Madre
Poco después conocí a
Leonor Acevedo de Borges. Un día Georgie me dijo que almorzara en su casa para
conocer a su madre.
No recuerdo lo que se
habló en ese almuerzo —probablemente hablamos de política, algo que a todos nos
preocupaba entonces—, pero me acuerdo dela impresión que me hizo la dueña de
casa.
Doña Leonor era una
dama menuda, de unos setenta años, pulcramente vestida, con pelo blanco y ojos
negros, muy vivaces, atentos y escudriñadores. La cara, con mucha carne, como
la de su hijo en esa época, no tenía planos nítidos.
Él la llamaba «madre»,
algo de uso frecuente en España y en los países anglosajones, pero desusado en
la Argentina, donde la madre es siempre «mamá» o algún diminutivo. El extraño
apelativo confería proporciones gigantescas a esta mujer menuda. ¿Era señal de
respeto? ¿O una forma de sumisión?
De todos modos, yo iba
a descubrir, como todas las personas que estuvieron cerca de Borges, la
tremenda influencia que doña Leonor ejercía sobre su hijo. No sólo una
influencia: ella daba por supuesto que intervenir en la vida de Georgie,
manejarlo, era su derecho, algo normal, indiscutible, que entraba en el orden
del mundo. Lo que es más, Georgie nunca cuestionó ese derecho. Ni siquiera
después de la muerte de ella, cuando él tenía setenta y seis años.
En 1972, al publicar
sus Obras
Completas, Borges dedicó el volumen a su madre, quien había
seleccionado, revisado y podado la edición (hacía ya años que él estaba ciego).
Por ejemplo, falta en esta edición un brillante artículo de los tiempos de
Crítica, «Nuestras imposibilidades» (incluido en Discusión), que él eliminó de
las Obras
Completas con el pretexto de que era un artículo «débil».
Lo cierto es que se
trataba de un artículo muy fuerte, en el cual comentaba mordazmente ciertas
deficiencias del carácter nacional. Doña Leonor, una columna de corrección y
respetabilidad, no pudo tolerar los indecorosos alfilerazos de su hijo y se
plegó a la convención.
No debemos
reprochárselo, ya que el disimulo es una de las características principales de
la manera de ser argentina. Y el disimulo requiere, por supuesto, el secreto.
La dedicatoria de las Obras Completas demuestra en todo caso que las otras
dedicatorias de los diversos poemas y cuentos, a mujeres que amó o a amigos que
le ayudaron, son nombres de fantasmas, figuras sin sustancia.
Georgie me había dicho
que su madre había estudiado inglés a una edad avanzada con el fin de ayudarle
en sus trabajos de traducción. No sólo eso, sino que doña Leonor fue una
secretaria alerta y eficiente, que indicaba a su hijo los pasos a dar para el
progreso de su carrera y le ayudaba a mantener los contactos necesarios. Éste
fue un logro titánico en una mujer de su edad, de su medio (personas de buena
familia y situación económica mediana) y su educación.
Una o dos veces,
Georgie me dijo que su padre había tenido historias amorosas con otras mujeres.
Leonor Acevedo, por supuesto, nunca soñó en devolver el golpe y —si el dato es
verdadero— puso todas sus frustraciones y orgullo herido en lo que ella
consideraba la realización de su vida: el triunfo literario de su hijo. Muchas
cosas pueden decirse en contra de doña Leonor, pero Borges nunca habría sido Borges
sin la intrincada relación que mantenía con su madre. Desde el punto de vista
de su carrera literaria, la intervención de ella fue casi siempre positiva. No
lo fue cuando esta influencia se proyectó en la esfera de la política o se hizo
sentir en su vida amorosa personal.
En
esos días, cuando el peronismo estaba librando sus máximas batallas, doña
Leonor tuvo un percance desagradable. Casi cuarenta años después, su hijo hace
referencia a este percance: «…tu prisión valerosa, cuando tantos hombres
callábamos… ».
Este entusiasmo de un
hijo por una madre a quien todo le debía puede llamar a engaño. El lector puede
creer que doña Leonor era una activista política enrolada en un grupo
antiperonista determinado. No era el caso. Doña Leonor ejercía su anti-peronismo
entre sus amigas, las damas con quienes charlaba y tomaba el té. Típica mujer
de su generación, carecía de conciencia política: odiaba a Perón y a Evita
porque los consideraba unos intrusos vulgares que intentaban socavar un orden
que debía ser inmutable. No pronunció jamás discursos en clubs femeninos contra
Perón. Su actividad tenía un carácter doméstico.
Lo que sucedió fue lo
siguiente: doña Leonor paseaba por la calle Florida acompañada por su hija
Norah y una amiga, Adela Grondona. La calle Florida siempre está abarrotada de
gente durante el día y entonces la atmósfera política era muy tensa. De
repente, doña Leonor, seguida por sus acompañantes, prorrumpió en invectivas
contra Perón y Evita, flamante esposa del general. Después se pusieron a cantar
el Himno Nacional. Las damas fueron rodeadas por la multitud, y la policía,
temiendo que la cosa pasara a mayores, las arrestó y las trasladó a la
comisaría. Norah Borges y Adela Grondona fueron llevadas a la cárcel del Buen
Pastor, una prisión para prostitutas, donde Norah estuvo un mes confinada y
empleó las horas vacías retratando a rameras y ladronas, todas parecidas a
Guillermo de Torre. En el caso de doña Leonor, dada su edad avanzada, se
decretó un arresto domiciliario. De su casa no podía salir, pero sí recibir a
sus amigas. Un policía uniformado, de custodia en la puerta, recordaba su
condición de prisionera. Las damas fueron acusadas de escándalo en la vía
pública.
Borges exagera mucho
cuando dice que los hombres callaban. La oposición era entonces implacable y
hubo personas que pagaron su actividad con algo más grave que un arresto
domiciliario.
Buenos Aires vivía en
una fiebre política, aunque el peronismo era más social que político. Las
masas, el llamado proletariado lumpen, se sentían representadas por los
deschaves del jefe y su grupo. El jefe, desde la Secretaría de Trabajo y
Previsión, creada por él, había hecho ciertas concesiones a la clase obrera.
Estas concesiones estaban lejos de ser revolucionarias: repitamos que se basaban
en leyes existentes que no habían sido aplicadas. Las clases medias, siempre
relegadas por la oligarquía, y los venidos a menos en el mundo, aprovecharon la
oportunidad para compartir una causa con los pudientes.
Todo era muy confuso,
pero el odio era real. Una de las personas más tomadas por ese torbellino de
odio fue Leonor Acevedo de Borges. En ella todo estaba preparado para odiar:
sólo le faltaba el motivo. Y el motivo lo encontró, ahora, en las calles de
Buenos Aires.
