Herta Müller.
Discurso de Recepción del Premio Nobel en
Literatura.
7 diciembre de 2009.
“Cada palabra sabe algo
sobre el círculo vicioso”
¿TIENES UN PAÑUELO? me preguntaba mi madre cada mañana en la
puerta de casa, antes de que yo saliera a la calle. Yo no tenía el pañuelo, y
como no lo tenía, regresaba a la habitación y sacaba un pañuelo. No tenía el
pañuelo cada mañana, porque cada mañana aguardaba la pregunta. El pañuelo era
la prueba de que mi madre me protegía por la mañana. A otras horas del día, más
tarde o en otras circunstancias, quedaba a merced de mí misma. La pregunta
¿TIENES UN PAÑUELO? era una ternura indirecta. Una directa hubiera sido penosa,
algo que no existía entre los campesinos. El amor se disfrazaba de pregunta.
Sólo así podía decirse a secas, en tono de orden, como las maniobras del
trabajo. El hecho de que la voz fuera áspera realzaba incluso la ternura. Cada
mañana estaba yo una vez sin pañuelo en la puerta, y una segunda vez con
pañuelo. Sólo después salía a la calle, como si con el pañuelo también
estuviera mi madre.
Y veinte años más tarde estaba hacía tiempo, sola en la
ciudad, como traductora en una fábrica de maquinarias. A las cinco de la mañana
me levantaba, y a las seis y media empezaba el trabajo. Por la mañana resonaba
el himno sobre el patio de la fábrica a través del altavoz, durante la pausa
del mediodía se escuchaban los coros de los obreros. Pero los obreros, que
estaban comiendo, tenían ojos vacíos como hojalata, manos embadurnadas de
aceite, y su comida estaba envuelta en papel de periódico. Antes de comerse un
trocito de tocino, le quitaban la tinta del periódico rascándola con el
cuchillo. Dos años transcurrieron al trote de la cotidianidad, cada día igual
al otro.
Al tercer año se acabó la igualdad de los días. En el
transcurso de una semana entró tres veces en mi oficina, a primera hora de la
mañana, un hombre gigantesco, de huesos sólidos, con ojos azules centelleantes,
un coloso del Servicio Secreto.
La primera vez me insultó de pie y se marchó.
La segunda vez se quitó el impermeable, lo colgó en una
percha del armario y se sentó. Aquella mañana yo había traído de casa unos
tulipanes y los estaba acomodando en el florero. El tipo me observaba y alabó
mi inusual conocimiento del ser humano. Su voz era resbaladiza. Sentí un gran
desasosiego. Impugné su elogio y le aseguré que sabía algo de tulipanes, pero
nada del ser humano. Entonces me dijo en tono malicioso que él me conocía mejor
que yo a los tulipanes. Luego se colgó del brazo el impermeable y se marchó.
La tercera vez se sentó y yo permanecí de pie, porque había
dejado su cartera sobre mi silla. No me atreví a ponerla en el suelo. Me
insultó tratándome de necia redomada, holgazana, putilla, tan corrompida como
una perra vagabunda. Empujó los tulipanes hasta casi el borde de la mesa, en cuyo
centro puso una hoja de papel vacía y un lápiz. Rugió: escribe. De pie, empecé
a escribir lo que me iba dictando. Mi nombre con fecha de nacimiento y
dirección. Y después que yo, independientemente de la proximidad o del
parentesco, no le diría a nadie que..., y entonces llegó la horrible palabra:
colaborez, iba a colaborar. Esta palabra ya no la escribí. Puse el lápiz a un
lado y me dirigí a la ventana, por la que miré hacia la polvorienta calle. No
estaba asfaltada, baches y casas gibosas. Y esa calleja ruinosa se llamaba,
encima, Strada Gloriei: calle de la gloria. En la calle de la gloria había un
gato trepado en la morera desnuda. Era el gato de la fábrica y tenía una oreja
desgarrada. Encima de él brillaba el sol matinal como un tambor amarillo. Dije:
N-am caracterul. No tengo este carácter. Se lo dije a la calle, fuera. La
palabra CARÁCTER puso histérico al hombre del Servicio Secreto. Rompió la hoja
y tiró los trozos al suelo. Pero probablemente se le ocurrió que tendría que
presentarle a su jefe la prueba de que había intentado incorporarme a su red de
espionaje, porque se agachó, recogió todos los trozos en una mano y los metió
en su cartera. Luego lanzó un profundo suspiro y, en medio de su derrota,
arrojó hacia la pared el florero con los tulipanes, que se estrelló y crujió
como si hubiera dientes en el aire. Con la cartera bajo el brazo dijo en voz
queda: esto lo pagarás muy caro. Te ahogaremos en el río. Como hablando conmigo
misma dije: Si firmo eso ya no podré vivir conmigo y tendría que hacerlo yo.
