“La primera ley que encuentro escrita en el fondo de mi alma no es amar, mucho menos socorrer a los pretendidos hermanos sino hacerlos servir a mis pasiones.”
Marqués de Sade
Historia de Julieta
Cuenta Walter Lenning, que el día 14 de julio de 1789, durante la toma de la Bastilla, el divino marqués agarró un largo tubo de hojalata terminado en embudo que usaba para tirarse agua en su celda y lo utilizó como amplificador de sonido para dirigirse a la multitud sublevada en nombre de los principios de la libertad, fraternidad e igualdad, desde su cautiverio profería insultos al gobernador y voces a favor de la rebelión.
La imagen, real o imaginaria del biógrafo, no es una excentricidad imposible de concebir. Había pasado largo tiempo en cautiverio en diferentes cárceles a causa de los escándalos producidos por sus excesos y deseaba salir a cualquier costo, aún abjurando de su moral aristócrata que le situaba por encima del populacho. Es difícil, como dice Simone de Beauvior imaginarse a Sade como un revolucionario, su juventud no preludia para nada este papel y no puede considerarse que fue ninguna clase de rebelde sino un hombre que aprovechó al máximo sus privilegios asegurados por “su rango y la fortuna de su mujer”.
En esa escena y las que siguieron a su liberación, se posesionó del papel de revolucionario y el resultado fue que llegó a ocupar durante ese período el cargo de jefe de sección, juez y presidente de tribunal, convirtiéndose en ese momento, aunque por breve tiempo, en el ciudadano Donatien Sade. Sin embargo, para la república, su identidad constituyó un enigma desde el estatuto mismo de su situación legal, pues su partida de nacimiento, su certificado de residencia, sus papeles como ciudadano y finalmente los vales o solicitudes firmadas por él, nunca ostentaron el mismo nombre. Esto obligó a que la Oficina de Revisión creada por el Directorio dictara un informe en el que observaba: “tan grande disparidad no puede aclararse demasiado, y da lugar a que el individuo no tenga identidad perfecta y que se resuelva la supresión del nombre de un individuo en actas justificativas libradas a otro”.
Y es precisamente, esta identidad no clara –más que disfrazada– la que nos aparece en su obra, y que desconcierta al lector ingenuo, por la fuerza de las escenas eróticas y la violencia descarnada de sus letras. Al hombre “normal” asustarán mucho los cadáveres sangrientos, las copas tintas de vino combinado con sangre, las torturas inauditas. El lector con prejuicios siempre lo verá como un monstruo que propone una sociedad sin ataduras morales. Pero todo esto, es parte de una maqueta que revela un pensamiento puro como lo han revelado los brillantes estudios de Maurice Blanchot y Bataille.
Esta confusión deliberada a la que inducen sus letras, dará lugar a cantidad de lecturas encontradas y juicios disímiles: precursor de Freud (afirmación estúpida a decir de Lacan), poeta revolucionario, primer catalogador de perversiones sexuales, ateo irredento, terrorista provocador, humorista sardónico, moralista extremo, etc.
Con el divino marqués, nos encontramos en una situación parecida a la de Nietzsche, su obra es difícil de inventariar y de interpretar, dando lugar a más de una confusión. Un agravante de la obra de Sade que hace más compleja su interpretación, lo constituye el hecho de que es un autor construido a posteriori, su obra no fue publicada en su tiempo como correspondía, fue escasamente conocida e incluso estuvo prohibida hasta entrado el siglo XX, la publicación de su obra completa promovida por J. J. Pauvert, no apareció sino hasta principios de los años 60’s (1960 – 1962) e incluso su biografía realmente detallada realizada por su mismo editor es bastante tardía: 1986.
Así, su obra permaneció casi inexplorada para algunos de los grandes especialistas como Havelock Ellis y Freud que utilizaron el término sadismo acuñado por el Diccionario Universal de Boiste, publicado en 1834, como sinónimo de una expresión instintiva patológica. Durante mucho tiempo se reconoció la perversión más que prestar atención al literato o filósofo Sade, conocimos al hombre mucho después de la herida que infringió en la moral de su tiempo. De hecho, no hay ninguna Facultad de Filosofía o de Letras que ofrezca un curso sobre su pensamiento riguroso, quizá porque se sigue corriendo el equívoco de una identidad entre sus escritos y sus prácticas perversas.