Esto iba a gravitar
pesadamente sobre su hijo. Borges nunca quiso «entender» los motivos que tenía
el pueblo para apoyar a Perón. Y esta ceguera voluntaria habría de llevarlo,
años más tarde, a hacer declaraciones absurdas e irrelevantes, a actitudes que
le hacían aparecer como un hombre desprovisto de bases morales. Dichas
actitudes fueron complacientemente utilizadas por los medios de difusión de los
gobiernos represivos, encantados de tener un gran escritor que parecía
apoyarlos.
Esto le costó
probablemente el Premio Nobel, puesto que hizo la apología de militares
criminales cuyo único mérito era ser antiperonistas, o que él creía que lo
eran. Pero estábamos lejos de esto en 1945.
Al fin del verano de
1945, en marzo, cuando yo acababa de llegar de Mar del Plata, salimos una
noche. Entre tanto yo había recibido varias cartas suyas en casa de los Bioy,
donde estaba invitada.
Empezaban los días
frescos, esos días de Buenos Aires con un fondo húmedo en el aire, una humedad
que penetra en la garganta y en la nariz, que entristece las calles alejadas
del centro, con sus faroles de luz macilenta en las esquinas, levemente
balanceados por el viento, proyectando sombras e inspirando una angustia
indefinible.
Al pasar ante una
panadería de Constitución, aspiramos el perfume del pan caliente, recién horneado.
Él habló. Me dijo que quería escribir un cuento sobre un lugar que encerraba
«todos los lugares del mundo» y que quería dedicarme ese cuento. Fue la primera
alusión a “El Aleph”.
Yo me detuve y aspiré
el olor reconfortante del pan seco en aquella noche húmeda. Él sugirió que yo
podía ayudarlo en la enumeración de los objetos que quería nombrar. Le contesté
que no podía ayudarlo. Y seguí negándome cuando él insistió, incluso por carta.
Yo tenía la sensación de que estaba tratando de halagarme, que empleaba uno de
sus procedimientos destinados a atraer a las poetisas en ciernes. No me gustaba
estar en esa canasta. Por otra parte, no me atrevía a sugerir nada. Cada cual
tiene su propia visión del mundo, y la mía no concordaba con la de él.
Cualquier cosa que yo dijera iba a ser transformada, cualquier sugerencia era
inútil.
Dos o tres días después
vino a casa una mañana, trayendo un paquete que, según dijo, contenía un objeto
que mostraba «todos los objetos del mundo». El objeto se llamaba el “Aleph”. No
dijo que el “Aleph” era la primera letra del alfabeto hebreo. Para él era ese
objeto, una puerta abierta a lo imposible.
El objeto en cuestión
era uno de esos juguetes con una lente fijada a un tubo bajo el cual había una
planchita donde se hacía girar unas virutas de acero. O sea, un calidoscopio.
Las virutas, movidas, componían estructuras geométricas e inesperadas
combinaciones de colores. Georgie estaba tan contento como un niño con el “Aleph”.
Toño, el hijo de la
muchacha que servía en casa, una criatura de cuatro años, vio el Aleph. En
manos de Toño, el objeto no tuvo vida larga. Esto no importó. Georgie ya me
había mostrado que el objeto era mágico, era esa primera letra que incluía, tal
vez, el nombre de Dios, que era tal vez una de las manifestaciones de Dios.
Él siguió escribiendo
el cuento. Me telefoneaba todas las mañanas y me mandaba notas y postales
anunciándome —redundantemente— que nos íbamos a ver esa noche.
Me repetía que él era
Dante, que yo era Beatrice y que habría de liberarlo del infierno, aunque yo no
conociera la naturaleza de ese infierno.
Cuando me apretaba
entre sus brazos, yo podía sentir su virilidad, pero nunca fue más allá de unos
cuantos besos.
Estaba exaltado; citaba
poemas en inglés, en español, tercetos de la Divina Comedia. Recuerdo en
especial los versos de un poema inglés que me recitaba a la entrada de la
estación del subterráneo de Independencia, acerca de un hombre «que pensaba,
cuando su madre le besaba los ojos / en lo que era ese beso cuando su padre la
cortejaba». Versos muy extraños, por cierto. Y los repetía como formulando una
pregunta.
También citaba los
misteriosos versos de un poema de Wordsworth sobre Leda y el Cisne: « ¿…Sumó
ella el conocimiento de él a su potencia?».
Muchos, muchos años
después, yo iba a tener vislumbres de lo que él estaba tratando de expresar con
esos versos. Al parecer, yo era entonces para él el eje del mundo. Me decía que
El “Aleph” iba a ser el
comienzo de una larga serie de cuentos, ensayos y poemas dedicados a mí.
Una noche fuimos a
comer al Hotel Las Delicias, de Adrogué. El paso del tiempo se hacía sentir:
los rombos rojos y azules de las ventanas habían sido reemplazados en parte por
vidrios incoloros; faltaban los helechos y las macetas con palmeras. El
comedor, vasto y mal iluminado, estaba casi vacío. La comida del menú fijo era
tan mala como puede serlo la comida de una casa de pensión. Pero esto no tenía
ninguna importancia para él esta noche. El maître y dos o tres mozos se
acercaron a saludarlo. Se le veía feliz y excitado en este viejo comedor
despojado de sus antiguos esplendores. Después de la comida dimos una vuelta
por el parque del hotel, tan descalabrado como el mismo edificio. Y él propuso
que fuéramos hasta Mármol, la próxima estación de tren, unas veinte cuadras
después de Adrogué .
Adrogué, como Triste—le—Roy,
era el lugar en que «la última letra del Nombre» había sido articulada. Por
tanto, un lugar aterrador, como todos los lugares sagrados. Creo que él,
deliberadamente, había elegido este lugar.
Esa noche, que
conservaba un dejo del verano ya casi terminado, anduvimos por las calles
silenciosas y oscurecidas del pueblo. Era evidente que Georgie quería decirme
algo. De cuando en cuando me asía del brazo y empujaba, como si quisiera
conducirme a algún determinado lugar. A veces volvía sobre sus pasos a mitad de
cuadra. Y recitaba versos —la tirada de Beatrice cuando ruega a Virgilio que
acompañe a Dante en su viaje a través del infierno:
«O anima cortese
mantovanadi
cui la fama ancor’ nel
mondo dura
e durerá quanto il
motto lontana.
L’amico mio e non della
venturasulla deserta piaggia é smarritto…».
Y hacía comentarios
burlones sobre Beatrice, que adula a Virgilio para lograr sus propósitos.