Mejor háganlo ustedes. Y al instante la puerta de la oficina ya estaba abierta
y él se había marchado. Y fuera, en la Strada Gloriei, el gato de la fábrica
había saltado del árbol al tejado de la casa. Una de las ramas se mecía como un
trampolín.
Al día siguiente comenzó el tira y afloja. Yo debía
desaparecer de la fábrica. Cada mañana a las seis y media tendría que
presentarme ante el director, con el que cada mañana estaban el jefe del
sindicato y el secretario el Partido. Y así como en otros tiempos me preguntaba
mi madre: ¿tienes un pañuelo? ahora me preguntaba cada mañana el director: ¿Has
encontrado otro trabajo? Y yo le respondía cada vez lo mismo: No estoy buscando
ninguno. Estoy a gusto aquí en la fábrica, quisiera quedarme hasta la
jubilación.
Una mañana llegué al trabajo y mis voluminosos diccionarios
estaban en el suelo del pasillo, junto a la puerta de mi oficina. La abrí, y
había un ingeniero sentado a mi escritorio. Me dijo: aquí se llama a la puerta
antes de entrar. Ahora estoy aquí yo, y tú ya no tienes nada que hacer en este
despacho. A casa no podía irme, porque habrían tenido un pretexto para
despedirme por faltar sin permiso. Ahora no tenía oficina, y con mayor razón
tenía que ir cada día normalmente al trabajo, por ningún motivo debía
ausentarme.
Una amiga, a la que cada día se lo contaba todo en el camino
de vuelta a casa por la Strada Gloriei, me dejó compartir al principio una
esquina de su escritorio. Pero una mañana se plantó ante la puerta de la
oficina y me dijo: No me autorizan a dejarte entrar. Todos dicen que eres una
soplona. Las trabas y vejaciones se enviaban hacia abajo, los rumores empezaron
a propagarse entre los colegas. Eso era lo peor. Contra los ataques uno puede
defenderse, contra la calumnia es impotente. Yo contaba cada día con todo,
incluso con la muerte. Pero con esa perfidia no sabía qué hacer. Ningún cálculo
la volvía soportable. La calumnia nos atiborra de mugre, y nos asfixiamos
porque no podemos defendernos. En opinión de mis colegas yo era exactamente
aquello a lo que me había negado. Si los hubiera espiado y delatado, habrían
confiado en mí sin sospechar nada. En el fondo, me castigaban porque yo los
protegía.
Como ahora con mayor razón no podía ausentarme, pero no tenía
despacho y a mi amiga no le permitían dejarme entrar en el suyo, me instalé,
indecisa, en la caja de la escalera, una escalera que recorrí varias veces de
arriba abajo – de pronto volví a ser la hija de mi madre, porque TENÍA UN
PAÑUELO. Lo extendí en un escalón entre el primer y el segundo piso, lo alisé
para que estuviera como es debido y me senté encima. Me puse en las rodillas
mis gruesos diccionarios y empecé a traducir descripciones de máquinas
hidráulicas. Yo era un chiste malo sobre la escalera, y mi despacho, un pañuelo.
En las pausas del mediodía, mi amiga se sentaba en la escalera junto a mí.
Comíamos juntas como antes en su oficina y, más antes aún, en la mía. Por el
altavoz del patio, como siempre, los coros de los obreros entonaban cantos
sobre la felicidad del pueblo. Mi amiga comía y lloraba por mí. Yo no. Debía
mantenerme firme y dura. Largo tiempo. Unas cuantas semanas eternas, hasta que
me despidieron.
En la época en que yo era un chiste malo sobre la escalera,
consulté el diccionario para averiguar la importancia de la palabra ESCALERA.
