Entrevista realizada en el verano de 1976, en Saignon,
Francia. Publicada en Cuadernos Hispanoamericanos, ns. 364-366, octubre-diciembre,
1980, Madrid
- Tal vez sería interesante empezar por hablar de tus hábitos
de lector en un sentido físico social. ¿Cómo llega un libro a tus manos? ¿Lees
libros que compras, que sacas de la biblioteca, que te prestan, que te regalan,
que te mandan?
- Mis primeros libros me los regaló mi madre. Fui un lector
muy precoz y, en realidad, aprendí a leer por mi cuenta, con gran sorpresa de
mi familia, que incluso me llevó al médico porque creyeron que era una
precocidad peligrosa y tal vez lo era, como se ha demostrado más tarde. Muy
pronto me dediqué directamente a sacar los libros que encontraba en las
bibliotecas de la casa. Con lo cual muchas veces leí libros que estaban al
margen de mi comprensión a los siete, ocho, nueve años de edad. Pero otros, en
cambio, me hicieron mucho bien, porque eran libros en alguna manera superiores
a mis posibilidades, pero que me abrían horizontes imaginarios absolutamente
extraordinarios. Con las ideas que había en la gente de mi generación, las
lecturas de los niños se graduaban mucho. Hasta cierta época eran los cuentos
de hadas y después las novelas rosa, y sólo en la adolescencia, los muchachos y
las muchachas podían empezar a entrar en un tipo de literatura más amplio. Yo
franqueé mucho antes todas esas etapas, y la verdad es que mis primeros
recuerdos de libros son una mezcla de novelas de caballería, los ensayos de
Montaigne, por ejemplo, que creo leí a los doce años, fascinado. No sé hasta
qué punto podía comprenderlos. Pero recuerdo que los leí íntegramente en dos
enormes tomos encuadernados y en traducción española. Y eso se mezclaba con
novelas policiales, las aventuras de Tarzán, que me fascinaron en aquella
época; Maurice Leblanc, y luego la gran sacudida de Edgar Allan Poe. Pero me
estoy saliendo de tu pregunta: ¿cómo llega un libro a mis manos? Sigue llegando
de muchas maneras. Están los que yo consigo por mi cuenta cuando paso por una
librería y me gusta un libro sin haberlo hojeado demasiado. Hay una especie de
contacto simpático en el sentido mágico de la palabra; hay algo que me dice que
tengo que comprarlo. No siempre acierto, pero muchas veces sí. Y luego en estos
momentos, por razones obvias, medio mundo me manda libros, y soy el hombre más
odiado por el correo francés y por sus pobres carteros: llegan todos los días a
mi casa con cantidades enormes de paquetes de libros y revistas que vienen de
toda América latina, de Estados Unidos, de Francia, de Bélgica e incluso de
países cuyos idiomas no puedo leer, pero cuyos autores, que me han leído en
traducción, consideran necesario mandarme sus publicaciones, que yo regalo o
pongo en la biblioteca, pero sin poder enterarme de una sola palabra de lo que
dice ese lejano amigo búlgaro, checo o polaco.
- Una vez que el libro está dentro de tu ámbito físico, ¿qué
le pasa? ¿Cuándo lo lees? ¿Lo lees en casa o en el metro? ¿Lees un solo libro o
varios al mismo tiempo? ¿Los terminas siempre, aunque te hayan dejado de
interesar?
- Cuando un libro está en mis manos, desgraciadamente le
pasan cosas malas casi siempre, porque estoy en una época de mi vida en que
cada vez tengo menos tiempo. Por razones que no son literarias, que tienen que
ver con todo el destino de América latina, con todas las cosas que yo trato de
hacer o que me piden que trate de hacer, y que supone con frecuencia muchas horas
de reuniones, de escritura, de lectura de documentos, y además largos viajes en
el curso de los cuales no me puedo concentrar en la lectura. En la medida de lo
posible, esos libros que quiero realmente leer, los dejo ahora en una especie
de rincón privilegiado donde los veo con los ojos del deseo, y en cuanto sé que
tengo un hueco, tres o cuatro horas que pueden ser bastante mías, entonces los
leo, si puedo los leo en mi casa. Hubo una época en que, por razones de mayor
resistencia física, podía leer en el metro, en los cafés. Puedo hacerlo ahora
también, pero con una menor concentración. Prefiero estar en mi casa y leerlo
tranquilo. Además, desde muy joven adquirí una especie de deformación
profesional, es decir, que yo pertenezco a esa especie siniestra que lee los
libros con un lápiz al alcance de la mano, subrayando y marcando, no con
intención crítica. En realidad alguien dijo, no sé quién, que cuando uno
subraya un libro se subraya a sí mismo, y es cierto. Yo subrayo con frecuencia
frases que me incluyen en un plano personal, pero creo también que subrayo
aquellas que significan para mí un descubrimiento, una sorpresa, o a veces,
incluso una revelación y, a veces, también una discordancia.
Las subrayo y tengo la costumbre de poner al final del libro
los números de las páginas que me interesan, de manera que algún día, leyendo
esa serie de referencias, puedo en pocos minutos echar un vistazo a las cosas
que más me sorprendieron. Algunos epígrafes de mis cuentos, algunas citaciones
o referencias salen de esa experiencia de haber guardado, a veces durante
muchos años, un pequeño fragmento que después encontró su lugar preciso, su
correspondencia exacta en algún texto mío.
- Antes, en la Argentina, ¿tenías hábitos de lectura
diferentes a los de ahora? -Me imagino que ahora tendrás mucho menos tiempo
para leer que en tus días de maestro de provincia o de traductor oficial- ¿Cómo
te ha afectado la necesidad de seleccionar con criterios diferentes a los de
tus años de escritor desconocido?
- En principio leo un solo libro, pero quizá para tu
sorpresa, leo más poesía que prosa, más ensayos que ficción, más antropología
que literatura pura; sucede que, a veces, llevo adelante paralelamente dos
cosas muy diferentes. Por ejemplo, en el momento en que te grabo esto estoy
leyendo un libro de poemas de Robeit Duncan y, al mismo tiempo, un libro de
cuentos de Piérrette Flétaux. Me hace bien pasar de uno a otro. No sé, tengo la
impresión de que los libros se estimulan, que hay una interacción y que, con
bastante frecuencia, esos dos libros que leo, si no simultáneamente,
consecutivamente, son dos libros que son amigos, que han nacido para sentirse
bien el uno con respecto al otro, aunque haya una diferencia total como puede
haber entre los poemas de Duncan y los cuentos de Piérrette Flétaux.
Otro detalle de deformación profesional es que, en principio,
yo termino siempre un libro, aunque me parezca malo. Hubo una época en que esto
fue una obsesión y hoy lo lamento, porque he leído muchos novelones y muchos
libros de poemas insoportables, confiando siempre en que, en las últimas diez
páginas encontraría el gran momento, algo que rescataría la totalidad de la
obra. Alguna vez pudo haber sucedido, pero en la mayoría de los casos, cuando
cincuenta páginas de un libro son malas, es difícil que el resto se salve. Es
como un match de box: si hay una primera mitad que es mala, sólo un milagro
puede cambiar la cosa en la segunda mitad. De manera que ahora que tengo menos
tiempo, que estoy en los días en que voy a cumplir sesenta y dos años, -te das
cuenta, ¿no?, ahora puedo decir "Sesenta y dos, modelo para
desarmar"- sucede que algunos libros no los termino. Los latinoamericanos,
los jóvenes, me mandan novelas y libros de poemas que, con alguna frecuencia,
me parecen malos hacia el primer tercio del libro, y entonces me limito a
guardarlos y no los termino.
- ¿ Lees mientras escuchas música, o hablas por teléfono, o
esperas en el aeropuerto?