Por último, propuso que
volviéramos a Adrogué a pie en vez de esperar el tren en Mármol. Así lo
hicimos. Pasamos por un lugar en donde había un banco de cemento, uno de esos
bancos blancos, sin respaldo, tan inhospitalarios los días fríos y tan
incómodos los tibios. Borges se sentó a horcajadas en un extremo. Su cuerpo,
tan blando, era flexible, capaz —creo—de lograr los difíciles asanas del yoga.
Levantó una pierna, posó un pie en el banco, se agarró el tobillo con las dos
manos y yo noté una vez más que sus pies eran muy chicos.
Yo estaba sentada en el
otro extremo. Me miró. Sin anteojos, no podía verme claramente. Además, sólo
nos iluminaba un farol macilento colgado enel fin de la calle.
De golpe él dijo con
voz vacilante:
«Estela…, eh…, ¿te casarías conmigo?»
La frase me tomó de
sorpresa. Tenía todo el aire de una propuesta matrimonial en una novela
victoriana. Yo sabía que había llegado a ser muy importante para él, pero no
creí que él hubiera pensado en casarse. Hasta el día de hoy no sé por qué le
contesté en inglés, parte en broma, parte en serio: «Lo haría con mucho gusto,
Georgie. Pero no olvides que soy una discípula de Bernard Shaw. No podemos
casarnos si antes no nos acostamos».
El inglés, idioma que
usábamos en los momentos trascendentales, no mitigó al parecer la impresión de
esta respuesta. Sin embargo, no podía sorprenderse demasiado. Él sabía que yo no
era una de las niñas asomadas a balcones rosados y celestes que pintaba su
hermana Norah.
Caminábamos tomados de
la mano, nos besábamos y nos abrazábamos, pero él nunca había intentado ir más
allá, ni siquiera cuando estaba excitado —y se excitaba como cualquier hombre
normal—. La realización sexual era aterradora para él.
Por supuesto, yo debía
haber dicho honrada y directamente: «Georgie: no te quiero lo bastante como
para casarme contigo. Podemos ser amigos y, si quieres, algo más». Mi falta de sinceridad, por desgracia,
suscitó una reacción grave y patética. Yo estaba dispuesta a aceptar lo que él
quisiera, pero (y esto arroja cierta sombra sobre mi carácter) yo sabía que era
muy improbable que él quisiera seguir adelante. Lo que yo no podía prever fue el
alcance de mi respuesta esa noche: a partir de entonces él anduvo por terrenos
no transitados antes. Sufrió profundamente y emergió aceptándose a sí mismo.
Como el Orestes de Racine, su desgracia lo sobrepasó y lo convirtió finalmente
en el Borges triunfal, el hombre que descubrió y aceptó su destino.
En un plano más
doméstico, a partir de esa noche yo me convertí en la «novia» de Borges, aunque
nunca me consideré tal. No me gustaba la idea de ser «novia» en el antiguo
sentido de la palabra. Pero la pasión y la dedicación de Borges eran
halagadoras y yo las aceptaba.
Por esta época hubo un
incidente que me distanció definitivamente de Leonor Acevedo.
El orden constituido,
la fachada del país, se desmoronaba. La oligarquía estaba decidida a cerrar el
camino a aquellas turbas zarrapastrosas que amenazaban su poder y la aterraban.
Los conservadores se
arriesgaron a formar un frente común, la Unión Democrática, con radicales,
socialistas y comunistas. Este frente fracasó como siempre han fracasado estas
uniones artificiosas, que, sin embargo, se repiten, como si los seres humanos
fueran incapaces de aprender por la experiencia o no quisieran hacerlo.
De todos modos
nosotros, las «clases cultas», estábamos en contra del peronismo. Algunos
veíamos en el peronismo una continuación, torpe y pesada, del fascismo; otros
lo veían como un peligro para sus privilegios establecidos; por último, estaban
los que adoptaban esta actitud para estar más cerca de los ricos y «participar»
aunque sólo fuera a la distancia. Y detrás de todos estaban los pescadores en
aguas revueltas, los comunistas, que se anotaban así un nuevo jalón en su larga
serie de desaguisados.
Ya que menciono a los
comunistas, debo subrayar aquí que Borges, el anticomunista por excelencia,
tenía buenos amigos comunistas, como Enrique Amorim, el escritor uruguayo. Es
verdad que Amorim era un comunista acaudalado que pertenecía a una familia de
clase alta en su país y que esto, por supuesto, hacía cerrar los ojos a doña
Leonor sobre sus incorrectas ideas políticas. Borges estimaba a Amorim como
escritor y como ser humano y solía pasar algunas vacaciones, en compañía de su
madre, en la finca de Amorim sobre el río Uruguay, Las Nubes.
En realidad, Borges era
apolítico. Era antiperonista porque le escandalizaba la vulgaridad vociferante
del peronismo. Nunca pensó en el pueblo, silenciado por una clase alta vanidosa
y tonta, dedicada a admirarse así misma; nunca pensó que el pueblo no había
tenido posibilidad de elegir su expresión: el peronismo estaba ahí y no había
nada que lo reemplazara.
La Unión Democrática
había planeado una gran marcha para el 19 de septiembre. El día era
agradablemente tibio. Desde la mañana, las varias delegaciones iban llegando a
la plaza del Congreso. Yo marché con los escritores. Había también
representantes de los actores, los músicos, los plásticos, los estudiantes,
etc. Antes de dar la vuelta a la gran plaza apareció Enrique Amorim, muy
agitado, anunciando que los primeros contingentes ya estaban llegando a la
Recoleta, donde debía terminar el desfile. Pero pasaron casi dos horas antes de
que pudiéramos ponernos en marcha. Esto era promisorio. Los grupos que
avanzaban por la calle Callao se atascaban antes de llegar a la Recoleta.
Victoria Ocampo marchó
al frente de un grupo de estudiantes.
Fue entonces cuando,
por primera vez en Buenos Aires, la gente empezó a arrojar papel picado sobre
los manifestantes, como es costumbre en Estados Unidos. María Rosa Oliver, del
Comité de Redacción de Sur y futura
ganadora del Premio Lenin de la Paz, me contó todos los pormenores del desfile,
que ella presenció desde un balcón. Yo marchaba entre Eduardo Mallea y Leónidas
Barletta. Este último, que pronto habría de unirse a la izquierda ortodoxa,
arengaba a grupos de muchachones mal vestidos, sentados en los bancos de la plaza
o trepados a los faroles, con expresiones cerradas y hostiles en las caras.
Barletta gritaba: «¡Vamos, muchachos! ¡únanse a las filas de la democracia!».
Las expresiones se
volvían más enfurruñadas.
Fue un gran despliegue.
