Cuando en 1938 publica Cuentos orientales Marguerite cuenta con treinta y cinco años y una riquísima experiencia sensible, llena de sueños y realidades. El libro está lleno de refinamiento y sutilezas, personajes singulares que nos exponen su vida, y junto a ella el misterio que les ha conducido a esa frontera en la que nos los encontramos, plenos de lucidez y posiblemente cegados por esa misma luz. Lo desconocido, lo intangible, es aquí lo que forma la materia de lo cotidiano, entre lo mísero y lo sublime. El Oriente de Yourcenar es un territorio amplísimo, sin márgenes, donde todo cabe y posiblemente todo rebasa cualquier límite; en ese lejano Oriente, las actividades ligadas a las artes eran parte de una preparación a la vida, y Marguerite Yourcenar se vale de la pintura —y de dos diferentes pintores en dos territorios diferentes— para hablarnos sobre la vida.
“Cómo se salvó Wang-Fô” es el primer relato de Cuentos orientales,donde conocemos al viejo pintor que da título al cuento y a su discípulo Ling, sujetos itinerantes en ese amplio Oriente, con la sola riqueza del poder misterioso y potente del Arte, de la fascinante trampa de la dualidad imagen-realidad. El pintor Wang-Fô acabará salvándose de la muerte gracias a una de sus pinturas, por medio del poder de la creación, capaz de transformar el mundo al alcanzar su propia perfección; así, Wang-Fô podrá escapar en el mar de jade azul que su pincel posa sobre el papel, a lo mejor de una manera parecida a la que nuestra mente viaja siguiendo el ritmo de una ola de tinta en una xilografía japonesa con un mar de fibras de papel, hacia la montaña que nos espera en el lejano horizonte, dentro de un paisaje donde la figura humana sólo sirve para poner de manifiesto la pequeñez del hombre frente a la inmensidad de la naturaleza.
“La tristeza de Cornelius Berg”, cuyo primer título fue “Les tulipes de Cornélius Berg”,es el último relato de Cuentos orientales,donde cerrando el libro de narraciones y el círculo infinito de la vida volvemos a encontrarnos con el arte, en esta ocasión en el personaje de un viejo pintor holandés en el ocaso de su arte y de su vida que ha perdido la habilidad, pero que sigue conservando sus sueños, acaso un poco contaminados y entristecidos por el devenir.
Pintor de retratillos, cuadros de costumbres y desnudos por encargo, o de algún que otro cartel callejero, con el pulso y la vista perdidos, inseguro en la ejecución pero aplicado en la buhardilla frente a una naturaleza muerta, observando una Vanitas en la forma de una fruta, como los bodegones de Willem Kalf, Jan Davidsz de Heem o Claesz Heda, así es el actual Cornelius, antaño hacedor de venus tendidas, jesucristos de rubia barba bendiciendo o retratos de egotismo.
Cornelius ha recorrido el mundo, y vuelve a recorrerlo con sus recuerdos. Un amplio número de lugares y vivencias, desde la taberna sórdida de su presente, posiblemente como la que Caravaggio pintara para servir de escenario a Emaús, hasta la habitación romana o el jardín de tulipanes de su pasado en Constantinopla, ese harén floral mezcla de sensibilidad y sensualidad, como la mujer-flor picassiana. Lo único que entristece el espectáculo de la naturaleza, del mundo, es el ser humano y su miserable vida de tristezas.
La autora nos habla centralmente de una experiencia estética, de la multitud de sensaciones evocadas por la memoria de Cornelius, buscando la explicación a la actitud del taciturno y anciano pintor. La tristeza nace del choque entre estética y ética, en una vida ya tan amplia que ha ido perdiendo incluso al amor de esa vida, del que sólo queda el recuerdo de la belleza de la modelo amada Frédérique Gerritsdocheter sobre la mesa de disección en la Escuela de Medicina de Friburgo. Muy lejos a veces el Arte de la vida, como la aséptica presentación del cadáver descarnado de La lección de anatomía de Rembrandt, rodeado de doctos hombres cuya preocupación por las ciencias de la vida les impide emocionarse con ese muerto, o del paraguas y la mesa de operaciones que el grupo surrealista bendecía con la ayuda inestimable de Lautréamont.
Lo visto se convierte en comprendido. El segundo libro de poemas de Marguerite Yourcenar, en el temprano año de 1922, Los dioses no han muerto, reflejaba en su título su visión del mundo, y un tema recurrente en su literatura. Los dioses se sorprenden de los humanos, y algún humano como Cornelius también se sorprende de ellos. El dios es aquí el creador, el pintor máximo.
Cuando uno comprende la belleza de una flor puede exclamar, como el Síndico de Haarlem:
Dieu est un grand peintre.
Cuando el mundo no se detiene en esa flor, en ese minúsculo elemento de la creación, porque en su totalidad es un inmenso cuadro, se puede añadir como hace el Síndico:
Dieu est le peintre de l’univers.
Pero Cornelius ha disfrutado el amor en las gozosas carnes de Frédérique y ha penado la visión de su muerte, ha sentido la belleza de los tulipanes de Constantinopla y la fealdad del ojo putrefacto lleno de moscas del esclavo tuerto del Bajá. Por eso Cornelius Berg está de acuerdo en que Dios es el pintor del universo, pero también apostilla, con amargura:
Pero, qué pena, señor Síndico, que Dios no se haya limitado a pintar paisajes...
Efectivamente, Cornelius Berg no pintaba como un genio, aunque sus palabras y sus sueños lo igualaban a Rembrandt, su condiscípulo.
A lo mejor un día encontramos el mar donde navega Wang-Fô en los reflejos plateados de esa altiva copa de naturaleza muerta oculta en la semipenumbra. Marguerite Yourcenar murió en 1987, ochenta y cuatro años más tarde de haber nacido como de Crayencour, y si hacemos caso a sus palabras —sólo se muere de pena— en su último viaje posiblemente encontró a un anciano Cornelius Berg, le dio la mano para levantarlo de ese también cansado banco de madera que es la espera de los días y con una sonrisa condujo su cuerpo junto al del holandés en ese nuevo camino.
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