sábado, 12 de marzo de 2011

CHESTERTON: INFANCIA Y ADOLESCENCIA

Resulta tópico decir que la infancia es el paraíso perdido del ser humano, y seguro que para la mayoría de las personas lo es, aunque otros muchos dirán, sin duda, que su infancia fue más bien un infierno. En cualquier caso, infierno o paraíso, la infancia es la edad de la inocencia, de la ilusión, de siempre ver el mundo con luz nueva. No niego que en ocasiones se den en ella momentos de desengaño, de angustia y de tristeza, pero algo poderoso y magnético debe de tener la infancia cuando casi todos la recordamos con alegría y, en cierto modo, la añoramos.

Hoy les entrego algunos recuerdos y reflexiones de Chesterton acerca de la infancia y la adolescencia, esto es, sobre su infancia y adolescencia. Las he extraído de su Autobiografía (1936), libro que se publicó al poco tiempo de morir su autor. Es una suerte que lo dictase a tiempo, además de que es toda una joya literaria por las apreciaciones que Chesterton hace de su época y de sus contemporáneos. Como enseguida veremos, son recuerdos contados de forma alegre y festiva, algunos realmente divertidos, y que pueden darnos pie a evocar nuestra propia infancia:
 
"Doblegado ante la autoridad y la tradición de mis mayores por una ciega credulidad habitual en mí y aceptando supersticiosamente una historia que no pude verificar en su momento mediante experimento ni juicio personal, estoy firmemente convencido de que nací el 29 de mayo de 1874, en Campden Hill, Kensington, y de que me bautizaron según el rito de la Iglesia anglicana en la pequeña iglesia de St. George..." (p. 7)

Este sorprendente inicio es propio de Chesterton, que en muchas de sus narraciones literarias usaba este procedimiento de impactar desde el principio. Sigue hablando de su nacimiento, y escribe:

"Nací de padres respetables pero honrados, es decir, en un mundo en el que la palabra 'respetabilidad' aún no era un insulto, sino que todavía conservaba una débil conexión filológica con el hecho de ser honrado. [...] Mi padre, un hombre sereno, con humor y muchas aficiones, comentó de pasada que le habían pedido que formara parte de la junta parroquial, lo que entonces se llamaba The Vestry. Al oírlo, mi madre, que era más rápida, inquieta y en general más radical en sus impulsos, lanzó una especie de alarido de dolor y dijo: '¡Oh, Edward, no lo hagas! ¡Te volverás respetable! Nunca hemos sido respetables y no vamos a empezar a serlo ahora.' Y recuerdo cómo mi padre le respondió apacible: 'Querida, dibujas un panorama bastante sombrío de nuestras vidas cuando dices que no hemos sido respetables ni un solo momento" (pág. 8).
El padre, Edward Chesterton, al que todos llamaban "Mr. Ed", era realmente un hombre muy singular. Desempeñaba su profesión de agente inmobiliario de fincas en Kensington pero, como el propio G. K. C. comenta, sus auténticas pasiones eran otras, pues tenía otras muchas aficiones artísticas y literarias. Una de ellas, por ejemplo, era de la construir pequeños teatros con los que divertía a sus hijos. La madre, Marie Louise Grosjean, de procedencia francesa, era una mujer activa y sensible, dotada especialmente para las artes plásticas. Si del padre heredó la pasión por la literatura, en general, y por la literatura inglesa, en particular, de la madre heredó sus dotes para el dibujo y la pintura. El matrimonio tuvo primero una hija, Beatrice, que murió siendo muy pequeña, de forma que sólo quedó en Chesterton un recuerdo muy vago de ella. Luego vino Gilbert y después su hermano Cecil pero, con vuestro permiso.