El gran despliegue de una parte de la Argentina, la Argentina de la cultura, la
que había sido representativa hasta ese momento, la Argentina que tenía el
rostro que habíamos presentado al mundo. El otro rostro, el «verdadero», iba a
mostrarse el 17 de octubre, veintiocho días después. Y este rostro estaba
destinado a ser el de la Argentina. Cuando la máscara finalmente cayó, los
rasgos que estaban detrás ya no tenían ningún parecido con la cara que se vio
el 19 de septiembre de 1945.
Ese despliegue que nos
pareció efectivo y era tan sólo un desfile en el vacío, no contó con la
presencia de Borges.
El motivo era muy
sencillo: había tenido un ataque de varicela, una forma benigna de esta
enfermedad infantil. Haciendo una excepción, le telefoneé esa noche para
comentar el éxito de la marcha. Él ya había sido informado por su madre, Bioy
Casares y Amorim. Como estaba forzado a permanecer en casa, me pidió que le
visitara al día siguiente. Acepté. Nunca he temido a los contagios y, además,
ya había tenido la varicela.
Después de aquel
almuerzo que yo había tenido con su madre, no había recibido nuevas
invitaciones. Doña Leonor no había manifestado ningún deseo de verme de nuevo y
yo tampoco deseaba verla. Sin razón aparente, sin vernos, sin haber
intercambiado una sola palabra, nuestra mutua antipatía iba en aumento. Pero
ese día fui a tomar el té con los Borges.
Georgie no estaba en
cama y tenía puesta una bata en vez de la chaqueta habitual. No tenía pústulas
en la cara.
Doña Leonor estaba
allí. La criada trajo el té en la bandeja y la dueña de casa sirvió y se quedó
con nosotros. Yo había esperado que se retirara después de un rato, ya que no
podíamos hablar casi de nada. Yo estaba dispuesta a comentar el éxito de la
marcha, la aparente derrota de Perón, pero la conversación tomó por otros
caminos. Doña Leonor empezó a hablar de sus antepasados, nombró a coroneles que
habían luchado en el desierto contra los indios y a comisarios de policía que
eran hijos o nietos de los unitarios que habían peleado contra Rosas, el
«primer tirano». Me dijo que los retratos de algunos de estos caballeros
estaban colgados en el Museo Histórico del Parque Lezama. Entonces yo era muy
tímida y no se me ocurrió decirle que la mayoría de las antiguas familias de
Argentina o Uruguay podía vanagloriarse, por ejemplo, de algún antepasado cuyo
uniforme con galones, ganados en la guerra con el Brasil, se expone en algún
museo de Montevideo —por hazañas más conspicuas que algunas refriegas entre
bandas locales—. Era mi caso, pero no quise decírselo. Me parecía de mal gusto.
Si lo menciono ahora es porque el gusto y el mal gusto ya no se distinguen en
el mundo en que vivimos, particularmente en el Río de la Plata.
En el mondo nuovo nadie
entiende ya la actitud de Swann, el personaje de À la recherche du temps perdu,
que ocultaba por exceso de delicadeza, por una elegancia llevada al extremo,
que el «amigo» no especificado con quien había comido la noche anterior era el
príncipe de Gales.
Creo que doña Leonor,
que pertenecía a una generación que aún entendía estas cosas, no las entendía.
O tal vez había decidido no tomarlas en cuenta. Su sed de figurar era tan
intensa que incesantemente, sin ningún pudor, hacía desfilar las tropas de sus
antepasados.
De tal modo que
hablamos exhaustivamente o, mejor dicho, ella habló de esos retratos colgados
en el Museo Histórico del Parque Lezama. Georgie, tan fácilmente molesto ante
cualquier manifestación de cursilería, no reaccionaba. Cuando intervenía su
madre, era incapaz de ver lo obvio. Era normal y meritorio que quisiera, que
adorara a su madre, pero no estaba bien que me forzara a soportar una
conversación que él sabía no podía interesarme.
Después de más de una
hora, comprendí que doña Leonor no tenía intenciones de retirarse y fui
consciente de haberme demorado más de la cuenta.
Al despedirme, Georgie
me preguntó: «¿Venís mañana?» «Sí», contesté. Y me fui.
Al día siguiente, a la
misma hora, la escena se repitió. Doña Leonor reanudó el tema de sus
antepasados. El té se enfrió y caí en la cuenta de que debía irme. Georgie me
preguntó de nuevo: «¿Venís mañana?» «Sí», contesté.
Doña Leonor se puso en
pie, meneando la cabeza. «No», dijo. «Mañana no puede ser. Tengo que salir. No
voy a estar aquí.»
Sólo al llegar abajo,
en la entrada del edificio, entendí el significado de sus palabras.
Cuando él me telefoneó,
yo le grité: «¿Qué me ha querido decir tu madre? ¿Qué voy a violarte si ella no
está ahí? Esto es un insulto, etc., etc.».
Él trató de aplacarme.
No lo logró y pasaron varios días antes de que yo atendiera el teléfono cuando
él llamaba, y que accediera a verlo.
Una mañana, ya
recobrado, vino a casa. Como siempre, salimos y tomamos el camino de
Constitución. Dimos vueltas alrededor, pero no cruzamos el primer puente: nunca
lo atravesábamos de mañana. De noche el puente tenía algo feérico, con los
ruidosos trenes que entraban y salían, el laberinto de vías, la entrada al
hangar de la estación como una caverna iluminada. Ahora no había ninguna magia.
Lo que teníamos que decirnos era muy pedestre.
Me preguntó si estaba
enojada. Le dije que la actitud de su madre era intolerable.
Él, siempre vacilante y
a tientas cuando las cosas no marchaban tersamente, contestó con cierta firmeza
que yo estaba equivocada: su madre era una señora chapada a la antigua que
consideraba que su presencia era necesaria «para mí». En sus tiempos, una
muchacha nunca era dejada a solas con un hombre, incluso cuando el hombre era
su novio. Y siguió en este tenor, tratando de quitarle importancia al incidente.
Yo no le facilité las cosas. Le dije que su madre sabía perfectamente bien que
yo no necesitaba «protectores»; estaba enterada de que nos veíamos mañana,
tarde y noche y que podíamos hacer lo que nos diera la gana, que podíamos estar
en un hotel y él decirle por teléfono que estábamos en un café. La actitud de
doña Leonor era un insulto deliberado. Él quedó bastante apabullado, no porque
yo hubiera logrado hacerle ver mi punto de vista, sino porque no había aceptado
la explicación convencional que él había fabricado.
Él quería que yo
aceptara su mentira, que aceptara que doña Leonor había tenido intenciones de
proteger «mi honra» o algo por el estilo. Y no estaba nada cómodo. En el fondo,
tal vez en la superficie, sabía que yo tenía razón. Pero nunca puso en tela de
juicio el derecho de su madre —con razón o sin ella— a intervenir en su vida
privada.
