada. No hay nada. Somos bien poco. Por qué actuar. Por qué explorar. Por qué preguntarse por lo que pasa, por lo que pasó. Lo asombroso es que no se nos esté diciendo debes hacer esto, o no hacer lo otro. Siempre podremos seguir haciéndolo, seguir preguntándonos, seguir dudando. De lo que se nos informa es de lo que no solemos hacer, de lo que solemos obviar gracias a nuestros prejuicios. Porque la realidad es un prejuicio. Lo prueba el hecho de que nos lo esté diciendo alguien que ha realizado todo esto, ha conducido estas preguntas hasta sus límites, se ha paseado por las fronteras de la nada sin pagar los aranceles que son la muerte, y se ha acercado a la extinción. Lo asombroso es que no nos lo esté diciendo un nihilista, un analfabeto que desprecie la cultura, sino uno de los hombres más leídos, más profundos, más rabiosamente cultos (así lo demuestra la abundante documentación que se evidencia tras esta prosa). Pero ni siquiera eso sabemos. Podría ser una erudición más o menos ficticia, o multiplicada mediante la palabra, como en el caso de Borges.
Todo esto en arte se traduce en una libertad total: radical y absurda. Cierto profesor de teoría de la literatura, de cuyo nombre sí quiero acordarme, siempre nos decía que el texto original, que la obra absolutamente nueva en todos y cada uno de sus constituyentes, era un imposible filosófico. Y lo es porque ese texto, esa obra, no sería reconocida como tal. La obra radicalmente nueva no se asemeja a nada, no es perceptible en cuanto obra de arte. Es un absurdo. No es ni siquiera una locura. Es una nada inconcebible. No puede existir.
Samuel Beckett dice: vale la pena intentarlo. Esto es lo que nos propone: la creación pura, desde la nada. Es una cuestión de perspectiva, y no de resultados.
Según Isaac Asimov, una entre las muchas teorías que intentan explicar el origen del universo es la del chorro primitivo. Consiste en una especie de explosión primitiva de energía de la que derivaría todo. La ordenación de toda esa energía desprendida es lo que diferenciaría el universo de la nada. Así se forma el arte según Beckett: a través de una manifestación arbitraria, fruto de la libre voluntad del artista. Así se crean nuevos universos, nuevas realidades.
EL CINE...
El nombre de Beckett se asocia inmediatamente con el teatro y la literatura. Premio Nobel en 1969, eje de seminarios y conferencias en todo el mundo, es sin duda uno de los escritores irlandeses (¿o franceses?) más universales. Llevó a los escenarios el clima cultural de una época: la desilusión de la posguerra, la nada gris de Hiroshima, un futuro sin promesas. Combatió el realismo literario y contó con los elogios de sus contemporáneos Jean-Paul Sartre y Theodor Adorno.
Pero aunque es conocido esencialmente como dramaturgo y novelista, Beckett también se interesó por los medios de comunicación. Escribió algunas obras para radio y televisión, y hasta dirigió un cortometraje, Film, protagonizado por Buster Keaton. Estos aspectos menos transitados de su producción no constituyen una ruptura con el resto de sus escritos; son fieles a la radical originalidad de su estilo.
Miguel Guerberof, director artístico de la sala Beckett (teatro ubicado en el Abasto, Buenos Aires), señala que el interés del autor por la cultura de masas se debe a que es "el último escritor moderno". "Beckett está en la bisagra entre modernidad y posmodernidad, como afirma Anthony Cronin en su libro The Last Modernist. Él tenía mucho que ver con la cultura de masas, se imaginaba Esperando a Godot con Oliver Hardy, Stan Laurel (más conocidos como ‘el Gordo y el Flaco') y Buster Keaton".
Luz, cámara... ssshhh
Un ojo enorme que se abre anuncia el comienzo de la película. Representación del espectador que mira, pero también síntesis del tema del cortometraje: la percepción del otro, las asimetrías entre ser y ser percibido. Los personajes son O (Object) y E (Eye). O vive en perpetua huida; prácticamente lo único que hace en los 22 minutos de película es correr. E lo persigue, lo asedia. O termina encerrándose en una habitación, rompiendo todo contacto con el mundo exterior, con los otros. Pero incluso allí el espejo le molesta; necesita desesperadamente escapar de cualquier mirada, incluso la suya propia.
El protagonista es nada más y nada menos que un Buster Keaton ya grande, en decadencia (producto de sus excesos con el alcohol y la ruina económica). Se vuelve difícil reconocerlo, porque ya no es el Keaton de los grandes clásicos hollywoodenses, y porque casi todo el tiempo aparece de espaldas, cubierto por un sombrero o tomado a distancia. La película, rodada en 35 mm, es de 1964 y supuso el primer y único contacto de Beckett con el cine. También fue la primera vez que el escritor volaba a la Gran Manzana, donde se llevó a cabo el rodaje. No tomó más de dos semanas: las locaciones eran muy escasas, y el personaje no demandaba demasiada preparación por parte del actor. En realidad, la única línea de diálogo era un "¡Sshhh!", que reclamaba silencio en medio de un corto absolutamente mudo.
La secuencia comienza con una frase del filósofo George Berkeley: "Ser es ser percibido". La cuestión es que para O es imposible no ser percibido, porque es imposible huir de sí mismo.
Años después, Beckett confesó que ni siquiera él mismo terminaba de entender qué quería decir con Film. Mucho más perdido todavía debía estar el pobre Keaton, quien algunos años antes había rechazado un papel en Esperando a Godot en un teatro neoyorkino por considerarla una obra ininteligible.
Aunque esta incursión parece aislada de su producción literaria, la relación de Beckett con el cine no era nueva. En realidad, ya desde su juventud Beckett quería hacer cine. Entre sus grandes ídolos estaban Chaplin y el mismísimo Keaton. Incluso llegó a escribir a Pudovkin y Eisenstein para viajar a la Unión Soviética y estudiar con ellos. Debían estar muy ocupados: ninguno de los dos le contestó. Quedará la intriga de qué habría pasado si el joven Samuel se hubiera abocado al celuloide. La historia oficial dice que el influjo de Joyce fue más fuerte, y finalmente la literatura se impuso sobre el cine. Film (además de otras siete producciones televisivas de la década de 1960) constituye una suerte de revancha, un asomarse a ese mundo que lo había tentado varios años antes.
Aunque el cine le fascinaba, Beckett nunca aceptó que sus piezas teatrales fueran llevadas a la pantalla grande. También se opuso a escenificar sus obras narrativas, radiofónicas y televisivas. Para la doctora Laura Cerrato, esto se debe a que "antes que McLuhan, Beckett creía que el medio es el mensaje. Pensaba, por lo tanto, que la transferencia de un medio a otro desvirtuaba la obra".
Además, el escritor tenía sus propias ideas sobre el séptimo arte. Para él, el cine tenía que liberarse de las cadenas de la narrativa, para poder expresar conceptos abstractos. La búsqueda del silencio, que atraviesa su obra literaria y también sus producciones radiofónicas, reaparece en el cine beckettiano. Las palabras sobran; el único sonido humano que se pronuncia agota la posibilidad de respuesta o repetición. El cine tiene su lenguaje propio, es un medio de expresión que permite el despliegue de la "unword", la des-palabra.
Si deseas ver el cortometraje Film lo encontrarás aquí:
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