Juan
Carlos Onetti encerrado con un solo juguete: un libro
Por Eduardo Becerra Grande
Sí, y digo también que para
construir su literatura
no mira al exterior
sino al mundo que tiene en sus entrañas.
María Esther Gilio
Construcción
de la noche. La vida de Juan Carlos Onetti
Los hitos fundamentales de la vida de un
gran escritor son sus libros. Al lado de ellos, ciertas vivencias especialmente
relevantes suelen evocarse para completar el perfil biográfico y también a veces
para tratar de explicar los significados de su literatura. La vida de Juan
Carlos Onetti podría dibujarse sobre ambos planos. Autor de un buen puñado de
obras maestras: El pozo, La vida breve, Los adioses, El astillero,
Juntacadáveres y cuentos como «Un sueño realizado», «El infierno tan temido»,
«Jacob y el otro» o «La novia robada», por citar sólo unos pocos; en su
trayectoria encontramos asimismo experiencias de gran significación: sus
matrimonios y divorcios, su vida de juventud y madurez entre Buenos Aires y
Montevideo, alguna larga, intensa y agónica pasión amorosa, como la de su
relación con la poeta Idea Vilariño, las dificultades y la resistencia al
reconocimiento de su obra plasmadas en su larga colección de segundos puestos
en premios literarios y la cárcel y el exilio, en las que debería apoyarse
cualquier biografía al uso sobre su figura.
Todas ellas han sido relatadas, por el
propio Onetti o por sus biógrafos o los críticos de su obra, en numerosas
ocasiones. En general, la imagen del Onetti silencioso, solitario, huraño e
irónico se ha repetido en prácticamente todas las semblanzas que se han
acercado a su personalidad. Al lado de todos estos rasgos y aconteceres, otras
muchas experiencias menores han sido igualmente destacadas una y otra vez como
signos de su carácter singular. Sin embargo, pienso que no se ha resaltado
suficientemente el hilo que las une, una delgada fibra que traza una biografía
íntima quizás incluso más iluminadora de su literatura y su forma de ser que
otros sucesos aparentemente más importantes.
La historia empieza en un armario y
termina en una cama, y en ambos lugares encontramos la soledad, el encierro y
la lectura, tres rasgos capaces de dibujar la imagen completa de Juan Carlos
Onetti. En el principio está Onetti de niño escondido en un ropero, con la
puerta levemente entornada para que entre la luz, leyendo durante horas
olvidado de todo y ajeno por completo al exterior. Poco después lo vemos en una
sala umbría de la biblioteca del Museo Pedagógico de Colón, donde, siempre a
solas y en silencio, descubre la literatura de Julio Verne, Valle Inclán,
Baroja, Eça de Queiroz y Anatole France. Y, dentro de los territorios de su
infancia, esta historia que prefigura al adulto solitario, distante y lector
voraz adquiere un perfil definitivo para el resto de sus días cuando conoce a
un tío suyo poseedor de la colección completa de las aventuras de Fantomas y al
visitarlo lo descubre tumbado en la cama, donde pasaba la mayor parte del día,
dedicado a la lectura. Tras esa visita, Juan Carlos Onetti buscará durante toda
su vida, sin encontrarlas nunca, la continuación de las aventuras de Fantomas
protagonizadas supuestamente por su hija y quedará grabada en su cabeza la imagen
de una actitud personal seguramente ya desde entonces irresistible para él, que
lo acompañará para siempre y sin duda sería recordada a la hora de tomar una
lenta, progresiva y finalmente definitiva decisión crucial ya en su vida
adulta. Estas escenas, que podrían ser una sola si prescindiéramos de los
escenarios diferentes, dibujan una encrucijada que en el caso de Onetti es, al
tiempo, vital y literaria. El encierro y la toma de distancia respecto al mundo
le ofrecerán ya en la niñez las condiciones óptimas para adentrarse en esos
otros espacios a los que la literatura nos invita a entrar; una vez conseguido
el aislamiento, la lectura le abre las puertas de un territorio infinito
poblado de un sinfín de lugares, personajes e historias. La soledad es así la
condición germinal del sueño y la imaginación; fórmula que puede definir tanto
su actitud ante la vida como una parte sustancial de sus ficciones. Ya
octogenario, Onetti respondía a una pregunta de María Esther Gilio con estas
palabras:
Más de una vez yo dije sin ningún
propósito de vanidad «Mi reino no es de este mundo». Y en verdad no es. Mi
mundo es el que yo me invento, y este en el que vivo sólo existe en cuanto me
da material para el otro. Es en ese sentido que vale para mí. El hecho de que
sea de aquí de donde yo saco la materia para construir el mundo de mi
literatura, hace que viva este mundo con gran distancia. Esa podría ser la
explicación.