Las cosas siguieron
como antes, pero había surgido, entre nosotros una especie de malestar. Él se
sentía mortificado, apremiado; la actitud de su madre había suscitado una
resistencia moral en mí. El comportamiento de ella destruyó toda posibilidad de
que yo pudiera acercarme más a él. Era bastante ridículo que un hombre de más
de cuarenta y cinco años tuviera que dar cuenta a su madre de todos sus
movimientos. No le evité la humillación de decírselo.
Él no trató de
resistir, depuso las armas e insistió en que estaba locamente enamorado de mí:
quería crear una familia, tener hijos conmigo, había pensado en suicidarse esos
días en que habíamos estado peleados. Mencionó la casa de una amiga, el balcón
de un quinto piso donde había tenido tentaciones de saltar al vacío. Dijo que
sabía que iba a ser ciego un día, pero que esto no le importaría si yo estaba a
su lado. Una vez más, yo era Beatrice. Para él, el amor era redención. Juntos
podíamos ser muy felices.
Me conmovió. Creo que
Georgie era absolutamente sincero. Sin embargo, sospecho que, en caso de
haberle dicho yo entonces: «Está bien, Georgie. Olvidemos todo. Casémonos
enseguida y veamos qué pasa», él habría tenido un momento de total felicidad.
Pero un rato después habría corrido a un teléfono público para solicitar a su
madre la autorización para casarse. Si esa autorización no era concedida —algo
más que probable—, él tal vez hubiera saltado del balcón de un quinto piso, tal
vez se hubiera resignado a la ceguera inmediata, pero nunca se habría atrevido
a desafiar la voluntad de Leonor Acevedo.
Más adelante, en esa
primavera se produjo un nuevo incidente: esta vez nos tocó a Borges y a mí caer
presos. Y la causa no fue tan noble como la de las damas que defendían a su
país de las hordas peronistas. Sin embargo, el motivo aducido por el agente de
policía que nos arrestó fue el mismo: «escándalo en la vía pública».
Esa noche estábamos
sentados en un banco del Parque Lezama. Nuestra actitud era correcta. A lo sumo
estaríamos tomados de la mano o él me habría puesto el brazo sobre los hombros.
En aquellos días, las parejas debían conducirse con sumo recato en la Argentina.
Se comentaba que en el relajado París las parejas se acariciaban públicamente
con total impudicia. Éste no era nuestro caso, por cierto. Él nunca lo hubiera
hecho y yo, por mi parte, siempre he sido contraria a cualquier efusión en
público. Las caricias en la calle siempre me han parecido una provocación, no
una manifestación espontánea.
De repente, como caído
del cielo, surgió un policía ante nosotros y exigió, en tono autoritario, que
le mostráramos nuestros documentos de identidad. Ni Georgie ni yo los teníamos
(fue a partir de esos años, 1945—1946, que se hizo imprescindible salir a la
calle con un pasaporte o cédula de identidad). El policía nos dijo que nuestra
actitud era indecorosa y que debíamos acompañarlo a la comisaría.
Esta clase de percances
era muy frecuente en Buenos Aires y era sabido que se arreglaban con una
propina. Borges, naturalmente, no pensó en esta fácil solución: no estaba
enterado de que estos hombres mal pagados debían encontrar maneras de redondear
sus exiguos salarios. De tal modo que seguimos al policía hasta la comisaría
14, en la calle Bolívar. Allí tuvimos que sentarnos en un banco del patio a
esperar la llegada del comisario.
Pasaron tres o cuatro
horas. Nadie nos molestó, pero nadie nos hablaba y no podíamos irnos. Finalmente
se nos acercó un hombre y nos condujo a una oficina donde estaba sentado otro
hombre detrás de un escritorio. Éste nos preguntó nuestros nombres. Borges dio
el suyo: el policía no tenía la más remota idea de quién era Jorge Luis Borges
y, menos aún, Estela Canto. El hombre se mostró amistoso. Nos dijo que no
debíamos salir sin documentos de identidad. Borges mencionó el nombre de la
Editorial Emecé, donde desde hacía poco dirigía una colección de novelas
policiales. Esto produjo buen efecto. El hombre dijo que debíamos portarnos
bien y, cuando le respondimos que nuestra conducta había sido correcta, admitió
que tal vez habíamos sido detenidos porque «las cosas andaban algo revueltas» y
justificó la actitud del agente que nos había arrestado echando la culpa a la
situación política. Terminó diciendo que estábamos libres.
Cuando salimos eran más
de las tres y media de la mañana. Esta vez Georgie no había podido telefonear a
su madre para decirle dónde estaba. Era la segunda vez que habíamos trasnochado
hasta una hora tan avanzada. No iba a haber una tercera.
El incidente no
merecería ser contado de no haber sido porque aumentó el malestar que se había
iniciado cuando doña Leonor nos prohibió quedar un momento a solas en su casa.
Para mí el incidente fue molesto mientras duró, pero más bien divertido cuando
lo contaba más tarde a mis amigos. Él no tuvo esta reacción. Desde el primer
momento advertí, con asombro, que Borges estaba avergonzado.
Siempre lo he pensado:
la vergüenza es lo imperdonable. La vergüenza es lo que más puede separar a dos
seres humanos; no sólo odiamos a la persona que nos avergüenza, sino que este
odio se extiende a los testigos casuales de nuestra vergüenza. Curiosamente,
las cosas que nos avergüenzan nunca son las mismas: hay mujeres que se dejarían
matar antes de admitir que son torturadas, moral o físicamente, por un hombre;
otras que se complacen en el rol de víctimas; algunos hombres nunca podrán
reconocer que han cometido un error; otros cifran su punto de honra en confesar
un error cometido.
Para mí, el incidente
de la comisaría fue absurdo, cómico, y eso era todo; para Borges fue
humillante. Para mí, haber estado detenida —aun en el caso de que nuestra
actitud no hubiera sido correcta— carecía de toda importancia y se explicaba
por el hecho de vivir en un país atrasado, con un código moral rígido y
confuso. Para Georgie fue una especie de castigo merecido por haber hecho algo
indebido.
Yo también tenía mi
chivo emisario: eché la culpa a doña Leonor de la actitud de su hijo.
Probablemente ella le dijo que, en caso de haber estado con una dama
respetable, no habría sido arrestado. De todos modos, él no se atrevió a
defenderme.
Nuestras salidas se
hicieron más cortas, al menos por las noches. Íbamos al cine, por supuesto,
pero él ya no me invitaba a entrar después a un café. Al salir de la sala
tomábamos el subterráneo —ya no caminábamos— él me dejaba en casa, se despedía
apresurado y corría a tomar el último tren.