Los surrealistas primero y luego los existencialistas, redescubrieron sus escritos para crearle la fama de autor que ahora tiene, antes de eso, sus letras nos fueron más que rollos de papel sin destinatario, “sobre los que al infinito durante sus jornadas de prisión desarrollaba sus fantasmas” (Foucault). No sabemos si deseó ser un escritor exitoso, lo más probable es que no, sino que sus trabajos fueron una forma de escapar a la locura del encierro, un juego imaginario que le permitió fugarse a otros mundos y jugar a ser Dios, víctima y verdugo en el pequeño espacio de su celda. Al confeccionar sus escritos, tuvo incluso que afrontar problemas tan básicos como obtener papel. Según el biógrafo Raymond Jean, para escribir los 120 días de Sodoma y Gomorra, el marqués pegó hojas de doce centímetros de ancho, unas a otras, para confeccionar un rollo y cubrió una de las caras con microscópica escritura con veinte veladas que se extendían desde las siete a las diez en su cuarto de la Bastilla con una regularidad perfecta; luego hizo lo mismo con la otra cara y terminó con todo el 28 de noviembre de 1785.
Es de importancia recalcar el hecho, de que, la mayor parte de las escenas consignadas en las obras de Sade son fruto del prodigio de la imaginación. Sus excesos –los hay en su vida, pero los verdaderos crímenes por los que va dar a Vincennes y luego a la Bastilla, son el haber huido con su cuñada y el elegir muy mal a su suegra– en su existencia son muy menores, a comparación de las orgías y actos violentos que imaginó. Barthes ha dicho de este contemporáneo de Mozart, que puso en su vida un poco de su obra y no lo contrario. Un hecho que soporta esta afirmación y refuta la concepción absurda de quienes le ven como la encarnación misma de la maldad, es que fue nuevamente encarcelado en el período revolucionario, esta vez, acusado de moderado. Sade se opuso a la carnicería de la guillotina y su discrepancia no fue tolerada por jacobinos más radicales.
¿Cuál es el mérito de Sade? y ¿Qué es lo que caracteriza su obra?
La fascinación que causa la sexualidad desbordada en sus escritos es un laberinto sin fondo, una fortaleza, en las que uno puede perderse por caminos imaginarios sin retorno. Lo sexual en el marqués, impacta y engaña. Sade no inventó el libertinaje sexual y el tema de la vida erótica había sido tratado de diferentes maneras por la ciencia y la literatura.
El redescubrimiento del cuerpo en el Renacimiento fue producto de los estudios anatomofisiológicos que habían permanecido prohibidos durante la Edad Media, y cuya consecuencia rara, fue la conservación del prejuicio de una equivalencia anatómica y funcional entre los sexos. Entonces, el hombre volvió a mirarse a sí mismo y a su cuerpo desnudo, y esta visión reaparece en el arte mitológico, naturalista y hasta religioso, trayendo consigo una disminución general de la culpa sexual y la abolición del principio de intangibilidad del cuerpo humano.
Este desplazamiento trajo consigo cambios subjetivos importantes que son notables en el siglo XVII y sobretodo en el XVIII. La sexualidad en estos siglos toma un vuelo en la conciencia general. Tirso de Molina publica en 1630, El burlador de Sevilla en el que el tema de la hipersexualidad del protagonista es central y que ha tenido como modelo a un personaje real, un rico burgués de Sevilla de nombre Miguel de Mañara (André Morali-Daninos. Historia de las relaciones sexuales). También en este siglo vemos aparecer las Memorias de Casanova, que muestran a un hombre consagrado a la sensualidad y a la seducción de las mujeres, no sin guardar las buenas maneras del hombre educado y el caballero.
Rousseau predicó el amor libre más allá del matrimonio, puesto que dicho contrato no corresponde a ninguna ley moral y el derecho social hace entrar por esa vía al dinero que destruye al amor. Aunque, él mismo abandona a sus cinco hijos en hospicios como era la costumbre de la época, sin importarle el futuro de sus vástagos.
En Francia, durante el siglo XVI, Enrique III no disimulaba su homosexualidad, cosía y bordaba, además de disfrazarse como mujer y reclutar a sus amantes en bailes, en un afán identificatorio con su ex - esposa María de Clèves. Para el siglo XVII, la prostitución y las perversiones son por demás comunes. En Londres había unas 50,000 prostitutas y 13,000 en París y se cultivaba el gusto especial por encontrar a muchachas vírgenes.