Su biografía está salpicada de ejemplos
de esta actitud distante ya forjada en la infancia: los cartelitos en la puerta
de su casa en González Prado, allá por los años sesenta, en los que se podía
leer mensajes tan rotundos como éste: «No estoy, no insista»; su amistad con
Juan Rulfo una de las personas, según confesión propia, de la que se sintió
más cercano—, alimentada casi exclusivamente de largos encuentros silenciosos,
dignos de esos dos «juntasilencios», como una vez definió a Onetti uno de sus
amigos; su negativa a hablar en la Sorbona, ante cien estudiantes que esperaban
sus palabras, en un homenaje a su obra; sus encierros en habitaciones de hotel
en diferentes actos donde se le había asignado un papel protagonista: como el
congreso en su honor realizado en Xalapa, en la Universidad de Veracruz; o el
Primer Congreso Internacional de Escritores celebrado en Gran Canaria, del que
ostentaba la presidencia que ejerció encerrado en su cuarto del que sólo salía
para beber en el bar con su amigo Juan Rulfo, o en el Festival de Cine
Iberoamericano de Huelva, donde, invitado otra vez a actuar de presidente, tuvo
que ser sustituido debido a su nuevo encierro. El broche fue su ausencia en la
cena en su honor con motivo del Premio Cervantes obtenido en 1980, donde era
esperado por, entre otros, los Reyes de España.
Desde luego, no fueron siempre estas
actitudes las que adoptaría a lo largo de su vida, pero sí las que han forjado
su leyenda, construida a base de ausencias y renuncias. El espacio cerrado se
configura así como un marco central en la biografía de Juan Carlos Onetti y
simultáneamente constituye el lugar axial de su literatura: habitaciones,
cafés, bares, prostíbulos y oficinas se intercambian en su vida y en sus
novelas y cuentos como si de un mismo relato se tratara. Y en este paisaje de
lugares entre cuatro paredes emergen figuras que rompen su enclaustramiento a
través de la imaginación, acto fundador de algunas de sus obras más
importantes. El niño Onetti que soñaba a partir de los libros que leía
escondido en el armario o en la sala umbría de la biblioteca del Pedagógico se
prolonga en Eladio Linacero, que en El poz orelato que surge, no hay que
olvidarlo, en una tarde en que Onetti se encuentra sin tabaco y sin poder salir
a la calle a comprarlo rompe su encierro solitario a base de sueños, recuerdos
y ficciones. Pero aún más, la saga sanmariana que inaugura La vida breve
comienza en la atmósfera enclaustrada de una casa cuando Juan María Brausen oye
la voz de una mujer tras el tabique y comienza a imaginar la posibilidad de
convertirse en otro, un tal Arce; y más adelante será ese mismo cuarto el
escenario donde el mismo Brausen soñará toda una ciudad y sus habitantes: un
espacio de salvación que finalmente prolongará el mismo infierno desde el que
fue imaginado. A partir de esta novela inaugural, las numerosas ficciones que posteriormente
se ubican en Santa María no dejan nunca de destilar la sensación de que
asistimos a las peripecias de seres que no son más que producto del sueño y la
imaginación de un demiurgo solitario y aislado que a menudo toma la voz para
recordarnos esa situación. La región nuclear de su literatura se inaugura y se
prolonga así en una escena que remeda aquella de su niñez. Al mismo tiempo su
vida, según avanza, va conquistando cada vez con mayor decisión un nuevo
espacio mínimo capaz de albergar la misma soledad y la imaginación de la niñez
en un par de metros cuadrados.