Yo iba a descubrir muy
pronto que la vergüenza de Borges tenía raíces profundas, que los comentarios
de doña Leonor habían hurgado en una herida no cicatrizada. Pero pasaron varios
meses antes de que lo supiera.
Esa primavera obtuve el
Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires por mi novela El muro de mármol.
Nuestra relación ya no era lo que había sido. Supongo que estaba un poco harta
y, a finales de noviembre, me fui al Uruguay. Pasé allí tres meses muy felices
y escribí otra novela, El retrato y la imagen. Tuve cartas de Borges, pero no
me acuerdo lo que contesté, en caso de haber contestado. Mi mente estaba en
otras cosas.
Volví a Buenos Aires
por dos o tres días, entre Navidad y Año Nuevo. Fui al diario La Nación y
entregué un cuento a Eduardo Mallea, director del suplemento literario. Mallea,
emergiendo de su habitual reserva, me felicitó por estar de «novia» con Borges.
No supe cómo esto había podido llegar a sus oídos… Yo no lo había comentado.
Además, no me consideraba «novia» de Georgie, a quien no vi en esos días.
Un curioso noviazgo, en
verdad.
En febrero de 1946,
Perón ganó las elecciones. Fue inútil para la oligarquía su unión con los
radicales, los despreciados radicales de quince años atrás, cuando el general
Uriburu derrocó al presidente radical Irigoyen.
Borges ignoraba mis
movimientos en el Uruguay, pero husmeaba algo, y no se equivocaba. Yo volví a
Buenos Aires en los primeros días de abril. Acaso él se sentía vagamente
culpable en relación a mí. Parecía preocupado e incómodo. Mi madre me dijo que,
en los dos últimos meses, él había venido casi todas las mañanas a hablar con
ella y le preguntaba una y otra vez cuándo iba a volver yo de mis largas
vacaciones. En cuanto llegué, él telefoneó para decirme que quería verme
inmediatamente, que tenía algo muy importante que decirme. Nos citamos esa
noche a la salida del subterráneo de Constitución, pero él se presentó en casa
una hora antes.
Esta vez no hicimos la
caminata habitual hasta el Parque Lezama, Constitución o la Costanera, sino que
dimos vueltas a las manzanas que rodeaban mi casa. Recorrimos Independencia,
Tacuarí, Chile, Carlos Calvo, volvimos a Independencia y contemplamos la reja
de la iglesia de la Concepción (esa reja, hoy derribada, que él menciona en El
Zahír).
Borges estaba nervioso
y recitaba los poemas que tanto le gustaban.
Finalmente me dijo que
quería pedirme algo, un gran favor, algo fuera delo común, tremendo. Pensé que,
después de más de un año en que había tenido tiempo para reflexionar, iba a
pedirme que tuviéramos relaciones físicas. Y me dispuse a mantener mi parte del
pacto.
Pero me pidió otra
cosa. El hecho de que yo haya creído tan fácil lo que supuse muestra hasta qué
punto estaba alejada de los problemas reales de él, hasta qué punto era yo
egoísta e insensible.
Me repitió,
explayándose, lo que me había escrito en una de sus cartas más apasionadas, la
carta en que dice: «…casi lloré al pasar por el Parque Lezama», añadiendo que
«mis cuentos me han ayudado a vivir; mis obsesiones me han dado muerte».
Insistió: con mi ayuda él podría vencer esas obsesiones.
Repitió que me quería y
que podíamos ser muy felices. Las «admirables noticias» mencionadas en esa
carta se referían a la posibilidad de ganar más dinero, algo que hubiera
facilitado el matrimonio. Comprendía que yo tenía razón, que debíamos tener
relaciones previas. Pero añadió que él era prisionero «de sus fantasmas».
No supe qué decir. Yo
no podía amar a Borges como él quería ser amado. Él tenía que ser amado de
acuerdo a la forma que le imponía su ser profundo. Muchos años después, tras
vicisitudes y sufrimientos, habría de encontrar el amor que necesitaba: la
total entrega espiritual. Yo sólo podía prestarle mi cuerpo, pero esto no era
bastante y, en último término, las circunstancias se complicaron y ni siquiera
eso pude darle.
Me dijo que había
pensado todo el tiempo en la respuesta que yo le había dado al proponerme él
matrimonio en aquel banco entre Mármol y Adrogué. Hacía ya varios meses que
estaba visitando a un «psicólogo» —no usó la palabra «psicoanalista»—, el
doctor Cohen—Miller. El doctor Cohen—Miller ya había analizado al escritor
Manuel Peyrou, gran amigo suyo, que también padecía de desajustes psicológicos.
Cohen—Miller le había pedido que me llevara a hablar con él, ya que en ese
momento del análisis mi presencia era necesaria. Borges subrayó la importancia
de esto. Al parecer, mi visita a su psicólogo era «un gran favor». Le dije que lo
haría con gusto. Y era cierto. Tenía curiosidad y quería ayudar a Georgie. En
mí hay algo de Sherlock Holmes; me gusta indagar los motivos profundos del
prójimo. Me gusta la aventura y esta indagación del alma de los demás es una
aventura grande y peligrosa. Además, quería serle útil, darle lo que podía
darle.
Yo sabía, como lo he
dicho en el tercer capítulo de este ensayo, que la iniciación del varón
argentino es algo brutal, grosero, que las costumbres han establecido una
especie de militarización del sexo en este militarizado país. La pérdida de la
virginidad para los jóvenes en un burdel es compulsiva a los catorce años; el
matrimonio y la procreación son compulsivos a los veintitrés. Se procura suprimir
toda fantasía, toda iniciativa en este terreno. El ejercicio sexual, no
desvirtuado del todo por los sacerdotes, que lo consideran pecaminoso pero
tentador, es despojado por los militares de su halo turbador y se convierte en
una actividad «higiénica y necesaria» de todo varón. Y en la Argentina, como
sabemos, las soluciones militares siempre se han impuesto a las otras, a veces
hasta a las eclesiásticas.
Naturalmente, esta
«formación» —que es una deformación— crea toda clase de traumas e
incomunicación entre hombre y mujer, empezando en el mismo plano físico.
El doctor Cohen—Miller
había llegado a una encrucijada en su análisis y deseaba mi colaboración,
Borges la pedía. Su consultorio estaba en la calle Piedras —o Chacabuco—, creo,
entre Alsina e Hipólito Irigoyen. Más tarde se mudó a la avenida 9 de Julio,
donde tres años después tuve una segunda entrevista con él.
El doctor Cohen—Miller
era un hombre afirmativo, de mente práctica, muy directo y aplomado. Como casi
todos los judíos, era básicamente un intelectual y admiraba a Borges.