El primer escalón de la escalera se llama PELDAÑO DE ARRANQUE, el último
escalón, PELDAÑO DEL DESCANSILLO. Los escalones horizontales que uno pisa
encajan lateralmente en las MEJILLAS DE LA ESCALERA, y los espacios libres
entre los distintos peldaños se llaman incluso OJOS DE LA ESCALERA. Por las
piezas de las máquinas hidráulicas, embadurnadas de aceite, ya conocía las
bellas palabras COLA DE GOLONDRINA y CUELLO DE CISNE, para ajustar un tornillo
se utilizaba una MADRE DE TORNILLO, e igualmente me dejaron asombrada los
poéticos nombres de las partes de una escalera, la belleza del lenguaje
técnico: MEJILLAS DE LA ESCALERA, OJOS DE LA ESCALERA – es decir, la escalera
tenía un rostro, ya fuese de madera, piedra, cemento o hierro – y los hombres
reproducen su propia cara en las cosas más voluminosas del mundo, dan al
material muerto los nombres de su propia carne, lo personifican en partes del
cuerpo. Y el arduo trabajo sólo les resulta soportable a los especialistas gracias
a esa ternura oculta. Cada trabajo, en cada profesión, se rige por el mismo
principio de la pregunta de mi madre sobre el pañuelo.
Cuando yo era niña, en casa había un cajón destinado a los
pañuelos. En él se alineaban tres pilas en dos hileras, una detrás de la otra:
A la izquierda, los pañuelos de hombre, para el padre y el
abuelo.
A la derecha, los pañuelos de mujer, para la madre y la
abuela.
En el centro, los pañuelos de niño, para mí.
Aquel cajón era nuestro retrato de familia en formato de
pañuelo. Los pañuelos de hombre eran los más grandes, tenían un borde oscuro de
color marrón, gris o burdeos. Los pañuelos de mujer eran más pequeños, con
borde azul celeste, rojo o verde. Los pañuelos de niño eran los más pequeños,
sin borde, pero en el cuadrado blanco había flores o animales pintados. Entre
los tres tipos de pañuelos había los que se usaban los días laborables, en la
hilera anterior, y los que se usaban los domingos, en la hilera posterior. Los
domingos, el pañuelo debía hacer juego con el color de la ropa, aunque no se
viera.
Ningún otro objeto en la casa, ni siquiera nosotros mismos,
nos resultaba tan importante como el pañuelo. Podía utilizarse para una
infinidad de cosas: resfriados, cuando la nariz sangraba o había alguna herida
en la mano, el codo o la rodilla, cuando uno lloraba o lo mordía para reprimir
el llanto. Un pañuelo frío y húmedo en la frente aliviaba el dolor de cabeza.
Con cuatro nudos en las esquinas servía para protegerse del sol o de la lluvia.
Cuando uno quería acordarse de algo, hacía un nudo en el pañuelo como artificio
mnemotécnico. Para cargar bolsas pesadas se envolvía en él la mano. Si ondeaba
era una señal de despedida cuando el tren salía de la estación. Y como tren se
dice en rumano TREN, y en el dialecto del Banato lágrima (Träne) se dice trän,
en mi cabeza el chirrido de los trenes sobre los rieles equivalía siempre al
llanto. En la aldea, cuando alguien moría se le ataba enseguida un pañuelo en
torno a la barbilla para que la boca permaneciera cerrada cuando pasaba la
rigidez cadavérica. Cuando en la ciudad alguien se desplomaba al borde del
camino, siempre había un transeúnte que con su pañuelo cubría la cara del
muerto, y así el pañuelo pasaba a ser su primer reposo mortuorio.
A última hora de la tarde, los días calurosos del verano, los
padres enviaban a sus hijos al cementerio para que regasen las flores. Nos
juntábamos dos o tres e íbamos de una tumba a la otra, regando rápidamente.
Luego nos sentábamos, muy pegados unos a otros, en las escaleras de la capilla
y observábamos cómo de algunas tumbas subían nubecillas de vapor blanco.
Volaban un ratito en el aire negro y desaparecían. Para nosotros eran las almas
de los muertos: Figuras zoomórficas, gafas, frasquitos y tazas, guantes y
medias. Y de vez en cuando un pañuelo blanco con el borde negro de la noche.