- Jamás he podido leer escuchando música, y ésta es una
cuestión bastante importante, porque tengo amigos de un nivel intelectual y
estético muy alto para quienes la música, que en ciertas circunstancias puedan
escuchar concentrándose, es al mismo tiempo una especie de acompañamiento para
sus actividades. Esto lo comprendo muy bien en el caso de los pintores: tengo
amigos pintores que pintan con un disco de fondo o la radio. Pero en el caso de
la lectura, yo creo que no se puede leer escuchando música, porque eso supone
un doble desprecio o un desprecio unilateral: o se desprecia la música o se
desprecia lo que se está leyendo. La música es un arte tan absoluto, tan total
como la literatura, y el músico exige que se le escuche a full time lo mismo
que cualquiera de nosotros cuando escribimos. Personalmente me apenaría, me
decepcionaría, enterarme de que alguien, a quien estimo intelectualmente ha
leído un libro de cuentos míos al mismo tiempo que estaba escuchando una fuga
de Bach o una ópera de Bertold Brecht. En cambio puedo, sí, leer mientras
espero en un aeropuerto o a alguien en un café, porque ésos son los vacíos, los
tiempos huecos que uno no ha buscado por sí mismo, sino que los horarios de la
vida, digamos, te condenan de golpe a media hora de espera; y entonces, tener
un libro en el bolsillo y concentrarse en él, en ese momento, por un lado anula
el tiempo del reloj y, por otro lado, te crea una sensación de plenitud. Y no
esa especie de mala conciencia que, también por deformación intelectual, tengo
yo, en el sentido de que si me paso mas de diez minutos sin hacer algo, sea lo
que sea, tengo la impresión de que soy ingrato con ese hecho maravilloso que es
estar viviendo, tener ese privilegio de la vida. Y es algo que siento cada vez
más, mientras mi vida se acorta y va llegando a su término ineluctable, si me
permitís la palabra tan cursi.
- Antes preguntaba si los hábitos de lectura en la Argentina
¿eran diferentes a los de ahora?
- Desde luego, en mi juventud en la Argentina, mis hábitos de
lectura eran obligadamente diferentes. Tenía mucho más tiempo en mis días de
maestro o profesor de provincia o de traductor oficial, y eso, evidentemente,
me ha obligado actualmente a seleccionar de una manera mucho más draconiana lo
que leo. Por ejemplo, hubo una época en mi vida en que, al margen de la
literatura para mí importante -la gran poesía, la gran novelística-, yo
encontraba tiempo y momentos para leer una incontable cantidad de tonterías.
Por ejemplo, entre los dieciocho y los veintiocho años me convertí en un
verdadero erudito en materia de novela policial. Incluso, con un amigo, hicimos
la primera bibliografía crítica del género de la novela policial, que dimos a
una revista cuyo primer número no alcanzó a salir, lo cual es una lástima,
porque era bastante interesante. Sobre todo, porque le habíamos hecho un
prólogo firmado por un falso erudito inglés... (nosotros dos, naturalmente) y
que hubiera impresionado profundamente a muchos intelectuales argentinos. Llegó
un día en que la novela policial completó en mí su ciclo y la abandoné después
de haber leído, todas las obras maestras del género de aquella época.
Hay ciertos campos de la literatura, como eso que llaman la
ciencia ficción, que ignoro profundamente. He leído tres o cuatro de los libros
más famosos porque me parecía necesario, e incluso encontré buenas cosas en
ellos. Pero como no es un género que me parece fundamentalmente importante en
la literatura, también lo dejé de lado.
Eso lo hice con otras cosas en la vida: lo hice con el
ajedrez, que es un juego qué me apasionó de joven, pero que un buen día me
empezó a tomar demasiado tiempo y entonces lo eliminé.
Actualmente leo con un criterio bastante severo: es decir,
que completo algunas lagunas: leo esos clásicos que se me fueron pasando a lo
largo de la vida, o bien leo cosas actuales, contemporáneas, pero buscando
acertar en lo posible con libros que no me hagan perder tiempo.
- ¿Lees o leías muchas revistas y periódicos? Al estudiar
Rayuela, pongamos por ejemplo, como mapa de tus lecturas, me llevé la impresión
de que seguías lecturas sobre física, química y matemáticas. Mencionas cosas de
Planck y de Heisenberg. Un colega mío me ha observado de que eso podría ser una
especie de turismo de la ciencia, hoy común entre muchos escritores. ¿Hasta qué
punto te interesan las ciencias?
- No soy un gran lector de revistas y periódicos, pero llega
una cantidad tan enorme a mi casa, que finalmente he comprendido que las
revistas latinoamericanas, sobre todo, son importantes en la medida en que por
lo menos una lectura en diagonal, una visión general del sumario y un vistazo a
los artículos más importantes, son una puesta al día de un montón de cosas que
los libros y la mera información no pueden darte. Entonces, cuando me llega un
número de Plural, o un número de Cambio, o un número de cualquier revista
norteamericana como Review y tantas otras, las miro y me detengo a veces
largamente en algún artículo que me interesa por múltiples razones.
- ¿Eres rutinario y fiel lector del diario? ¿Te puedes pasar
varios días sin leer siquiera Le Monde? Cuando estás viviendo en París, ¿lees
diarios extranjeros como cosa habitual?
- En cuanto a los periódicos, como prácticamente lo hace toda
la población de Francia, leo Le Monde, que es ese diario que en veinte minutos
te da una síntesis de tipo mundial, relativamente objetiva como puede darla
cualquier diario de este mundo, y que me permite estar un poco al tanto de lo
que está sucediendo fuera del lugar donde me encuentro.
Ahora, al final de estas preguntas que me estás haciendo,
decís algo que quiero aclarar porque me parece que es una cuestión de
honestidad: las menciones de físicos, de científicos como Plank y de Heisenberg
que hay en Rayuela responden, sí, a eso que tu colega llama "un turismo de
la ciencia". Pero es un turismo que no es completamente gratuito, porque a
lo largo de mi vida, siempre que he podido acercarme a esos artículos de
divulgación en donde problemas de física pura o alta matemática son presentados
de manera de que alguien como yo, que ignora la física y las matemáticas puede,
de todas maneras, tener una idea global y general de la cosa, los he leído
siempre apasionadamente porque su reflejo sobre la literatura me parece
evidente y total.
Es el mismo caso de la filosofía: yo no soy capaz de leer, en
su texto original, los grandes textos de la metafísica de Heidegger. Pero, en
cambio, he podido leer conferencias de Heidegger en donde él simplifica su
punto de vista.
Como es el caso también de Einstein y su teoría de la
relatividad. Y de ciertos textos de Heisenberg y de Oppenheimer. Esos textos
que te ponen un poco más al alcance de la mano los grandes descubrimientos, las
grandes entrevisiones de la matemática y la física moderna tienen una tal
relación con nuestra visión literaria y poética, con nuestra nueva manera de
sentir e interpretar la realidad como una cosa infinitamente más porosa y menos
escolástica que en siglo XIX y los precedentes, que estoy contento de haber
hecho ese "turismo de la ciencia". Las citas que hay en Rayuela
espero que no te den una impresión de pedantería; o sea que te puedan dar la
falsa impresión de que yo pretendo conocer a fondo esos textos. No, desde luego
que no los conozco. Son simples citas, referencias, frases que en un momento
dado han sido para mí una revelación, una iluminación.
Es un poco el caso también de la metafísica oriental: el
budismo Zen, por ejemplo, que durante muchos años, en la época de Rayuela,
seguí a través de los textos de Suzuki que en aquel momento llegaba a Francia y
podía ser leído en inglés y en francés, y que significó para mí una tremenda
sacudida de tipo existencial. Y cuando digo existencial pienso también en mi
paciencia bastante meritoria de haber intentado descifrar largos textos muy
difíciles y muy abstrusos de Jean Paul Sartre. Y todo eso para mí ha sido una
especie de coagulación de muchas cosas necesarias para la literatura. Creo que
el novelista que sólo vive en un campo de novelas, o el poeta que sólo vive en
un campo de poesía, tal vez no sean grandes novelistas ni grandes poetas. Creo
en la necesidad de la apertura más amplia. En el fondo mi gran parangón, mi
gran ejemplo ideal en este caso es alguien como Leonardo da Vinci; es decir, un
Leonardo que lo mismo se interesa por la conducta de una hormiga que circula en
una pared y cuyos movimientos le preocupan porque no los comprende
racionalmente, y que dos minutos después está en condiciones de elaborar una teoría
estética basada en altas matemáticas, en nociones de perspectivas, etc. Yo no
soy Leonardo, mi plano es muchísimo más modesto, pero Rayuela es, de alguna
manera, una tentativa de visión leonardesca. Es decir, esa nostalgia que fue la
gran nostalgia, el gran deseo del Renacimiento; es decir, una especie de mirada
universal que todo lo comprendiera. Yo no comprendo nada, pero el deseo estaba
ahí y la intención también.