Su idea era que, al
ayudar a Borges a emerger de su «infierno», la literatura argentina se iba a
ver beneficiada. Él no suponía ni por un momento, cómo tal vez otros analistas
podrían creer, que el hecho de liberar a Borges de sus obsesiones podía
disminuir sus poderes creadores. Por el contrario, él creía que el talento de
Borges necesitaba latitud, salir al aire libre y vivir. En su planteo había
sólo una falla: el hecho de que yo lo fuera a ver le hizo creer que estaba interesada
en normalizar mis relaciones con Borges. El malentendido había sido creado por
el mismo Borges, quien había tomado al pie de la letra mis frívolas palabras en
aquel célebre banco en las afueras de Adrogué. Para mí ésta era una aventura
que estaba dispuesta a vivir hasta sus últimas consecuencias, pero que no me
afectaba en lo más íntimo.
El doctor Cohen—Miller
me dijo lo siguiente:
Borges distaba mucho de
ser impotente, pero en el plano físico era víctima de una exagerada
sensibilidad, un temor al sexo y un sentimiento de culpa. La excesiva
sensibilidad podía irse normalizando con el andar del tiempo, a medida que él
se adaptara a los hechos reales; el miedo iba a desaparecer por el matrimonio,
que también aliviaría considerablemente la sensación de culpa. Para llegar a
una relación normal lo mejor para Borges era casarse, ya que el matrimonio era
un elemento importante en el contexto de su culpa.
Más adelante me relató
una penosa experiencia de Borges en su primera juventud: en Ginebra, cuando
tenía dieciocho o diecinueve años, Borges era un adolescente sensible, con
dificultades de visión y de elocución. Alarmado por la timidez de su hijo,
Jorge Borges preguntó a Georgie un día si había tenido ya contacto con una
mujer. La pregunta, como he dicho, era casi normal en esa época. Georgie
contestó que nunca había estado con una mujer. Como muchos otros caballeros
argentinos de su generación, el señor Borges pensó que la situación debía
solucionarse cuanto antes. Su hijo estaba retardado en el calendario. Del mismo
modo que la virginidad de las mujeres debía guardarse a cualquier precio —un
precio que incluía el onanismo, las prácticas lésbicas, la sodomía—, los
varones debían iniciarse lo más pronto posible. Georgie había sobrepasado en
varios años la edad establecida.
El señor Borges dijo a
su hijo que él iba a tomar el asunto en sus manos. Tal vez el fantasma de la
homosexualidad cruzó por su mente, llenándolo de pánico, impidiéndole
comprender que lo que estaba planeando en ese momento estaba más cerca de la
homo que de la heterosexualidad. Era un gesto para los hombres, una
demostración ante ellos de que uno pertenecía al clan de los varones. No era un
gesto para acercarse a las mujeres, sino un acatamiento del mundo masculino y
sus exigencias. Seguramente se mostró severo. Tal vez reprochó a su hijo el
largo tiempo que se había tomado en asumir su virilidad. Cohen—Miller creía que
el padre se había mostrado apremiante. Estaba muy bien vivir en las nubes,
interesarse en los libros y en los arcanos del universo, pero ante todo un
hombre tiene que ser un hombre. Y, para los sudamericanos, no hay más que una
manera de probar la hombría. Por otra parte, ¿cómo era posible que Georgie no
hubiera reaccionado ya ante las presiones que exigen la desfloración de un
adolescente en un lupanar?¿Cómo era posible que Georgie no se sintiera incómodo
por su desajuste ante a sociedad? Los tropismos tribales de la llanura a la
cual se llega por un río «de sueñera y de barro» se imponían una vez más. Una
cosa es lo que se lee en los libros; otra es la realidad. Hacia 1920 había
escritores, libros, movimientos que se oponían a las profundas verdades
viscerales de las pampas. Pero no había que tomarlos en cuenta. Eran un
ornamento, algo que demostraba la cultura y el refinamiento de los argentinos,
pero no eran la verdad. La verdad era la iniciación forzada, el movimiento
mecánico del macho trepado al cuerpo de una hembra alquilada, el rencor
implícito y el desprecio a esa mujer por ser mujer.
De tal modo que, con
este enredo dentro de su confundida alma, el señor Borges anunció a su hijo,
pocos días después, que había encontrado la solución para su caso. Le dio una
dirección y le dijo que debía estar allí a una hora determinada. Una mujer lo
estaría esperando.
Georgie salió a pie,
como ya era su costumbre, para considerar la situación y llegar al lugar del
modo más natural, sin apremios ni presiones. Estaba abrumado por los reproches
de su padre. Tal vez en Georgie, normalmente tan sometido, se produjo una
oscura rebelión de la carne contra el acto que le imponían; tal vez la certeza
del fracaso estuvo en él antes del fracaso. Tal vez ese fracaso haya sido su
manera de oponerse a lo que rechazaba hondamente en su alma y sus entrañas. En
todo caso, una idea le cruzó la mente: su padre le había ordenado acostarse con
una mujer que él, Georgie, no conocía. Si esa mujer estaba dispuesta a
acostarse con él era porque había tenido ya relaciones sexuales con su padre.
Esta clase de favor íntimo —aunque se trate de una prostituta— no puede
pedírsele a nadie con quien no se tengan contactos íntimos. Su razonamiento fue
lógico y preciso; tal vez no haya sido cierto, pero fue lo que él creyó. Él no
tenía ninguna duda al respecto.
Llegó a la casa, vio a
la mujer y, como era natural, no pasó nada. Aparte de la brutalidad del hecho
escueto —suficiente para provocar impotencia en un adolescente de sentimientos
delicados—, allí estaban las imágenes que surgían en su mente. La mujer que se
le ofrecía era una mujer que él iba a compartir
con su padre. La reacción de su cuerpo y su alma fue natural. Éste era
su «destino sudamericano» de fracaso y de muerte, como habría de decirlo en su
célebre Poema conjetural, donde tantas cosas acechan entre líneas. También fue,
sin que él lo supiera, una protesta, un desafío. Demostraba así que él, Jorge
Luis Borges, era diferente, que a él había que aplicarle otros cánones.
Pero esto quedó ahogado
en algún repliegue de su mente, oculto en el centro del laberinto. Lo que salió
de aquí, ruidosamente, fue la más humillante de las palabras: impotencia. Nadie
pensó —pese a que las teorías y los métodos de Freud estaban ampliamente
difundidos en esos días— en los aspectos puramente psíquicos del problema. Sus
padres pensaron, con la habitual grosería de esa generación materialista, que
estaban ante un caso de deficiencia física. Tónicos, reconstituyentes,
medicamentos le fueron dados para fortalecerlo; tenía un hígado débil… ¿No
sería el hígado la causa? En consecuencia, se le hizo un tratamiento por
deficiencia hepática. Era una falla del cuerpo, no un repliegue del alma.