Decía más arriba que la historia termina
en la cama, que Onetti visita para quedarse cada vez con más frecuencia y
durante periodos cada vez más largos, un lugar donde ya no sólo lee sino
también escribe, hasta acabar pasando la vida «apoyado en un codo» como
recordaba su última mujer, Dolly y convertirse definitivamente, en palabras de
Juan Villoro que lo retratan magníficamente, en «un tumbado que se entrega a la
épica de soñar». Onetti volvía así a un lugar que no había abandonado nunca. En
cierta ocasión, al preguntarle qué era lo que más recordaba de cuando era niño,
contestó: «Las mentiras, los caprichos, las ganas de esconderme. En mi infancia
me escondía a leer en un ropero, ahora lo hago dentro de una cama... Se puede
interpretar como una huida de la vida, búsqueda de refugio, yo qué sé». El
Onetti adulto se fue a la cama porque ya no cabía en el armario de su niñez,
sólo en esos lugares se vio capaz de seguir la que consideraba regla
fundamental del verdadero creador: «Quien escribe por necesidad debe buscar
dentro de sí mismo, que es el único lugar donde puede buscarse la verdad y todo
ese montón de cosas cuya persecución, fracasada siempre, produce la obra de
arte. Fuera de nosotros no hay nada, nadie». Héroe de un larguísimo viaje
interior trufado de ensoñaciones —travesía que se desdobla incesantemente en
los personajes fundamentales de su narrativa—, Juan Carlos Onetti funda a
partir de este espacio íntimo una gran literatura, arte que, como señalara
Borges, no era otra cosa que «un sueño dirigido y deliberado, pero
fundamentalmente sueño».
Juan
Carlos Onetti, cuentista
Por Francisca Noguerol Jiménez
A lo largo de toda su carrera Juan
Carlos Onetti practicó el cuento, género con el que comenzó su andadura
literaria y que en ningún modo consideró inferior a la novela. De hecho,
ninguno de sus relatos se revela como tanteo inicial en el proceso de
elaboración de una obra mayor. Todo lo contrario: a veces, como en «La casa en
la arena», el texto formó parte en principio de una novela —La vida breve— para
adquirir vida propia e independizarse posteriormente.
Algunos de sus títulos — «Jacob y el
otro», «Tan triste como ella», «La cara de la desgracia»— han sido adscritos
indistintamente a las categorías cuento y nouvelle por su número de páginas lo
que, teniendo en cuenta la diferente extensión de las novelas onettianas, da
idea de un hecho incuestionable: los relatos no conforman un compartimento
estanco, sino que suponen una puerta de acceso privilegiada para adentrarse en
un universo narrativo caracterizado por la profunda coherencia entre las
partes, la autosuficiencia y la visión de la existencia humana como un mosaico
conformado por teselas de diverso tamaño, incorporadas al conjunto con cada
nuevo título del escritor.
A ello contribuye la presencia de un
narrador falible, testigo de hechos que no entiende del todo y que cuenta a
través de elipsis, silencios y frecuentes incisos. Este hecho provoca una
profunda desazón en el lector, que se sabe incapacitado para llegar a la verdad
de los hechos. Otro elemento de cohesión entre los textos viene dado por la
conformación de un espacio simbólico común: la ciudad de Santa María, imaginada
a partir de referencias montevideanas y bonaerenses, melancólica, barrosa y
marcada por un carácter fantasmagórico a tono con las ensoñaciones en las que
viven sumidos los personajes que la habitan. Estos, además, aparecen
interpolados en diferentes tramas, pasando de una a otra en distintos momentos
de sus vidas y con diversa relevancia en cada argumento.
Perfectamente definidas desde el momento
de su aparición y estrechamente vinculadas a las imaginadas por Roberto Arlt,
Louis Ferdinand Céline y William Faulkner, las lúcidas criaturas de Onetti no
modifican su conducta a raíz de lo que les sucede. En ellas se repite como
rasgo distintivo la pasividad, resignación fatalista ante el deterioro a que
las somete la vida por la que se convierten en observadoras privilegiadas de la
realidad. Marginales por su extracción social o por el oficio que ejercen
—inmigrantes, prostitutas, proxenetas, periodistas bohemios, gente de teatro
desarraigada— e integrantes de una sociedad donde los demás, sartreanamente,
«son el infierno», encuentran como único alivio a su soledad la evasión en el
tiempo —el paraíso perdido de infancia y adolescencia—, el espacio —las patrias
respectivas para los extranjeros, los espacios de la aventura para los
soñadores—, la propia mente —la locura—, las emociones —el amor puro, sin
mácula sexual— o la propia muerte —el suicidio—.
«Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de
Mayo» (1933), el primer cuento publicado por el uruguayo, presenta ya los
rasgos característicos de su literatura: mientras deambula sin rumbo fijo por
la gran ciudad, un hombre mezcla recuerdos, deseos y sueños en desordenado
flujo de conciencia para descubrirnos su alienación de la realidad y su
consiguiente necesidad de inventarse una personalidad aventurera. El reflejo de
la intimidad del personaje explica la pluralidad tempoespacial, los múltiples
planos narrativos y el tempo lento en que se desarrolla la historia, tan
característico de la escritura onettiana.