- En América latina existen dos tipos principales de
escritores en cuanto lectores. Los que leen poco o dicen leer poco y, por tanto
concluyen que su obra está exclusivamente forjada por la intuición. Los otros,
como Borges, Sarmiento y tú, para mencionar sólo argentinos, son voraces
lectores. Sin embargo, tú has dicho en más de una ocasión que escribes cuando,
en el momento más inesperado, entras en el swing. También has dicho que te
consideras un intuitivo. ¿Podrías hablar sobre lo que para ti constituye la
relación entre ese swing o intuición y su trasfondo en tu conciencia o
experiencia de lector?
- Aquí planteas una cuestión que puedo contestarte, creo, con
bastante claridad. Es cierto que hay gente que pretende proteger su intuición
manteniéndose en un cierto plano de ignorancia. Esa gente no tiene nada que ver
conmigo. Tengo la impresión de que intuición es una facultad que se gana, que
se mantiene, y sobre todo, que se incrementa a base de una especie de
honestidad profunda frente a la realidad; es decir, tratar en la medida de lo
posible de estar abierto a lo que pasa, a lo que se ve, a lo que se siente sin
anteponerle anteojeras de tipo erudito, de tipo escolástico, eso que se llama
"la educación" e incluso "la cultura". Pero dicho esto,
pienso que un hombre culto que, al mismo tiempo, tenga esa honestidad, esa apertura
franca y abierta, tiene mucha más ventaja que un hombre ignorante por lo que se
refiere al alcance, en último término, de su intuición. Los niños son
intuitivos por naturaleza, pero su intuición no va demasiado lejos. Lo
importante es saber guardar esa calidad intuitiva del niño, esa virginidad de
la mirada, del olfato, de los sentimientos, y reforzarla a lo largo de la vida
con la cultura, con el paralelismo de millones de cosas que se van acumulando
en la memoria, que se van entretejiendo entre ellos y que facilitan la
intuición.
Por eso, cuando yo he dicho, y tú lo citas aquí, que escribo
en esos momentos bastante inesperados en que entro en una especie de swing, es
absolutamente cierto. Por ejemplo, estos dos últimos días los he pasado
trabajando en un cuento que terminé anoche y que revisé y empecé a copiar en
una primera versión esta mañana y que nació, como de costumbre en mi caso, por
un swing, es decir, una especie de idea básica de cuyo final no tenía yo una
noción precisa y que me obligó a ponerme en la máquina y olvidarme bastante de
lo que sucedía en torno de mí hasta terminarlo. Pero, sin embargo, cuando lo
releí esta mañana pude perfectamente darme cuenta que todo lo que pueda haber
de intuitivo, de espontáneo en ese swing, esa manera de escribir que me conocés
bien, está apoyado, respaldado y controlado por una cultura, un backround que
me impide caer en eso tan frecuente en los escritores que se inician; es decir,
el hecho de mezclar, indiscriminadamente, momentos muy felices, intuiciones
extraordinarias seguidas de una serie de tonterías, de repeticiones, de
adjetivación inútil, de explicar cosas que no hay que explicar, de repetir
cosas que no había que repetir. Es decir, que mi sentido de autocontrol, de la
autocrítica es un sentido absolutamente cultural que yo, por supuesto, no tenía
cuando era joven. Me basta para eso releer textos míos escritos a los dieciocho
años. En este momento el swing sigue operando porque yo cuido mi intuición por
sobre todas las cosas y, por lo tanto, espero el swing, espero ese sentimiento
rítmico que me lleva al trabajo. Pero detrás de eso y, sobre todo, en el
momento de darle el visto bueno está todo el aporte de muchos, muchos años de
vida de equivocaciones o de aciertos, de comparaciones, de paralelismo y unas
cuantas decenas de miles de libros leídos que no puedo recordar en detalle,
pero que están allí en esa memoria que, como la del Funes de Borges, en el
fondo guarda todo, hasta la última hojita de un árbol.
- La obra de Borges ha sido calificada de ser un ejercicio de
agotamiento de la literatura. Uno de tus personajes de Rayuela (pag.503) dice:
"¿Para qué sirve un escritor si no puede destruir la literatura?"
¿Cómo difiere para ti la literatura de tus lecturas? Y si no difiere, ¿qué
relación guarda tu propósito destructivo, con la lectura de obras que tú
consideras afines a la tuya? Digamos, por ejemplo, la obra de Durrell
(Alexandria Quartet), Queneau (Les Fleurs Bleues), Breton (Nadja), Butor
(Mobile o L'Emploi du temps), Nabokov (Pale Fire).
- Esto que estoy diciendo creo que empalma con tu pregunta
con respecto a esa frase de uno de los personajes de Rayuela, que dice:
"¿Para qué sirve un escritor si no puede destruir la literatura?"
Esto hay que entenderlo como una paradoja, si querés. Es decir, cuando se habla
allí de literatura, se está hablando justamente de la literatura no intuitiva,
de la literatura únicamente basada en la cultura. Lo que yo podría llamar la
literatura de herencia. Supongo que sabés muy bien, que conocés muy bien esos
escritores que pueden escribir una obra bastante decorosa, pero que basta
rastrear un poco para darse cuenta de que no contiene absolutamente nada de
original, sino que es una habilidad estilística lograda escolarmente y
experimentalmente, y luego apoyada en una serie de valores heredados y de
ninguna manera en aperturas que aquí podemos calificar de destructivas en la
medida en que son nuevas, en que ponen en crisis toda una manera de ver el
mundo, toda una manera de concebir la relación entre los seres humanos, una
especie de "disjunción", si existe la palabra, una especie de salir
por la ventana en vez de salir por la puerta, o quizá salir por el espacio que
existe entre la puerta y la ventana. Ese es el escritor que yo he tratado de
ser y que quizá, en algunos momentos, he podido ser; acaso en algunos momentos
de Rayuela, justamente. En ese sentido, de ninguna manera tienes que entender
en esa frase una intención ilícita; es decir, yo no soy alguien que quiere
destruir la literatura por la literatura misma. Está implícita en esa frase la
noción de lo que yo considero literatura mala o inútil: digamos inútilmente
repetitiva. Y es por eso, te lo digo incidentalmente, -a lo mejor más adelante
me preguntás sobre eso- no sé, es por eso que siempre me ha fascinado, en la
literatura y en las artes, todo lo que es marginal, todos los francotiradores:
los pequeños escritores que en un libro o dos, y a veces en muy pocos textos,
han conseguido lo que luego grandes académicos con 25 tomos no consiguieron
jamás. Es decir, que la obra de un Alfred Jarry, con todo lo que tiene de
mediocre en muchos planos, alcanza en algunas instancias lo que no consiguen
las obras completas de François Mauriac. Y entonces Jarry y Daumal o tantos
otros, o Boris Vian, me interesarán a mí infinitamente más que los François
Mauriac. Y es por eso que, por ejemplo, en el plano del Río de la Plata, me
interesa alguien como Felisberto Hernández.
- ¿Existiría algún paralelo entre el lector macho, es decir,
edificador de un orden, con el escritor capaz de destruir la literatura para
conseguir desde ahí elaborar una nueva obra? ¿Qué tipo de lector (hembra/macho)
eras tú, digamos, al leer Don Quijote, Dr.Fausto, Impressions d´Afriyue,
Nastromo, The Alexandrian Quartet, Zazie dans le metro?