Más tarde, conversando con Oskar Pastior para escribir sobre
su deportación a un campo de trabajos forzados soviético, me contó que una
anciana madre rusa le regaló una vez un pañuelo blanco de batista. Tal vez
tengáis suerte tú y mi hijo, y podáis regresar pronto a casa, dijo la rusa. Su
hijo tenía la misma edad que Oskar Pastior y estaba tan lejos de casa como él,
en la dirección opuesta, dijo, en un batallón de castigo. Oskar Pastior había
llamado a su puerta como un mendigo medio muerto de hambre, quería cambiarle un
trozo de carbón por un poquito de comida. Ella lo hizo entrar en la casa y le
dio un plato de sopa. Y cuando la nariz de Oskar empezó a gotear en el plato,
le dio el pañuelo blanco de batista, que nadie había usado todavía. Con un
borde calado de bastoncillos y rosetas impecablemente bordados con hilos de
seda, el pañuelo era una belleza que abrazó e hirió al mendigo. Un híbrido; por
un lado un consuelo de batista; por el otro, una cinta métrica con bastoncillos
de seda, las rayitas blancas en la escala de su desamparo. El mismo Oskar
Pastior era un híbrido para esa mujer: un mendigo extraño en la casa y un hijo
perdido en el mundo. En esas dos personas lo había hecho feliz y le había
exigido demasiado el gesto de una mujer que para él también era dos personas:
una rusa extraña y una madre preocupada con la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO?
Desde que me enteré de esta historia también yo tengo una
pregunta: ¿Es ¿TIENES UN PAÑUELO? válida en todas partes y se halla extendida
sobre medio mundo en el brillo de la nieve entre la congelación y el deshielo?
¿Cruza todas las fronteras pasando entre montañas y estepas hasta adentrarse en
un gigantesco imperio sembrado de campos de trabajos forzados? ¿No hay manera
de dar muerte a la pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? ni siquiera con la hoz y el
martillo, ni siquiera en el estalinismo de la reeducación a través de tantos
campos de trabajos forzados?
Aunque hace décadas que hablo rumano, en la conversación con
Oskar Pastior me percaté por primera vez de que en rumano pañuelo se dice
BATISTA, de nuevo la sensual lengua rumana, que simplemente lanza con apremio
sus palabras hasta el corazón de las cosas. El material no da ningún rodeo, se
designa como pañuelo listo, como BATISTA. Como si cada pañuelo fuera de batista
en todo tiempo y lugar.
Oskar Pastior guardó en la maleta el pañuelo como reliquia de
una doble madre con un doble hijo. Luego se lo llevó a casa tras cinco largos
años en el campo de trabajos forzados. ¿Por qué? – su pañuelo blanco de batista
era esperanza y miedo, y cuando uno renuncia a la esperanza y al miedo, muere.
Después de la conversación sobre el pañuelo blanco me pasé
media noche pegándole a Oskar Pastior un collage sobre un papel blanco:
Aquí bailan puntos dice Bea
entras en un vaso de leche de tallo largo
ropa interior blanca tina de zinc gris verde
contra reembolso se corresponden
casi todos los materiales
mira aquí
yo soy el viaje en tren y
la cereza en la jabonera
nunca hables con hombres extraños ni
acerca de la Central
Cuando a la semana siguiente fui a su casa a regalarle el
collage, me dijo: encima debes pegar: “PARA OSKAR”. Yo le dije: Lo que te doy,
te pertenece, y tú lo sabes. Él dijo: debes pegarlo encima, tal vez el papel no
lo sepa. Me lo llevé de nuevo a casa y encima pegué: para Oskar. Y se lo volví
a regalar la semana siguiente, como si hubiera regresado la primera vez de la
puerta sin pañuelo y ahora estuviera por segunda vez en la puerta con pañuelo.
Con un pañuelo termina también otra historia:
El hijo de mis abuelos se llamaba Matz. En los años treinta
lo enviaron a Timişoara a estudiar finanzas para que se hiciera cargo del
negocio de cereales y de la tienda de ultramarinos de la familia. En la Escuela
enseñaban maestros del Reich alemán, auténticos nazis. Al concluir sus estudios
Matz quizás había recibido, de paso, una capacitación en finanzas, pero sobre
todo recibió una formación de nazi – un lavado de cerebro planificado. Cuando
salió de la escuela, Matz era un nazi fervoroso, un convertido. Ladraba
consignas antisemitas, era inalcanzable como un débil mental. Mi abuelo lo
reprendió repetidas veces, diciéndole que debía toda su fortuna sólo a los
créditos de hombres de negocios judíos amigos suyos. Y al ver que esto no
servía de nada, lo abofeteó varias veces. Pero a su hijo le habían trastornado
el juicio. Jugaba a ser el ideólogo de la aldea, vejaba a los muchachos de su
edad que se negaban a ir al frente. En el ejército rumano ocupaba un puesto de
oficinista. Pero de la teoría quiso pasar a la práctica. Se presentó voluntario
en las SS, quería ir al frente. Unos meses después regresó a casa para casarse.
Tras haber sido testigo de los crímenes en el frente,
aprovechó una fórmula mágica válida para escaparse unos días de la guerra. Esa
fórmula mágica era: permiso por boda.
