A los que de toda la vida nos obsesiona la literatura, el idioma, la lengua, la lectura y la escritura, nos apasiona observar, escudriñar, sonsacar, extraer, recopilar todo aquello que nos sirva para nuestro enriquecimiento personal y para nuestro crecimiento profesional.
De un tiempo a esta parte, estoy muy preocupada por el estilo, las formas y el comportamiento de aquellos que no tienen el menor cuidado a la hora de expresarse. Ciertamente me produce escarnio escuchar ciertos términos, determinadas frases y horrorosas expresiones que no sólo dañan mis oídos sino que se almacenan en mi cerebro durante un tiempo y ello hace que me sienta inquieta, nerviosa, enojada y en algunos casos o situaciones, apesadumbrada.
Escuchar la radio, ver la televisión, leer la prensa, oir a la gente expresarse son cuestiones que nos deberían ocupar más de lo que se hace. Desgraciadamente, a la mayoría de las personas les da los mismo que igual les da. Pero a mí no. Y me consta que a otros muchos, tampoco.
Si nos ceñimos a la literatura, a los libros, a los autores, el asunto se torna más complicado, más aberrante, más atroz. Estamos en manos de las grandes editoriales que nos meten a más de un engendro que no hay por donde cogerlo. Las listas de libros más vendidos son tendenciosas y casi siempre manipuladas.
Dicho esto, me refugiaré en un estupendo artículo de Gabriel García Márquez, que en 1982, realizó sobre el oficio de escribir y sobre ser escritor dice, entre otras cuestiones:
" Me preguntan con frecuencia qué es lo que me hace más falta en la vida, y siempre contesto la verdad: Un escritor. El chiste no es tan bobo como parece. Si alguna vez me encontrara con el compromiso ineludible de escribir un cuento de quince cuartillas para esta noche, acudiría a mis incontables notas atrasadas y estoy seguro de que llegaría a tiempo a la imprenta. Tal vez sería un cuento muy malo, pero el compromiso quedaría cumplido, que al fin y al cabo es lo único que he querido decir con este ejemplo de pesadilla. En cambio, no sería capaz de escribir un telegrama de felicitación ni una carta de pésame sin reventarme el hígado durante una semana. Para estos deberes indeseables, como para tantos otros de la vida social, la mayoría de los escritores que conozco quisieron apelar a los buenos oficios de otros escritores.Una buena prueba del sentido casi bárbaro del honor profesional lo es sin duda la nota que escribía todas las semanas....Esta servidumbre me la impuse porque sentía que entre una novela y otra me quedaba mucho tiempo sin escribir, y poco a poco como los peloteros iba perdiendo la calentura del brazo. Más tarde, esa decisión artesanal se convirtió en un compromiso con los lectores, y hoy es un laberinto de espejos del cual no consigo salir.La primera vez que lo decidí fue cuando traté de escribir la primera, después de más de veinte años de no hacerlo, y necesité una semana de galeote para terminarla. La segunda vez fue hace más de un año, cuando pasaba unos días de descanso con el general Omar Torrijos en la base militar de Farallón, y estaba el día tan diáfano y tan pacífico el océano que daban más ganas de navegar que de escribir. "Le mando un telegrama al director diciendo que hoy no hay nota, y ya está", pensé, con un suspiro de alivio. Pero no pude almorzar por el peso de la mala conciencia y, a las seis de la tarde me encerré en el cuarto, escribí en una hora y media lo primero que se me ocurrió y le entregué la nota a un edecán del general Torrijos para que la enviara por telex a Bogotá, con el ruego de que la mandaran desde allí a Madrid y a México. Solo al día siguiente supe que el general Torrijos había tenido que ordenar el envío en un avión militar desde el aeropuerto de Panamá, y desde allí, en helicóptero, al palacio presidencial, desde donde me hicieron el favor de distribuir el texto por algún canal oficial.
ESCRIBO LA NOVELA TODOS LOS DIAS
La última vez, hace ahora seis meses, cuando descubrí al despertar que ya tenía madura en el corazón la novela de amor que tanto había anhelado escribir desde hacía tantos años, y que no tenía otra alternativa que no escribirla nunca o sumergirme en ella de inmediato y de tiempo completo. Sin embargo, a la hora de la verdad, no tuve suficientes riñones para renunciar a mi cautiverio semanal, y por primera vez estoy haciendo algo que siempre me pareció imposible: escribo la novela todos los días, letra por letra, con la misma paciencia, y ojalá que con la misma suerte con que me picotean las gallinas en los patios, y oyendo cada día más cerca los pasos temibles de animal grande del próximo viernes. Pero aquí estamos otra vez, como siempre, y ojalá para siempre.Ya sospechaba yo que no escaparía jamás de esta jaula desde la tarde en que empecé a escribir esta nota en mi casa de Bogotá y la terminé al día siguiente bajo la protección diplomática de la embajada de México; lo seguí sospechando en la oficina de Telégrafos de la isla de Creta, un viernes del pasado julio, cuando logré entenderme con el empleado de turno para que transmitiera el texto en castellano. Lo seguí sospechando en Montreal, cuando tuve que comprar una máquina de escribir de emergencia porque el voltaje de la mía no era el mismo del hotel. Acabé de sospecharlo para siempre hace apenas dos meses, en Cuba, cuando tuve que cambiar dos veces las máquinas de escribir porque se negaban a entenderse conmigo. Por último, me llevaron una electrónica de costumbres tan avanzadas que terminé escribiendo de mi puño y letra y en un cuaderno de hojas cuadriculadas, como en los tiempos remotos y felices de la escuela primaria de Aracataca. Cada vez que me ocurría uno de estos percances apelaba con más ansiedad a mis deseos de tener alguien que se hiciera cargo de mi buena suerte: un escritor
Con todo, nunca he sentido esa necesidad de un modo tan intenso como un día de hace muchos años en que llegué a la casa de Luis Alcoriza, en México, para trabajar con él en el guión de una película.Lo encontré consternado a las diez de la mañana, porque su cocinera le había pedido el favor de escribirle una carta para el director de la Seguridad social. Alcoriza, que es un escritor excelente, con una práctica cotidiana de cajero de banco, que había sido el escritor más inteligente de los primeros guiones para Luis Buñuel y, más tarde, para sus propias películas, había pensado que la carta sería un asunto de media hora. Pero lo encontré loco de furia, en medio de un montón de papeles rotos, en los cuales no había mucho más que todas las variaciones concebibles de una fórmula inicial: por medio de la presente, tengo el gusto de dirigirme a usted para... Traté de ayudarlo, y tres horas después seguíamos haciendo borradores y rompiendo el papel, ya medio borrachos de ginebra con vermouth y atiborrados de chorizos españoles, pero sin haber podido ir más allá de las primeras letras convencionales. Nunca olvidaré la cara de misericordia de la buena cocinera cuando volvió por su carta a las tres de la tarde y le dijimos sin pudor que no habíamos podido escribirla. "Pero si es muy fácil,, nos dijo, con toda su humildad. Y entonces empezó a improvisar la carta con tanta precisión y tanto dominio que Luis Alcoriza se vio en apuros para copiarla en la máquina con la misma fluidez con que ella dictaba. Aquel día como todavía hoy me quedé pensando que tal vez aquella mujer, que envejecía sin gloria en el limbo de la cocina, era el escritor secreto que me hacía falta en la vida para ser un hombre feliz "
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Reflexionemos sobre lo que nos dice Gabriel y saquemos nuestras propias conclusiones pero, por favor, cuidemos el idioma, la escritura, la lectura, las formas de comportamiento social, y seremos más auténticos y más libres.
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