- No comprendo demasiado esa referencia a un posible paralelo
entre el lector macho, es decir, edificador de un orden, según vos, con el
escritor capaz de destruir la literatura para conseguir desde allí elaborar una
nueva obra. Creo que estás mezclando elementos heterogéneos. En todo caso no lo
comprendo demasiado. Cuando me preguntás qué tipo de lector -si lector hembra o
lector macho- era yo cuando leía una serie de libros que citás, empezando por
El Quijote, te diré que yo como lector nunca tengo una actitud agresiva que
parecería a priori ser el signo de la virilidad. Aunque todo esto, sabemos muy
bien que es un juego muy relativo. Mi conducta de lector, tanto en mi juventud
como en la actualidad, es profundamente humilde. Es decir, te va a parecer
quizá ingenuo y tonto, pero cuando yo abro un libro lo abro como puedo abrir un
paquete de chocolate, o entrar en el cine, o llegar por primera vez a la cama
de una mujer que deseo; es decir, es una sensación de esperanza, de felicidad
anticipada, de que todo va a ser bello, de que todo va a ser hermoso. No tengo
ninguna prevención previa. Y te lo digo porque estoy acostumbrado a hablar con
lectores que abren un libro casi como quien pega una bofetada: es decir, están
enojados por adelantado. Si el libro es realmente muy bueno, los aplasta y los
vence. Pero, en la mayoría de los casos, su actitud es agresiva y se diría casi
que están esperando que el libro sea malo y que ese va a ser el gran triunfo de
ellos como lectores si es que el libro es malo, para que les sea posible decir
después que es malo. Eso se advierte con frecuencia en la crítica de tipo
periodístico. Es cierto que cuando se habla de crítica periodística el adjetivo
anula al sustantivo, si crítica es sustantivo... vos sabés que yo en materia de
gramática soy un animal. Pero para volver a lo mío, mi actitud es una actitud
ingenua y me alegro profundamente de eso. Me alegro de que cuando abro un libro
lo abro como una especie de premonición de goce, de que todo va a estar muy
bien. Y claro, si las cosas no salen así, bueno, abandono el libro o lo termino
con una cierta decepción. Pero no importa, en ese sentido soy un gran
cronopio... ¿te acuerdas aquello de que los cronopios cuando viajan, aunque
todo les salga mal siempre están convencidos de que todo está bien y que la
ciudad es muy linda, y que a todo el mundo le sucede lo mismo y que ellos no
son ninguna excepción? Bueno, a mí me pasa lo mismo leyendo...
- ¿Al leer estás conciente de que utilizas abordajes
distintos a diferentes géneros o tipos de discurso? Pongamos, al leer, Paradiso
de Lezama Lima, te vas perfilando en un tipo de conciencia lectora diferente de
la que se te formaría al leer un libro de Wittgenstein?
- Por lo que te dije antes, tu pregunta no tiene ya mayor
sentido. Cuando leo un libro, no me pongo nunca en lo que llamas "un tipo
de conciencia lectora", diferente o especializada, tanto si se trata de
Paradiso o de un libro de Wittgenstein. En los dos casos los asumo con la misma
actitud ingenua y esperanzada. Es evidente que luego el libro influye en vos y
te obliga a adoptar ciertos módulos, seguir ciertos parámetros, ser más serio o
estar en una actitud de ensoñación mayor, leerlos con un margen más grande de
imaginación o literalidad. Pero mi actitud central es exactamente la misma
frente a cualquier cosa que lea; es decir, no hay presupuesto, no hay ningún a
priori. Yo abro un libro sin tener en cuenta, en principio, el tipo de
literatura o de ciencia o de poesía que voy a encontrar dentro.
- ¿Qué huella ha dejado entre tus estrategias de lectura el
haber trabajado en traducciones?
- Bueno, ha debido dejarme muchas huellas en materia de
lectura. Hay una, a veces bastante desagradable y es que cuando yo leo
traducciones, digamos, el conocimiento profesional de la técnica de la
traducción hace que yo sea hipersensible a los macaneos del traductor; macaneos
que conozco demasiado bien por cuanto yo soy uno de los muchos que ha macaneado
como traductor. No hay traductor perfecto, y con mucha frecuencia me molesta
cuando leo una traducción del inglés o del francés si no tengo el original a
mano; me molesta ver las imperfecciones, los malentendidos, las pequeñas
torpezas por una falta de conocimiento del lenguaje oral o por un simple
descuido. Pero al margen de eso, yo no creo que el hecho de traducir haya
modificado mi conducta de lector, porque la magia de lo que estoy leyendo me
atrapa enseguida y luego en algunas páginas ya no sé si estoy leyendo un
original o una traducción, depende simplemente de la calidad del libro, de que
él consiga poseerme lo suficiente como para que yo me olvide de la letra y esté
profundamente metido en la textura total del libro, ya sea en versión original
o traducida.
- Creo que ha sido en La Vuelta donde dijiste que habías
leído Impressions d'Afrique en un verdadero estado de alucinación. ¿Qué otras
lecturas te han provocado una reacción parecida? ¿Qué otras de Roussel has
leído?
- Es cierto, hay obras que crean en mi un estado
alucinatorio. Ese mismo estado que luego, en el curso de mi vida, se puede
desencadenar mientras estoy viajando en el metro, o hablando con alguien o
tomando café, o despertándome; una especie de estado de pasaje en que me coloco
del otro lado del puente y veo las cosas de otra manera. Eso a veces, en mi
caso, da un cuento o un comienzo de una novela. Como lector, la impresión, la
sensación, el estado alucinatorio me lo provocan ciertos libros, y Impressions
d'Afrique, de Roussel, lo mismo que Locus solus, son dos excelentes ejemplos.
Como mi memoria declina, en este momento no te puedo decir
qué otras lecturas han podido provocar en mí una reacción parecida salvo, -y te
vas a reír mucho- La Ilíada. Fijate que yo leí La Ilíada a los dieciocho años
en una versión española basada en la traducción francesa de Leconte de Lisle,
es decir, la versión de una traducción. Bueno, a pesar de todas las mediaciones
que eso significaba, la lectura de La Ilíada fue para mí un choque tan tremendo
que recuerdo que avancé en la lectura, sobre todo hacia la última etapa del
desenlace, la lenta aproximación al combate final de Héctor y Aquiles, en un
estado que puedo perfectamente llamar alucinatorio. Incluso recuerdo que en mi
casa se habían dado cuenta de eso y andaban un poco preocupados porque, desde
luego, yo daba vueltas como un zombi por la casa y lo único que me interesaba
era volver a mi habitación para terminar la lectura. Eso, claro, tiene mucho
que ver con la ingenuidad de la juventud.
He releído La Ilíada en mejores traducciones, y aunque la
impresión ha sido siempre prodigiosa, ya no había, digamos, ese estado
prácticamente anormal en que uno deja de vivir en sus condiciones habituales
para pasar a un estado en el que todo es posible y por donde entran las cosas
más inesperadas, más extrañas y a veces más maravillosas.
Ahora, por un juego de la memoria, me viene un recuerdo de
fines de mi juventud, cuando leí Taras Bulba, de Gogol. Recuerdo el estado de
emoción profunda en que llegué al final. Todos los episodios últimos, y eso
también vale para las grandes novelas de Dostoievski, me sorprendieron en un
estado en el que yo no era, no estaba en condiciones normales. En ese caso,
cada uno de esos autores, cada una de esas obras descargaba en mí un contenido
que me sacaba totalmente de mi vida, de mi manera de ser y de mi manera de
pensar.
Cuando algunos lectores míos me han escrito para decirme que
libros como Rayuela y Sesenta y dos, y algunos cuentos habían provocado en
ellos sensaciones y estados parecidos, yo he tenido siempre un sentimiento
maravilloso de recompensa. Como si, a mi vez, me hubiera sido dado, con
respecto a algunas personas, crear, despertar, desatar ese mundo diferente que
crea una lectura, que crea un universo de ficción.
- En Rayuela uno de tus personajes habla de que lleva el
surrealismo en la memoria. La relación de tu búsqueda con la del surrealismo en
cuanto ambas intentan una integración de la filosofía con la literatura ha
quedado ya establecida por la crítica. Lo que no se ha tomado en cuenta es la
relación del surrealismo con los poetas románticos ingleses. Digo, de los
visionarios. ¿Qué lugar ocupan en tu biblioteca?
- Con respecto al surrealismo, tenés razón al decir que mucho
de lo que me toca ya ha sido bastante bien estudiado y establecido por la
crítica.
Ahora, con respecto a la relación del surrealismo con los
poetas románticos ingleses, yo no la veo de una manera objetiva. Mi reacción ha
sido diferente en los dos casos, aunque los leí paralelamente porque mi
descubrimiento del surrealismo allá en Buenos Aires coincidió con el de los
poetas románticos ingleses. Pero creo recordar, y es un sentimiento que
mantengo hoy, una diferencia bastante precisa. Lo que podemos llamar los
visionarios de la poesía romántica inglesa no alcanzan, para mí, la especial
dimensión que tiene el surrealismo francés, aunque van mucho más allá que él en
algunos planos. Yo creo que los momentos mas altos de William Blake, y en otro
terreno de Shelley, y sobre todo de John Keats, van mucho más allá de lo que
pueden haber escrito o entrevisto los surrealistas franceses contemporáneos.