Quedó doblemente
humillado. No había podido cumplir la orden de su padre; era un incapaz, un
impotente.
Ya he dicho que no era
esto lo que pensaba el doctor Cohen—Miller. Con la manera cruda y directa de
los médicos al tratar estos temas, me dijo: «Creo que si esto se arregla, y si
usted colabora, se va a arreglar, tendrá usted hombre por muchos años».
Tenía motivos para
confiar en sus poderes. Gracias a su tratamiento, Georgie estaba haciendo lo
que nunca había hecho, lo que ninguno de
sus amigos hubiera soñado un año atrás: hablaba en público.
A decir verdad, los
peronistas contribuyeron a este triunfo de Cohen—Miller al privar a Georgie de
su modesto empleo en la biblioteca de Boedo. El dinero que ganaba como asesor
en la Editorial Emecé no era suficiente. Y los peronistas lo obligaron a
renunciar cuando cambiaron su cargo de auxiliar de biblioteca por el de «inspector
de gallineros en los mercados».
Haré aquí una
digresión. Borges siempre creyó que Perón había intervenido personalmente en
este nombramiento ridículo… o quiso creerlo. Lo cierto es que Perón nada había
tenido que ver en esto. Es muy posible que el nombre de Borges, como el de
cualquier otro escritor nacional o extranjero, le fuera desconocido. Borges fue
nombrado inspector de gallineros por un intelectual, uno de los pocos del
movimiento, que tenía gran poder en la Municipalidad, uno de los hombres de
Evita. Este hombre quiso hacerle una broma pesada a un enemigo político.
Una institución
privada, el Colegio Libre de Estudios Superiores, le propuso una serie de
conferencias. Acicateado por el doctor Cohen—Miller, Borges preparó cinco o
seis conferencias y aprendió de memoria los textos. Solía recitarlos con sus
amigas, mientras daba vueltas a la manzana donde estaba el edificio del lugar
en que iba a hablar, generalmente la Sociedad Científica Argentina, en la
avenida Santa Fe.
La primera conferencia
le costó un tremendo esfuerzo, pero acatando las órdenes de su médico y ayudado
por una copita de caña de durazno oriental —que le fue dada por la poetisa
uruguaya Ema Risso Platero—, muy efectiva en el organismo de un abstemio total,
logró hablar y siguió hablando por el resto de los cuarenta años de vida que
aún le quedaban.
Al principio la caña
fue necesaria antes de cada conferencia; muy pronto pudo prescindir del
estimulante. Como ya he dicho, las drogas o el alcohol no tenían ningún poder
sobre él.
Inesperadamente, su
leve tartamudeo, su voz vacilante, una manera de exponer como si cuestionara el
punto tratado, su carencia de afirmación, su timidez, gustaron. Después de la
primera conferencia, la cantidad de público se duplicó y siguió creciendo, aumentando
las ganancias del conferenciante, que tenía un porcentaje sobre las entradas.
Por primera vez en su vida, contó con una cómoda cantidad de dinero en su
bolsillo.
Fue el comienzo de su
popularidad, el despuntar del mítico Borges, el Conferenciante, el profesor, el
Maestro. El autor de esta transformación fue el desconocido doctor
Cohen—Miller.
En la vida de Georgie
fue un gran momento, la primera campanada de su liberación. Pero iba a pasar
mucho tiempo antes de que sonara el carillón.
Cohen—Miller estaba
convencido de que, si había sido capaz de hablar en público, también Borges era
capaz de llevar una vida sexual normal. «No me sorprendería que resultara ser
más capaz en este sentido que muchos hombres», me dijo. Insistía en el punto.
Borges, un hombre convencional en la superficie, vivía bajo el lastre de un
mandato. Su padre le había ordenado que fuera un hombre. Asimismo, necesitaba
casarse para contar con la aprobación de la sociedad; como hombre casado le iba
a resultar más fácil librarse de su sensación de culpa. ¿Entendía yo el punto?
¿Por qué no casarse enseguida, dejando de lado la prueba previa? Le contesté
que yo estaba dispuesta a ayudar a Georgie e ir muy lejos en este sentido, pero
que el casamiento, al menos por el momento, era otra cosa. Yo no podía verlo
como marido. Cohen—Miller dejó de insistir. Me dijo que tratara de inspirarle
confianza, que fuera tierna con él. Él creía que, con la suficiente paciencia,
todas las obsesiones de Georgie iban a desaparecer. Y añadió: «Piense en su
patria, piense en la literatura argentina. Se lo aseguro: no tendrá que
arrepentirse».
En esta larga
conversación, el doctor Cohen—Miller no mencionó ni una sola vez el fuerte
vínculo que unía a Georgie con doña Leonor. Tal vez adivinó el antagonismo que
ya existía entre ella y yo y no quiso aumentarlo. Probablemente pensó también
que, si Borges lograba normalizar su vida, la abrumadora influencia de su madre
iba a irse diluyendo naturalmente, que iba a dejar de actuar como un niño
detenido en su crecimiento.
Creo que Cohen—Miller
acertó en su diagnóstico. Muchos años después Borges me dijo que había tenido
relaciones sexuales con una o dos mujeres. No tengo motivos para dudar de sus
palabras.
A pesar de que en una
de sus cartas habla de su «renovado valor», este valor no fue suficiente para
cruzar la barrera en mi caso. Y yo nunca he sido una mujer emprendedora en este
sentido, ni he necesitado serlo.
Su inhibición es fácil
de comprender. Él quería mi amor. Yo no se lo podía dar. Estábamos en un
callejón sin salida, ya que él no estaba dispuesto a aceptar nada menos.
A todo esto, hubo
cambios en mi vida. Conocí a un hombre. Durante tres años me alejé de mis
amigos y de mi medio. Me porté mal con Borges. Su desesperación me conmovía,
pero yo no podía hacer nada: estaba enajenada. Fue una experiencia muy
negativa, que me demostró que las cosas en la vida no eran como yo las había
imaginado.
Tres años después,
cuando volví a ponerme en contacto con mi grupo de amigos, Borges me pidió que
volviera a verme con Cohen—Miller. Pero algo se había roto entre nosotros. Él
ya no confiaba en mí, ni siquiera como amiga. Por otra parte, en esos tres años
su madre no había estado inactiva.
Hay que dejar algo en
claro: no fue doña Leonor quien castró a su hijo. Quien lo hizo fue su padre.
Pero ella aprovechó las debilidades de Georgie y lo hizo desdichado como ser
humano. A fin de cuentas, él nunca habría podido ser el Jorge Luis Borges que
conoce el mundo sin la rudeza, la crueldad, la devoción, la atención total, la
inquebrantable sed de poder de su madre.
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