No faltan conductas libertinas en el período de la Ilustración y cualquiera podría estar tentado a jugarse por la hipótesis de no represión sexual que Foucault nos propone en sus estudios sobre la sexualidad.
El marqués de Sade, dedica su genio a plasmar con la libertad de su imaginación no presa como su cuerpo, sus fantasías, haciendo un recuento riguroso, consistente, y hasta mecánico de las contingencias sexuales. Susan Sontag ha dicho que la bravura de Sade estriba en ilustrar –más que el libertinaje sexual– la crueldad del corazón. Pero, su obra es más que literaria, en sentido estricto, filosófica y así lo puede demostrar una sola obra, el Diálogo entre el sacerdote y el moribundo. Plantea problemas del orden de sopesar los límites entre la fe y la razón, intenta subvertir la ética cristiana, pero la verdadera importancia de sus conceptos radica en que constituyen una crítica intransigente a la razón práctica kantiana. El rigor moral de Kant está ligado a la voluntad de goce en Sade, como si la ilustración misma llevara a una época de sadismo, aunque quizá esto no sea lo más importante. Según Lacan, lo que denuncian los hechos “inmorales” de las obras de Sade, es que el mal radica en la pureza de la ley (hay una equivalencia, en este sentido, entre ley y crimen), que aparece como impuesta desde un más allá de apariencia neutral, pero que en su esencia ejerce una violencia contra el placer y la comodidad del sujeto. Justina por su parte, practica una autodisciplina del delincuente en acuerdo con los principios más severos sobre la virtud, que Kant nos refiere en sus exposiciones sobre la metafísica de la costumbres. Las riendas de sus proyectos están gobernadas por el dominio de sí, sus inclinaciones y sentimientos (el asesino debe tener una máxima tranquilidad), se trata de alcanzar un objetivo simple reconocer al otro sólo como materia maleable, no cómo prójimo. Justina tiene a la ciencia por credo, le repugna toda racionalidad que no pueda ser probada. En este sentido, predica la soledad absoluta en la que lo único que cuenta es la obtención del propio placer. La voluptuosidad de Sade implica también –Bataille lo ha entrevisto lúcidamente– una política del exceso en que la desventura del otro, la traición y el asesinato son una forma de erotismo que desemboca en el aislamiento moral. Quien admite el valor del prójimo se limita moralmente, la solidaridad con el hombre impide tener una actitud soberana, y la mayor soberanía es la embriaguez que conduce a un dolor sin medida que puede destruir todo, hasta el verdugo mismo.
Simón de Beauvior ha hecho notar, cómo Sade pone en escena a sus personajes con un cuidado estético que agota las posibilidades anatómicas del cuerpo humano. Sin embargo, las orgías parecieran atemporales, como sucediendo en ningún espacio y poniendo en juego más a maniquís que a personas vivientes. En ese escenario, lo que se pierde es humanidad y las figuras aparecen como consecuencia de actos previos y reducidos al papel de marionetas en un teatro que parece un dispositivo mecánico:
Las víctimas parecen inmovilizadas en su abyección lacrimosa, los verdugos en su frenesí. Sade se sueña complacientemente en sus personajes sin infundirles su humana densidad. No conocen el arrepentimiento y apenas la saciedad; ignoran la repugnancia, matan con indiferencia, se constituyen en encarnaciones abstractas del mal. Pero el erotismo pierde su carácter impar cuando no se eleva sobre un cimiento humano, social o familiar. Deja de ser conflicto, revelación y experiencia privilegiada.
Su literatura es un experimento que intenta suscitar la excitación y la repulsión del lector. Justina aconseja a su compañera de desenfreno, la cual quiere cometer un crimen que perdure más allá de su propia vida: “Entonces prueba con el crimen intelectual y ¡escribe!” El acto más terrible cometido por Sade es la erección de sus letras, ellas son el crimen espantoso que le ha hecho pervivir a través del tiempo y le ha otorgado el enojo de las buenas conciencias.