Pero es un más allá diferente; un más allá dentro de una línea -diríamos-
tradicional, dentro de la noción humanística del hombre; como salir de la
tierra para llegar a la luna siguiendo una continuación coherente. En el caso de
los surrealistas franceses, no se trata de salir de la tierra para llegar a la
luna, sino de salir de la tierra para volver a ella y encontrarla diferente: el
"il faut changer la vie", de Rimbaud. Y si te cito a Rimbaud, sabés
muy bien que aunque no se le puede incluir concretamente entre los
surrealistas, éstos últimos no existirían sin él. Y en el fondo, Rimbaud
contiene el árbol como lo contiene la semilla; es decir, todo está ya en él.
- ¿En que época leíste a los románticos de habla inglesa:
Blake, Poe, Keats? ¿Los leíste en conjunto o se te han ido presentando
desconectadamente a través de los años?
- Bueno, primero fue Poe de niño; leí los cuentos en española
y luego los poemas, también en la famosa traducción de Blanco Belmonte, que
circulaba en las casas de nuestros padres y nuestros abuelos. Cuando aprendí
por mi cuenta el inglés, llegué a Blake y a Keats casi enseguida. Casualidades:
probablemente debo haberme enterado de su existencia en historias de la
literatura, artículos que uno lee en la juventud, y fui encontrando en
librerías las obras de ellos. Nunca los leí de manera sistemática. Se me
presentaron siempre desconectadamente antes o después. Por ejemplo, la lectura
de Keats me llevó más sistemáticamente a los isabelinos; por la gran admiración
que él tenía por Shakespeare, para empezar. Y luego, el ciclo isabelino me
llevó a leer a Philip Sidney, por ejemplo; a ver cómo era la famosa traducción
de Homero de Chapman, que tanto había impresionado a Keats y que le hizo
escribir el maravilloso soneto en donde al final confunde a Balboa con Cortés.
Y de allí pasé a los sonetistas: a Walter Raleigh, a toda la gente del ciclo
isabelino. Y por ahí llegué a John Donne, que también ha sido una de las
grandes experiencias de mi vida. A pesar de la dificultad de interpretación que
tengo con Donne, porque su inglés es realmente muy difícil y nunca tuve
paciencia como para leerlo con diccionario y trabajo crítico. Luego,
naturalmente, Byron y Shelley y llegaron prácticamente junto con Keats. Y creo
que el ciclo romántico del siglo XIX y el ciclo isabelino fueron lecturas
paralelas en mi caso.
- ¿Verlaine, Nerval, Mallarmé y compañía?
- También fueron paralelas las lecturas de los simbolistas
franceses que citás: Verlaine, Nerval, Mallarmé y todos los demás. Yo aprendí,
es decir, me acordé del francés de nuevo -porque lo guardaba evidentemente en
el subconciente por mi nacimiento en Europa-, recordé el francés al mismo
tiempo que aprendí el inglés, y como me fascinaban los dos idiomas, la lectura
de los simbolistas franceses se hizo paralelamente con mi lectura de los
ingleses. Luego llegó el día en que entré en la literatura moderna francesa, y
esto -aunque te parezca extraño- por la puerta de Jean Cocteau. Al azar compré
un libro de Cocteau que se llama Opio-Diario de una desintoxicación, un libro
para mí maravilloso porque Cocteau habla de sus amigos, de sus lecturas, de sus
gustos y sus disgustos, y por la puerta de sus paradojas, de sus frases
brillantes, de su admirable capacidad de síntesis de lo literario y de lo
poético me metió de golpe en todo el mundo contemporáneo de Francia, salvo los
surrealistas, con los que él no tenía la menor afinidad y que yo descubrí luego
por mi cuenta y riesgo.
Curiosamente, al ir envejeciendo, hay poetas que se me caen,
como te pasará a vos. Se me caen, se me olvidan, dejan de serme vitales. No es
así el caso de los románticos ingleses. Cada tanto tomo mi Shelley, mi Blake,
mi Coleridge -ése es uno de los grandes- y, por encima de todos para mí, -no
hablo en sentido absoluto- por encima de todos, John Keats... Ellos siguen
teniendo la misma fuerza, la misma eficacia poética que tenían en el momento en
que más ingenuamente y más juvenilmente los leí por primera vez. Si eso es una
prueba de permanencia poética, pues, en mi caso creo que soy una buena prueba
de la calidad invariable de esos poetas que te cito.
- Además de Wallace Steven, Poe, Whitman y Ginsberg, ¿qué
otros poetas angloparlantes lees? ¿Los encuentras también visionarios?
- ¿Qué otros leo? Oh, leo montones. Hace rato te cité a
Robert Duncan; todo ese movimiento de San Francisco de los años cincuenta. Yo
los seguí bastante de cerca. Sabes que yo fui muy amigo, como un hermano, de
Paul Blackburn, y Blackburn, como poeta y como amigo, me puso en las manos montones
de libros de los que yo no tenía idea y que me revelaron todo ese mundo, no
sólo digamos la escuela de San Francisco, sino de la llamada escuela de Nueva
York. Cada vez que he ido a los Estados Unidos en estos últimos años me he
venido con una brazada de libros y de plaquetas comprados allá porque en
Francia es más difícil conseguirlos. Y, además, los leo en las múltiples
revistas que me llegan de los Estados Unidos. Pero en su conjunto, y respondo a
tu pregunta, no los encuentro particularmente visionarios. Lo que me gusta en
ellos es esa manera de buscar contacto con la realidad. La mayoría son en el
fondo profundamente realistas, pero no en el sentido pedestre del término, sino
descubriendo en la realidad lo que yo mismo, a mi manera, trato de descubrir en
cuentos y en novelas: es decir, todos esos aspectos, esas facetas, esos
reversos que se le escapan a la visión condicionada y cotidiana. No, no creo
que sean visionarios, pero, acaso, en nuestro tiempo ser visionario sea
justamente eso y no caer en la manera de ser visionario de Shelley, es decir,
en la utopía irrealizable, en la extrapolación de esperanzas y de deseos que
terminan siempre un poco evaporados, un poco abstractos y fuera de esta
terrible pero siempre hermosa realidad que vivimos.
- ¿A estos escritores, a quienes mencionas a menudo, los
relees? ¿O es más bien que te persigue la memoria de una lectura única?
- Sí, soy fiel a ellos. En la medida de mis posibilidades, yo
soy ese hombre que cada tres años relee Los tres mosqueteros. Esto tómalo como
una especie de fórmula metafórica, porque ya cada vez tengo menos tiempo para
eso; además, me gusta leer cosas nuevas, pero en mi biblioteca hay libros a los
que mi mano vuelve y vuelve cada vez que tengo algún momento. Thomas de Quincy,
por ejemplo, es un escritor que me gusta abrir en cualquier página y releer
diez o quince páginas. De William Hazlitt, por ejemplo, me fascina su estilo, y
pienso también en La vida de Johnson, de Boswell. Te estoy citando sobre todo
anglosajones porque vos me ponés en la pista. Pero luego, hablando de
latinoamericanos, vuelvo a Felisberto, vuelvo a Borges, vuelvo a Neruda, vuelvo
a Vallejo. Sí, una vez por mes o quince días yo sé que tengo en las manos
durante diez o quince minutos algún texto de ellos o algún recuerdo, en todo
caso, de ellos.
- En Rayuela uno de tus personajes dice: "No le
atribuyamos a Morelli los problemas de Dilthey, Husserl y Wittgenstein"
(pag.503). ¿Es tu lectura de estos tres filósofos contemporánea a la escritura
de Rayuela?
- Bueno, ya te expliqué antes que mi lectura de esos
filósofos no es profunda y especializada, sino que conozco más bien la
divulgación de su obra. Y luego algunos textos accesibles. Por lo demás,
después de llegar a Francia he leído menos filosofía que en mis tiempos de la
Argentina, por la misma razón que he leído menos de cualquier otra cosa, en la
medida que tengo menos tiempo. Naturalmente hay una acumulación a lo largo de
los años, pero calculándola por horas o por días, he leído digamos menos en
Francia que en la Argentina, donde, como Mallarmé, "J'ai lu tous les
livres".
- ¿Registran tus más recientes preferencias en filosofía
algún viraje distanciador de tus antiguos gustos (Kant, Spinoza, Vico)?
