Discurso con motivo de la entrega del premio Nobel
Heinrich Böll
Señor ministro presidente, querida señora Palina, damas y
caballeros: Con motivo de una visita a la República Federal Alemana, Su
Majestad el Rey de Suecia detuvo su experta mirada en los estratos acumulados a
despecho de veleidades, de los cuales procedemos y sobre los cuales vivimos.
Esta tierra no es virginal ni, en modo alguno, inocente, y jamás ha llegado a
lograr la paz. Este codiciado país a orillas del Rin, habitado por hombres
ambiciosos, ha tenido numerosos soberanos y por ello ha visto muchas guerras.
Guerras coloniales, nacionales, regionales, locales, confesionales y mundiales.
Ha visto matanzas organizadas, persecuciones y ese incesante ir y venir, tanto
de los que marchaban, expulsados, a otras tierras, como de los que volvían
arrojados de cualquier país. Y que allí se hablara alemán era algo demasiado
evidente para tener que demostrarlo dentro o fuera. Esto, lo hicieron otros a
quienes no satisfacía la «d» suave sino que exigían una «t» fuerte: Teutsche
(1). A lo largo del camino que uno va recorriendo desde los estratos de la
pretérita caducidad hasta el fugaz presente, no hay más que violencia,
destrucción, dolor y errores. Pero ni los escombros ni las ruinas, ni los
movimientos de Este a Oeste, y al contrario, lograron lo que después de tanta
historia, de demasiada historia, se podría haber esperado: la tranquilidad;
probablemente porque nunca se nos dio la oportunidad; para unos éramos
demasiado occidentales, para otros no bastante occidentales; para unos
demasiado profanos, para otros no bastante profanos. Todavía reina la
desconfianza entre los alemanes que desean justificarse como si la combinación
Alemania y Occidente fuera tan sólo un engaño de la nación que mientras tanto
ha dejado ya de ser sagrada (2). Y sin embargo, se debería dar por seguro que
si este país jamás debía haber tenido arrebato alguno, estaba situado allá por
donde fluye el Rin. El camino hacia la República Federal fue muy largo. También
yo escuché en el colegio cuando era chico el proverbio deportivo: la guerra es
el padre de todas las cosas; al mismo tiempo oía decir en el colegio y en la
iglesia que los pacíficos, los mansos y los humildes poseerían la Tierra de
promisión. Hasta el final de sus días, no se libera uno de la mortal
contradicción que promete a unos el cielo y la tierra y a otros solamente el
cielo, y esto en un país en que también la Iglesia pretendía, lograba y ejercía
el dominio hasta nuestros días. El camino hasta aquí ha sido un camino largo
para mí, que, como tantos millones, al regresar de la guerra, no poseía mucho
más que las manos en el bolsillo, y lo único que me distinguía de los otros era
mi pasión por querer escribir, escribir de nuevo. Esto me ha traído hasta aquí.
Permítanme que no acabe de creer del todo el hecho de que me encuentre aquí, al
mirar hacia atrás y ver al joven que después de una larga persecución y un
largo camino volvió a una patria perseguida; que escapó, no solamente a la
muerte, sino también al ansia de morir: fui liberado y superviviente; la paz
-yo nací en 1917- era solamente para mí una palabra, ni objeto de evocación ni
un talante; República no era una pabra extraña, sino solamente un recuerdo
desvanecido. Yo aquí debería dar las gracias a muchos autores extranjeros que
se convirtieron en libertadores, liberando lo extraño que por su esencia
quedaba relegado a la singularidad de su encierro. El resto fue la conquista
del lenguaje en esta vuelta al material, a este puñado de polvo que parecía
estar delante de la puerta y que. sin embargo, tan difícil fue de captar y de
comprender. También quisiera agradecer los muchos alientos que me han dado los
amigos y críticos alemanes, y también las tentativas de desaliento, pues de
todo se ofrece sin la guerra, pero nada, así lo creo yo, sin oposición.
Estos veintisiete años han sido un largo camino, no solamente
para el autor, sino también para el ciudadano, a través de un espeso bosque de
«índices» (3) que procedían de la maldita dimensión de lo propio, dentro de la
cual las guerras perdidas se convierten en guerras propiamente ganadas. Muchos
de estos índices eran severamente agresivos y tenían su punto de mira en y
dentro de sí mismos. Recuerdo con temor a mis predecesores alemanes que, dentro
de esta maldita dimensión de lo propio, ya no debían ser alemanes. Nelly Sachs,
salvada por Selma Lagerlöf, sólo a duras penas librada de la muerte; Thomas
Mann perseguido y desterrado. Hermann Hesse ausente de la dimensión de lo
propio, que, cuando aquí fue honrado, hacía tiempo que ya no era súbdito
alemán. Cinco años antes de mi nacimiento, hace sesenta años, estuvo aquí el
último Premio Nobel alemán de Literatura que murió en Alemania, Gerhart
Hauptmann. Él vivió los últimos años de su vida en una variante de Alemania a
la cual, a despecho de algunas incomprensiones, no pertenecía. Yo no soy un
alemán propio ni he dejado de serlo propiamente; soy alemán; la única prueba
válida que nadie me ha de extender ni prorrogar, es el idioma en el cual
escribo. Como tal, como alemán, me alegro de este gran honor. Doy las gracias a
la Academia sueca y al país sueco por esta distinción, que seguramente no sólo
vale para mí, sino también para el idioma en el cual me expreso y para el país
del que soy ciudadano.
Estocolmo 10 de diciembre de 1.972
(1) Usado por los racistas nazis en vez de la palabra Deutsche
(alemanes) subrayando de esta manera su procedencia teutónica.
(2) Se refiere al «Sacro Imperio Romano de la nación
alemana», bajo Carlomagno.
(3) En el sentido de índice levantado en señal de
amonestación.
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