La voluntad de goce de Sade se concentra en mancillar símbolos sagrados, aquellos que tienen que ver con la nobleza, la religión y la justicia. La trasgresión de los límites del erotismo y de todos aquellos que impone la vida misma, parecen ser el objetivo de sus letras. Pero el gran tema de la obra de Sade es la soledad, el hombre y su orfandad ante la vida, el pavoroso desamparo que nos persigue contra las apariencias de la vida social y que sólo puede percibirse físicamente con luminosidad, contemplando el cielo estrellado en una noche clara de invierno. Alberto Constante ha hecho notar cómo, a los momentos más apasionados del encuentro amoroso entre los personajes sadianos, a la confusión de sus identidades y al arrastre de un cuerpo hacia otro, sigue el abismo de la extrañeza recíproca. En lo más profundo del cuerpo, en el punto dónde la carne desfallece, no hay espejo que tienda con precisión su reflejo a uno y otro de los miembros de la pareja, las emociones se confunden pero en el espacio de los dos espejos encontrados lo que aparece es el vacío al infinito, la falta de complementariedad que evocaba Platón en el mito del Andrógino. La desnudez no acerca al otro, consagra la separación, la discontinuidad de la existencia es inevitable, la emoción del sexo es una abertura a lo desconocido de nosotros mismos.
En este contexto, llama poderosamente esa suerte de desafío obstinado, que hace que Dios esté presente en casi todas sus obras, como si fuese un padre al que hay que desafiar para que exprese un mínimo sentimiento de amor (hacia las víctimas) o de odio (hacia los verdugos), pero éste permanece mudo dejando en abandonados a su suerte a los actores de la profanación.
Es difícil encontrar una obra en la que se concentre tanto deleite en el sacrilegio, pero también tanto deseo y resentimiento hacia Dios, como Cristo (es Buñuel quien los acercó en “La edad de la inocencia”, 1930), Sade se lamenta amargamente: “¡Padre! ¿Por qué me has abandonado?”
Sabemos que leyó a Spinoza meticulosamente y conocía sus tesis, lo suficiente para saber que Dios no tendría que responder pues ha despachado al hombre a su libre albedrío. Sin embargo, a pesar de que reniega una y otra vez, se carcajea y se “caga” sobre ese juez supremo, insiste con desesperación en llamarlo, cómo si no le admitiese mudo o no le creyese ausente. Sade, en este sentido, es un religioso negativo en espera de una mínima señal, de un guiño que le diga que no está solo. En las letras del marqués hay más coraje que desesperanza, la rabia se mantiene cuando todavía hay ilusión.
¿Hay cercanía entre Sade, Burroughs y Bukowski? Entre el marqués y estos escritores, están las dos guerras mundiales y horrores inimaginables que niegan enfáticamente la existencia de un Dios (al menos, de bondad). Él adelantó un pequeño esbozo de los tiempos que estaba por vivir el hombre, y en ese sentido, es nuestro contemporáneo, aunque no pudo prever del todo, que la realidad política y social ha resultado más brutal que cualquiera de sus invenciones.
El cine lo ha tratado con negligencia y desgano. Excepto por una magnífica película de Peter Brook (1966) adaptación de la obra de Peter Weiss: “La persecución y el asesinato de Marat, representados por los locos del manicomio de Charenton bajo la dirección del Marqués de Sade”, nada más parece valer la pena. Inclusive, Klaus Kinski naufraga al tratar de personificar al marqués, en una adaptación fallida de Justina. Hay que evitar, expresamente, la película que Philip Kaufman filmó con un Geoffrey Rush histérico y completamente fuera de papel (Quills, 2000).
Puede llamar la atención su última voluntad, en el momento de su muerte, el marqués de Sade manifestó su aspiración de ser enterrado en una tumba sin nombre que fuese borrada por el follaje del bosque, para escapar de la memoria de los hombres. Creo que este gesto poético es coherente con su obra, siempre odió las instituciones, quiso disolverse, no pensó jamás ser un escritor de culto, un ídolo para los estudiantes de letras –el “santo” Rimbaud y también Kafka intentaron borrarse– o un atractivo turístico en el cementerio. No lo logró, por eso lo recordamos, celebramos su nacimiento y su muerte en el calendario con la misma devoción que otras fechas conmemorativas como el día del maestro, del psicólogo y del bombero.
Definitivamente interesante, para mi gusto, "Justine" requiere de una, dos y hasta tres lecturas encaminadas cada una a distintos ángulos del texto.
ResponderEliminarMUCHAS GRACIAS MARGARITA!
ResponderEliminarMUY INTERESANTE!
Gracias por sus comentarios... La interpretación de este texto debe hacerse dentro del contexto del autor, de no ser así, fácilmente podríamos caer en una lectura pre-juiciosa, de esas que nada aportan. De nuevo, muchas gracias !!!
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