- No te puedo decir que lo que he leído de filosofía aquí haya
podido producir un viraje con relación a mis antiguos gustos. No estoy
demasiado al tanto de lo que sucede en la filosofía pura, que por lo demás,
como vos sabés, ha salido un poco del circuito de los legos, de los
aficionados. En realidad, yo pasé de la filosofía pura que leía en Argentina:
Aristóteles, Platón, Kant, pasé, digamos a la antropología, un poco a través de
Cassirer, a quien leí enormemente en mis últimos años de la Argentina y que me
influyó mucho. Y luego la antropología en la línea de Lévy-Bruhl y luego, más
tarde, Lévi Strauss. Yo pienso que ese tipo de antropología me mostró una serie
de dimensiones que funcionaban dentro de la órbita de mis intereses literarios,
que eran al mismo tiempo y son mis intereses de tipo vital. Esa nueva concepción
de la mentalidad primitiva con todas las diferencias que hay entre los dos Lévi
me fascinó y me fascina, porque la lectura de esos estudios amplifica
enormemente la concepción cotidiana de la inteligencia humana, de la conducta
humana, de la relación del hombre con su universo. Y eso, pienso yo, en libros
como Rayuela y, entre líneas, en muchos de mis cuentos y otros textos, se hace
sentir de manera bastante marcada. Aquí, por ejemplo, en este pueblito de
Saignon donde paso el verano, cada vez que me encuentro con los campesinos de
la región, de quien soy muy buen amigo, nos tomamos juntos un trago y hablamos;
me fascina escucharlos, dejarlos hablar y darme cuenta cuál es su
weltanschauung, cómo ven el mundo, cómo es. Hasta qué punto llega su visión,
cuál es el peso de la tradición y los prejuicios y el trabajo de la propia
inteligencia, muchas veces agudísima y crítica. Para eso me ayuda mucho el
conocimiento previo de los comportamientos, de la mentalidad humana en
contextos históricos diferentes. No quiero decir que cualquier otro no podría
sacar las mismas conclusiones. Pero creo que la lectura de escritores como
Malinovsky o Lévy-Bruhl o Lévi Strauss me vuelve más receptivo a determinadas
cosas que dicen aquí los campesinos y que, con mucha frecuencia, no es
comprendido o produce una cierta sorpresa o escándalo o risa en la gente
"culta" que los escucha.
- ¿Entre las aficiones literarias de Horacio está Gilgamesh?
¿Por qué te interesa? ¿Y Arcimboldo? ¿Y Akutagawa?
- Me dívierte que me preguntes sobre el interés de Horacio
por Gilgamesh. Lo que pasa es que Gilgamesh es una de esas epopeyas primitivas
que por ahí uno lee, ¿no? Y toda la saga de Gilgamesh, que creo que leí en un
Albatross o en un Penguin o en una de esas ediciones en que los textos están
modernizados, me fascinó mucho y probablemente por eso se la cita en Rayuela.
Me había olvidado completamente de esa referencia.
Supongo que te referís a Arcimboldo, el pintor italiano, un
gran cronopio que hacía caras con legumbres o con el ciclo de las estaciones:
si uno mira bien, las caras se descomponen en cebollas, zanahorias y lechugas.
Bueno, sí, es un pintor divertido, tiene ese lado surrealista avant la létre
que siempre es fascinante.
En cuanto al japonés Akutagawa, que no es todo lo conocido
que debiera serlo, conocí sus obras en Buenos Aires porque alguien que vivía
allí tradujo al español un par de libros de él en donde está, por cierto, el
cuento Rashomon, que es admirable, y otro que se llama Los engranajes. Es un
libro autobiográfico de Akutagawa, escrito poco antes de su suicidio y que, de
alguna manera, es una especie de Césare Pavese japonés: un poco por su propio
destino y otro poco por el tipo de meditación.
- ¿Te gustan las novelas de Mishima, Tanazaki o Kawabata?
- Ah, veo que te interesan los japoneses. De todos esos que
citás, conozco a Mishima. No sé cómo se llama el libro en español; yo lo conocí
en versión francesa, Le marin rejeté par le mer, y también Las confesiones de
una máscara. Me parecieron dos excelentes libros. Pero a los otros dos no los
conozco.
- Entremezclada en el afán irónico de tu obra, ¿estaría acaso
el mentar autores inexistentes?
- No sé, tal vez por ahí por divertirme habré citado a
alguno, pero no lo hago con ese cuidado sistemático y a veces un poco excesivo
de Borges. No, yo más bien lo que he citado mucho es bichos y cosas
inexistentes, como "mancuspias" y "cronopios" y ese tipo de
cosas, pero autores no creo que demasiado.
- Y Oblomov, ¿cómo diste con él? ¿Representa acaso el anverso
de Oliveira o Calac?
- En cuanto a Oblomov, dí con el por puro aburrimiento ahí
cuando era profesor en Chivilcoy; en la biblioteca estaba Oblomov y entonces lo
leí y coincidí bastante, porque la vida de Oblomov coincidía a la vez con la
mía: él en el libro y yo en mi sillón nos aburríamos igualmente. No sé si
representa el anverso de Oliveira o Calac. Nunca he meditado mucho sobre eso. Y
te diré además, que es un libro que tengo bastante olvidado, a diferencia de lo
que me pasa con los otros rusos: con Chejov o Dostoievski.
- Felisberto Hernández se está poniendo de moda entre los
críticos. El que tú lo menciones en Último round y La vuelta debe haber sido un
factor en eso. Además de Tierras de la memoria, ¿qué has leído de su obra?
¿Verdaderamente la encuentras tan compenetrada con la tuya?
- Bueno, eso de que Felisberto se está poniendo "de
moda" entre los críticos no me gusta nada, porque no es una cuestión de
moda. Los críticos tienen con Felisberto una deuda muy grave y ya sería tiempo
de que la pagaran. Uno de los que le está pagando y muy bien es Ángel Rama, que
ahora en Caracas me pidió un prólogo para la gran edición que está preparando
de Felisberto; y justamente en estos días tengo que ponerme a trabajar en eso:
quiero escribir diez o quince páginas sobre él como presentación para la
edición. Si yo menciono tanto a Felisberto es porque es un gran escritor.
Felisberto es un hombre monocorde; es un hombre marginal; es uno de esos
hombres, uno de esos escritores que, como te decía antes, me interesan porque
no son los François Mauriac ni los grandes bonetes de la literatura; hombre
humilde y marginal que escribió toda su obra en primera persona, hablando
siempre de él, y que, a partir de eso, te saca de las casillas casi
inmediatamente y te mete en otras casillas, en otro mundo. No sé lo que vos
pensás de él, pero haber escrito La casa inundada o Las hortensias o Nadie
encendía las lámparas, son textos que ya quisiera haber escrito yo, y muchos
otros que pretenden ignorar a Felisberto.
- Al hablar de Jarry y la eliminación de la frontera entre
los sólito y lo insólito (La vuelta, pag 24) también hablas de Macedonio, Ponge
y Michaux. ¿Los leíste a todos más o menos en la misma época?
- Es difícil saberlo. Macedonio y Michaux, probablemente sí;
Ponge, un poco después. A Macedonio lo leí porque es lo de siempre, las
remisiones de un libro a otro. Leyendo a Borges me enteré de la existencia de
Macedonio y entonces lo busqué. En esa época, en la Argentina, no te creas que
era fácil conseguir a Macedonio, porque las ediciones habían sido hechas
probablemente por cuenta de él y no se las encontraba; pero ahí unos amigos me
pasaron algunas cosas de él y lo leí con mucho cuidado. No toda es vigilia la
de los ojos abiertos me acuerdo que lo leí en Chivilcoy, y que como coincidía
con mis lecturas de filosofía de esa época, -y ése es en el fondo un libro de
filosofía, pero de una filosofía como a mí me gusta, es decir, profundamente
teñida de locura-, me produjo una impresión tremenda. Me gustan mucho sus
tentativas literarias; me gusta el Macedonio humorista y me gusta el Macedonio
de No toda es vigilia.
En cuanto a Michaux, claro, leí Plume; fue el primer libro
suyo que leí en la edición de Gallimard en francés, y esos pequeños cuentecitos
tienen que haber ejercido una influencia en mis cronopios que iban a nacer
muchos años después. Son esas cosas de las que uno se da cuenta más tarde; no
sé si algún crítico lo ha visto, pero yo creo que, sin esos textos de Michaux,
a mí tal vez no se me hubiera ocurrido escribir a los "cronopios".
Ponge vino después, ya con toda la gran tanda de la
literatura francesa que leí en esa época, y no ha tenido excesiva influencia en
mí.
- Al humor tuyo se le ha llamado humor negro, lo que te
situaría en esa antología de Breton que, si no me equivoco, pone tal
nomenclatura de moda. ¿Te sitúas en la misma coyuntura que los menos conocidos
de esa lista, es decir, Borel, Corbiere, Brisset, Carrington?