La primera frase resulta especialmente
significativa de este hecho:
Cruzó la avenida, en la pausa del
tráfico, y echó a andar por Florida. Le sacudió los hombros un estremecimiento
de frío, y de inmediato la resolución de ser más fuerte que el aire viajero
quitó las manos de los bolsillos, aumentó la curva del pecho y elevó la cabeza,
en una búsqueda divina en el cielo monótono. Podría desafiar cualquier temperatura.
Podría vivir más allá abajo, más lejos de Ushuaia.
A través de gestos aparentemente sin
importancia reconocemos algunos motivos fundamentales del autor. El
protagonista camina en busca de un vínculo cósmico, aspiración fallida por la
monotonía indiferente del cielo. Ante esta situación, opta por evadirse en el
mundo de los sueños, pensando en habitar un espacio mítico ubicado más allá de
Ushuaia, la ciudad más austral del planeta. Un poco más adelante se acogerá a
la ilusión que le proporciona su amor por María Eugenia, primera de la larga
serie de muchachas onettianas en las que, amenazadoramente, se adivinan los
signos de la edad adulta y que, como consecuencia de ello, se encuentran
próximas a la caída: «Sólo una vez la había visto de blanco; hacía años. Tan
bien disfrazada de colegiala que los dos puñetazos simultáneos que daban los
senos en la tela, al chocar con la pureza de la gran moña, hacía de la niña una
mujer madura, escéptica y cansada». Este personaje arquetípico se repetirá con
infinitas variantes hasta «Bichicome», la adolescente deseada por el narrador
del último cuento de Onetti.
Llegados a este punto queda claro el
tema central de los cuentos que comentamos: la agonía del ser humano —en el
doble sentido de lucha y estadio inmediatamente anterior a la muerte— en un
mundo signado por el paso del tiempo. Pero esta agonía es descrita sin
grandilocuencia trágica, con la contención característica de los mejores
autores rioplatenses, con la serenidad del que se sabe más allá del desastre.
Si la vida gotea «como un aceite rancio»
en los Poemas de la oficina del también uruguayo Mario Benedetti, tan similares
en su atmósfera a la épica de la derrota onettiana, no queda más que el escape
romántico a través de los valores comentados más arriba y que dan lugar a
pasajes de brutal e irredenta poesía: un adjetivo al desgaire, unas pocas
imágenes repetidas, unos trazos impresionistas y el lenguaje de los cuentos
abrasa al lector con su frialdad. Así, «Bienvenido, Bob» presenta la
adolescencia como la etapa de la vida en que la edad aún no es «una forma
definitiva del ridículo»; la mujer que incentiva la representación en «Un sueño
realizado» es descrita «con aire de jovencita de otro siglo que hubiera quedado
dormida y despertara ahora un poco despeinada, apenas envejecida, pero a punto
de alcanzar su edad en cualquier momento, de golpe, y quebrarse allí en
silencio, desmoronarse roída por el trabajo sigiloso de los días»; por último,
en «El infierno tan temido», relato de la humillación por antonomasia y
preferido por el autor entre todos los que escribiera, la primera imagen
enviada por la mujer a su antiguo marido y con la que desencadena el suicidio
de éste es «una foto parda, escasa de luz, en la que el odio y la sordidez se
acrecentaban en los márgenes sombríos, formando gruesas franjas indecisas, como
el relieve, como gotas de sudor rodeando una cara angustiada».
Basten estos pocos ejemplos como muestra
de la calidad de los cuentos onettianos, que han adquirido por derecho propio
una importancia capital en las letras hispánicas del siglo xx. Probablemente,
sin «Un sueño realizado» no hubiéramos asistido al patético concierto de Berthe
Trépat en Rayuela, ni sería tan importante en la literatura uruguaya la figura
del desarraigado —base de la cuentística de L. S. Garini, Julio Ricci, Mario
Levrero o Hugo Burel entre otros—, ni la Mágina de Antonio Muñoz Molina sería
un espacio tan claramente definido por el desamparo, los recuerdos y la
soledad. Sin Onetti, en definitiva, no sabríamos que la poesía más alta habita
en los territorios de la sordidez.
Fuente: Centro Virtual Cervantes