"Pronto descubrí, con la malicia propia de la infancia, que mis mayores tenían verdadero terror a que imitásemos la entonación y dicción de los criados. Me cuentan (por citar otra anécdota de oídas) que, en cierta ocasión, hacia los tres o cuatro años, gritaba pidiendo un sombrero colgado de una percha y que, al final, en plena convulsión furiosa pronuncié las terribles palabras: 'Si no me lo dais, diré zombrero'. Estaba seguro de que aquello pondría de rodillas a todos mis parientes en leguas a la redonda" (p. 14).

Como verán, son pequeñas evocaciones de infancia, una infancia feliz y divertida, pero también son recuerdos muy ilustrativos no sólo de la personalidad de Chesterton, sino de la forma de ser de sus mayores y de cómo se vivía en la rígida y un tanto hipócrita sociedad de la Inglaterra victoriana.
Su abuelo paterno, Arthurera, en sus propias palabras, "un hermoso anciano, de pelo y barba blancos, y modales que tenían algo de aquella solemnidad refinada que solía ir acompañada de la obsoleta costumbre de ofrecer brindis y dedicatorias. Mantenía la vieja costumbre cristiana de cantar en la mesa..." (págs. 9 y 10).
En efecto, en algunas narraciones del autor se alude a esta vieja costumbre de cantar en la mesa. Estas canciones versaban, en general, sobre temas patrióticos ingleses (Trafalgar, Waterloo) y acompañaron la infancia de Chesterton en el ámbito más familiar, de modo que la poesía, aunque fuera tan retórica como estas canciones, estuvo presente en su vida desde siempre.
 
Más adelante, al hilo de los modales refinados y ceremoniosos, nos cuenta que un hombre que entró en el negocio inmobiliario de los Chesterton en Kensington pidió ser presentado al abuelo. Se acercó a él y con un sinfín de alabanzas y reverencias, le dijo: "Señor, es usted un monumento, todo un hito", lo que halagó al abuelo, quien replicó que llevaban bastante tiempo en Kensington dedicados al negocio de la venta de fincas. Después, el hombre añadió: "Es usted un personaje histórico; usted ha cambiado por completo el destino de la Iglesia y el Estado", lo que, según Chesterton, debió ser interpretado por el abuelo como una forma poética de describir el éxito de su agencia inmobiliaria. Pero Edward, el padre de Chesterton, enseguida se dio cuenta de que el desconocido se refería a las controversias entre las ramas liberal y conservadora de la Iglesia anglicana, y más concretamente al caso de "Westerton contra Lidell", sobre una denuncia que un miembro de una cofradía protestante hizo contra un párroco por algún delito de papismo ("posiblemente el de vestir una sobrepelliz", p. 11, comenta el autor con ironía). El extraño remató sus con estas palabras: "Y sólo espero que usted apruebe ahora cómo se llevan los servicios de la parroquia", a lo que el abuelo contestó cordialmente que a él no le importaba cómo se llevaban. De resultas de lo cual, el padre de Chesterton se vio obligado a aclararle al desconocido que ellos se llamaban Chesterton y no Westerton. Con todo, al abuelo le encantó que, aunque fuera por error, le llamaran "monumento" e "hito".
Gracias a esa costumbre de su abuelo de cantar en las comidas y, sobre todo, a la afición de su padre por la literatura, Chesterton conocía la poesía inglesa de memoria desde que era muy pequeño ("...yo me sabía gran parte de ella mucho antes de que pudiera entenderla", p. 14). Así, cuenta que un buen día, a los seis o siete años de edad, iba andando por la calle recitando totalmente emocionado estos versos de William Shakespeare:

Buen Hamlet, desecha esa tristeza que te agobia / y miren tus ojos como amigo al rey de Dinamarca, / no tengas para siempre baja la mirada / buscando en la tierra a tu esclarecido padre...

"y en aquel preciso instante me di de narices contra el suelo" (p. 15). La anécdota, además de ser simpática y divertida, revela muy bien ese conocimiento de la poesía inglesa que tenía su autor y que, sin duda alguna, influyó con el tiempo en su decisión de ser escritor.

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