- Esto de que al humor se le pueda llamar un "humor
negro" es sumamente relativo. Yo creo que tengo un alto grado de sentido
del humor, y ese humor a veces puede ser negro. Pero, en general, pienso que no
lo es: no sé si se puede hablar de "humor rosa" o "humor
blanco"; yo lo llamaría humor en estado puro, es decir, simplemente el
hecho de -¿cómo decirte?- desacralizar situaciones más o menos sacralizadas en
el plano del lenguaje, de la tradición, de las escalas de valores y colocarlas
en una perspectiva que las vuelven divertidas y que, al mismo tiempo, no
eliminan su profundidad, y su necesidad, y su seriedad. El humor negro es
siempre mucho más agresivo y no creo que sea el mío.
En cuanto a esa antología de Breton que se llama Antología
del humor negro, es tan mala, en mi opinión, que incluso en mi ejemplar que
está en la biblioteca le cambié el lomo y en vez de llamarse André Breton,
Antología del humor negro, ahora se llama Andrés Negro, Antología del humor
Breton, para mostrarte hasta qué punto me parece mala, porque mezcló lo bueno y
lo mediocre; realmente, si algo le faltaba a André Breton era el sentido del humor;
le faltaba a un extremo que se puede considerar como patético y que lo llevó a
sus peores extravíos en el campo de la conducción del movimiento surrealista;
todo lo cual no suprime sus grandes cualidades y su profunda calidad de poeta y
de visionario en otros planos.
Pero en esa lista que agregás después, como Borel, Corbiere,
Brisset y Carnngton, de todos ellos con quien me reconozco una afinidad más
profunda es con Leonora Carrington, porque ella sí es una surrealista auténtica
y no contagiada, y lo fantástico para ella funciona en un nivel que a mí me es
profundamente familiar. Acabo de leer una novela suya que no conocía; la he
leído en versión francesa porque no ha salido en inglés. Se llama Le cornet
accoustique, es decir, La trompetilla acústica; esa que se ponían los sordos en
tiempo de nuestros abuelos y que es una verdadera maravilla (la novela, no la
trompetilla). Ese tipo de libros que uno lee preguntándose por qué no hay más,
por qué realmente hay tan pocos así en la historia de la literatura.
- Por otra parte, parece que te gusta el humor de Bioy
Casares y de Albee en Who is afraid of Virginia Wolf. ¿En qué les encuentras
parecido o cómo es que te gustan dos cosas que a mí me parecen tan distintas?
- El humor de Bioy, por ejemplo, me gusta mucho porque, al
igual que el humor de Borges, es de directa raíz anglosajona, y no se puede
negar que los ingleses son, no diré los inventores, pero sí los usuarios más
geniales del humor en la literatura, e incluso en la vida personal. Bioy y
Borges, rechazando como rechacé yo eso que los españoles llaman humor y que no
es nada más que el chiste macabro y, en general, de muy mala calidad, han
sabido meterlo en la estructura mental y lingüística del español y darle una
especie de derecho de ciudad que le quita, digamos, el fondo anglosajón y lo
vuelve perfectamente argentino y latinoamericano. En ese sentido yo encuentro
una gran afinidad de mi propio humor con el de Bioy y con el de Borges.
- Si el humor sigue desterrado de nuestras letras
contemporáneas, (La vuelta, pag 33), ¿en qué otra época lo encuentras?
¿Quevedo? ¿Caviedes? ¿Palma? ¿Cervantes?
- No creo, como supones aquí, que el humor siga desterrado de
nuestras letras contemporáneas. Pienso que está haciendo una entrada bastante
marcada en muchos libros que he leído en estos tiempos. El humor de García
Márquez es perfectamente perceptible y sus mejores obras no hubieran sido
escritas sin el humor que contienen.
Hay un escritor uruguayo, Enrique Estrázulas, que ha
publicado un libro, que se llama Pepe Corvina, que te recomiendo
encarecidamente porque es una prueba de humor rioplatense bastante
extraordinario por momentos.
En ese mismo nivel, creo que hay otros escritores
latinoamericanos que se me escapan en este momento que cultivan el humor; lo introducen
como una constante de sus obras para ayudar a quitarnos todavía un poco de eso
que nos queda de mala herencia española y que no tiene nada que ver con la
buena, que es mucha y hermosa. Me refiero a ese falso humor basado en
contrastes demasiado gruesos que no va muy lejos en el ánimo de un lector
contemporáneo.
- ¿Cómo caracterizarías el humor hispánico a diferencia del
humor negro?
- Yo te diría que en España está pasando un fenómeno
parecido, porque cuando yo ataco un poco eso que llaman "el humor
hispánico" y que no me parece humor, convengo en que hay en este momento
algunos pocos escritores españoles que están reaccionado frente a eso y están
escribiendo libros que contienen una dosis de humor verdadero, de humor
considerable y sumamente útil en la península.
Un escritor como Gonzalo Suárez, por ejemplo, es un buen
ejemplo, y su novelita El roedor de Fortimbrás es una muestra de esta
concepción diferente del humor en algunos jóvenes o medianamente jóvenes
escritores españoles.
- En uno de tus ensayos caracterizas a lo fantástico de
"ser la aprehensión de lo subyacente, el sentimiento de que los reversos
desmienten, multiplican, anulan los anversos, son la modalidad natural de lo
que vive para esperar lo inesperado" (La vuelta, pag. 44) El libro de
Todorov -¿lo has leído? pone como requisito esencial del género el que cause
terror en el espectador o lector. ¿Qué piensas al respecto?
- He leído el libro y me decepcionó, pero quizá la culpa no
sea de Todorov, porque creo que nadie ha conseguido hasta ahora dar una
explicación, una presentación coherente del mundo de lo fantástico. Sabés muy
bien que en algunos ensayitos, más e menos marginales, yo lo he intentado
también, pero lo único que se consigue es una especie de fenomenología exterior
de la cosa; uno le anda dando vueltas a lo fantástico, pero realmente no se
consigue explicar de manera concreta cuál es la mecánica, literaria o mental
que desencadena, que determina lo fantástico. Es cierto que el hecho de que la
mayoría de los relatos fantásticos se traduzcan en terror, en miedo, parece una
pista o una guía para encontrar la verdad definitiva. Yo pienso, por ejemplo,
que he escrito entre cincuenta y sesenta cuentos y no hay entre ellos ni uno
sólo que se pueda considerar un cuento feliz o un cuento alegre; todos ellos
son trágicos, algunos de ellos son terroríficos; en todo caso, todos ellos son
dramáticos; lo fantástico desencadena siempre, como en el caso de Edgar Allan
Poe, la fatalidad, la muerte, la multiplicación de esos hechos que culminan en
lo negativo, en la nada, en la desgracia.
Pero no, de ninguna manera está excluido que pueda existir
otro tipo de literatura fantástica en la que los hechos se ven en esa misma
dimensión y que no tengan que ser obligadamente terroríficos o trágicos. Es
posible que algunos relatos de ciencia ficción respondan a eso, pero, como te
digo, es un género que no conozco.
El problema de lo fantástico es que cuando no es trágico,
cuando no es dramático, asume enseguida una especie de matiz que toca más lo
maravilloso que lo fantástico; es decir, se va acercando, por así decirlo,
vuelve un poco a la noción del cuento de hadas; las cosas son fantásticas, son
divertidas, son bellas, suceden de una manera insólita, pero falta esa calidad
que tiene La caída de la casa Usher o un gran cuento fantástico de Borges, en
que esa misma juntura de los elementos de lo cotidiano y de lo llamado normal
desencadenan siempre una fatalidad a cuyo término esperan el horror o la
muerte. Se diría que es la condición esencial para que, por lo menos en la
literatura, lo fantástico funcione eficazmente hasta este momento.
- Harold Bloom, crítico norteamericano, ha escrito un libro
The anxiety of influence en que sostiene que "Poetic history, is held to
be undistinguishible from poetic influence, since strong poets make that
history by misreading one another so as to clear imaginative space for
themselves". ¿Hasta qué punto te parece esta teoría descriptiva de tu
propia búsqueda de lector y autor?
- Te diré que esa referencia a la teoría de Harold Bloom no
me interesa demasiado, porque esta cuestión del autor singular, la noción de
originalidad y de influencia, es una cuestión que depende del temperamento del
escrito; y, en mi caso, todo lo que sea influencia no me ha molestado jamás.
Conozco gente que se desespera, que se enferma si los críticos le señalan
determinadas influencias en sus libros. Para ellos es una especie de culpabilidad
haber trabajado bajo una determinada influencia. En mi caso eso no existe
porque, cuando yo trabajo, ese tipo de influencias, si existe, y vaya si
existe, cumple su labor subconcientemente o subterráneamente. Yo no los estoy
utilizando como modelos, no pienso en ellos; y cuando, en el curso de un
trabajo, surge concretamente un poema, un verso, una línea, una referencia,
entonces lo que me parece más honesto es citarla y liquidar el asunto así.
- En Último round tú dices que quieres abolir la idea del
autor singular y añades que citar es citarse. ¿Te parecería que la empresa de
mostrar el anverso del tapiz en tus libros es una forma de hacerle frente a la
"anxiety of influence"?
- Puesto que, efectivamente, citar es citarse, para qué decir
mal o disimulado lo que otro dijo ya mejor y de una manera definitiva. Es
evidente que un escritor que lo sea cabalmente no puede trabajar en un clima de
inseguridad y de temor frente a las eventuales y posibles influencias que
podrían modificar o insertarse en su obra. Eso es una prueba de debilidad que
sólo puede dar obras mediocres. La originalidad absoluta sabés muy bien que no
existe; la originalidad relativa es la única a la que podemos aspirar. Pero
dentro de eso relativo entra la noción exacta de originalidad, es decir, que lo
que cuenta es que la suma de todas esas influencias, esa especie de caldo
cultural y vital de donde procede un escritor, se traduzca en un nueva
apertura, en un nueva visión. Y entonces, por qué tener miedo, por qué crearse
the anxiety of influence.
- ¿Lees los libros de tus imitadores ¿Lees los libros de la
generación latinoamericana más joven, cuya obra es irremediablemente posterior
y por lo tanto, sujeta a sufrir la "ansiedad de la influencia" de la
tuya? ¿Hacia dónde te parece que se dirige la literatura latinoamericana de
hoy?
- No creo que haya imitadores. Hay un montón de gente que ha
sufrido mi influencia. Rayuela es un libro que le pegó en la cara a un montón
de gente y eso se nota, pero volvemos aquí a la cuestión de las influencias. He
encontrado la presencia de Rayuela en muchos libros latinoamericanos y ahora,
incluso, en algunos franceses. Pero fíjate que no me molesta en absoluto: todo
está en la forma en que luego eso se elabora en el libro que está escribiendo o
que ha escrito esa gente; y si el resultado es positivo, nada puede resultarme
más conmovedor y más hermoso que saberme un poco partícipe de un libro que es
un buen libro, que es un hermoso libro. De ninguna manera me produce un
sentimiento negativo, muy al contrario.
- ¿Dirías que tus libros al proponer tus propios intereses y
experiencia de lector como una posible lectura del texto, provocan la necesidad
de pensar en libros como objetos abiertamente intertextuales?
- Creo que sí, que mis libros, al proponer más de un plano de
lectura como posible lectura del texto, provocan la necesidad de pensar en
libros como objetos abiertamente intertextuales. Pero creo que es también una
cuestión de cultura. Una persona con un nivel cultural más o menos primario leerá
un libro sin comprender la intertextualidad. Para él, lo que leerá es el texto
de es escritor, no se dará cuenta de las alusiones. En tanto en un nivel
superior de cultura, con una pantalla, un horizonte cultural más amplio, todas
las guiñadas de ojos, las referencias, las citas no directamente citadas pero
evidentes, pues, deberán serle claras y además enriquecerán profundamente no
sólo la experiencia del lector, sino el libro que está leyendo.
Hace unos días leí un ensayo traducido del inglés, en donde el
traductor ha citado un pasaje de Shakespeare sin darse cuenta, es decir, cree
que es del escritor que está traduciendo y lo modifica un poco. En realidad es
una alusión shakespeariana que el autor ha hecho con una guiñada de ojo y que,
evidentemente, en el texto inglés no escapará a escritores cultos.
Pero eso yo creo que forma parte del placer literario, de la
belleza, y no hay que olvidarse que en el siglo XVII o el XVIII, hay que pensar
en Montaigne o en el doctor Johnson, esa gente citaba con un infinito placer. Y
ahí las citas eran perfectamente claras y constituían especies de trampolines
para llevar adelante el trabajo personal de los escritores. Y nadie se sentía
avergonzado de moverse en un mundo cultural heredado con influencias elegidas
por el autor, insertadas, incluidas en su obra como especie de hormonas que lo
echaban adelante en su propia tarea.
- ¿Qué estás escribiendo ahora?
- Cuentos. Voy a ver si puedo publicar un libro hacia fin de
año. Tengo ya escritos nueve a lo largo de este año: es un año de cuentos.
Tengo todavía que revisarlos despacio, pero todos ellos, prácticamente todos,
están en su etapa definitiva. Yo, finalmente, modifico muy poco mis cuentos;
simplemente cambio palabras.
- Hace ya mucho tiempo dijiste que el poeta en el momento de
la creación se adhiere a las cualidades ontológicas del objeto cantado y que
ese acto presupone conocimiento de parte del poeta. Esa actitud estética se
parece mucho a la de la China clásica. El pintor o escritor chino tenía que
pasar un laborioso período de observación del objeto, por un cuidadoso
aprendizaje antes de considerarse listo para empezar a trazar tan siquiera una
línea o escribir una palabra. ¿Te parece que existe algún parecido entre ese
asunto chino y tu propia actitud? ¿Has leído textos chinos? ¿Te gusta la
"pintura" china?
- Tu pregunta sobre la creación poética y la adherencia a las
cualidades ontológicas del objeto cantado es muy interesante, pero la verdad es
que desarrollarlo llevaría bastante tiempo. Tu alusión al mundo chino es muy
justa porque, efectivamente, no sólo es una actitud de tipo poética en la China
clásica, sino que se manifiesta particularmente en la pintura. También se nota
del lado del Japón, en el caso de los haikú, porque la mayoría de los haikú
llegan a esa síntesis prodigiosa de los tres pequeños versos por eliminación de
todo lo que no es esencial en los objetos o en las cosas de que se habla y en
las imágenes que luego contienen poéticamente. Pienso que eso que llamas
"laborioso período de observación del objeto" es una cualidad que se
da en algunos poetas, pero no necesariamente en todos. Hay poetas que se
manejan en un universo exclusivamente mental, nada experimental, nada
pragmático, y sin embargo, pueden ser grandes poetas. Tengo la impresión, por
ejemplo, de que Neruda miraba profundamente los objetos; él los vuelve a
nombrar, digamos, después de haberlos visto, y sentido, y tocado por todos
lados. En cambio, tengo la impresión de que Vallejo se maneja en un plano en el
que no le es necesaria esa observación telúrica, esa observación ontológica que
sale de lo tangible para llegar a las esencias, que su verso nace de una
intuición fulgurante en donde el contacto sensorial con las cosas es mucho
menos importante que en Neruda; y tanto el uno como el otro son dos
maravillosos poetas.
- El sentimiento de extrañamiento que habita en tu obra lo
resumes en La vuelta citando unos versos de Poe: From childhood's hour I have
not beeb as others were/ I have not seen as others saw/ I could not bring my
passions from a common spring/ and all I loved, I loved alone. La gran
aceptación que tu obra ha tenido ¿ha moderado ese sentimiento?
- Me conmueve que cites esos versos de Poe porque, no sé,
siempre me tocaron profundamente, y la verdad es que la aceptación que haya
podido tener mi obra no ha modificado ese sentimiento en lo absoluto. No estoy
en la actitud romántica típica del señor que se considera aislado, abandonado y
diferente de todo el resto. No, no se trata de eso; pero hoy sigo escribiendo
exactamente en la misma posición mental, moral y sensible que cuando empecé a
escribir a los veinticuatro o veinticinco años. No he cambiado en absoluto y estoy
contento de no haber cambiado; estoy contento de que cuando me siento a la
máquina o tomo un lápiz mi actitud frente a la página en blanco es exactamente
la misma que la que tenía en un comienzo. Nada ha podido cambiarme en ese
plano. Por eso, como sabés bien, porque lo he dicho por ahí, no me consideraré
jamás un escritor profesional. Yo soy un aficionado que escribe cuentos y
novelas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.