Mi abuela tenía dos fotos de su hijo Matz en el fondo de un
cajón, una foto de la boda y una foto de la muerte. En la foto de la boda se ve
una novia vestida de blanco, una mano más alta que él, esbelta y seria, una
virgen de yeso. Sobre su cabeza hay una corona de cera como hojas nevadas.
Junto a ella está Matz con su uniforme nazi. En vez de ser un novio, es un
soldado. Un soldado de la boda y su propio último soldado de la patria. Apenas
volvió al frente, llegó la foto de la muerte. Y en ella un último soldado
destrozado por una mina. La foto de la muerte es del tamaño de una mano, un
campo negro, en el centro un paño blanco con un montoncito gris de restos
humanos. Sobre el fondo negro, el paño blanco parece tan pequeño como un
pañuelo de niño cuyo cuadrado blanco tiene pintado en el centro un dibujo
extraño. Para mi abuela esa foto también tenía su híbrido. En el pañuelo blanco
había un nazi muerto, en su memoria, un hijo vivo. Mi abuela dejó esa doble
foto todos aquellos años en su devocionario. Rezaba cada día. Probablemente sus
oraciones también tenían doble fondo. Probablemente seguían el hiato entre el
hijo querido y el nazi obcecado y pedían también al Señor Dios que hiciera el
espagat de amar a ese hijo y perdonar al nazi.
Mi abuelo había sido soldado en la Primera Guerra Mundial.
Sabía de qué estaba hablando cuando decía a menudo y en tono amargo,
refiriéndose a su hijo Matz: Sí, cuando ondean al viento las banderas, el
juicio se pierde en las trompetas. Esta advertencia también era aplicable a la
siguiente dictadura, en la que me tocó vivir a mí misma. A diario se veía cómo
el juicio de los pequeños y grandes oportunistas se perdía en las trompetas. Yo
decidí no tocar la trompeta.
Pero de niña tuve que aprender a tocar el acordeón contra mi
voluntad. Pues en la casa se había quedado el acordeón rojo de Matz, el soldado
muerto. Las correas del acordeón eran demasiado largas para mí, y para que no
se resbalaran por mis hombros, el maestro de acordeón me las ataba a la espalda
con un pañuelo.
Se puede decir que precisamente los objetos más pequeños, ya
sean trompetas, acordeones o pañuelos, terminan atando las cosas más dispares
en la vida; que los objetos giran y, en sus desviaciones, tienen algo que
obedece a las repeticiones, al círculo vicioso. Uno puede creerlo, mas no
decirlo. Pero lo que no puede decirse, puede escribirse. Porque la escritura es
un quehacer mudo, un trabajo que va de la cabeza a la mano. De la boca se
prescinde. En la dictadura yo hablaba mucho, sobre todo porque había decidido no
tocar la trompeta. La mayoría de las veces, hablar tenía consecuencias
intolerables. Pero la escritura empezó en el silencio, en aquella escalera de
la fábrica donde tuve que sopesar y decidir conmigo misma más cosas de las que
podían decirse. El acontecer ya no podía articularse en palabras. A lo sumo los
añadidos externos, mas no su dimensión. Esta yo sólo podía deletrearla en mi
cabeza, en silencio, en el círculo vicioso de las palabras al escribir.
Reaccionaba ante el miedo a la muerte con hambre de vida. Era un hambre de
palabras. Sólo el torbellino de las palabras podía captar mi estado y
deletreaba lo que no podía decirse con la boca. Yo iba detrás de lo vivido en
el círculo vicioso de las palabras, hasta que aparecía algo que no había
conocido antes. Paralelamente a la realidad entraba en acción la pantomima de
las palabras, que no respeta dimensiones reales, reduce las cosas principales y
aumenta las secundarias. El círculo vicioso de las palabras confiere de buenas
a primeras una especie de lógica maldita a lo vivido. La pantomima es furiosa y
permanece atemorizada y tan adicta como hastiada. El tema dictadura surge ahí
espontáneamente, porque la naturalidad ya nunca regresa cuando a uno se la han
robado casi por completo. El tema está implícito ahí, pero las palabras se
apoderan de mí y llevan al tema adonde quieren. Ya nada es cierto y todo es
verdad.
Como chiste malo sobre la escalera estaba yo tan sola como en
aquella época, en que de niña, cuidaba vacas en el valle del río. Comía hojas y
flores para formar parte de ellas, porque ellas sabían cómo se vive y yo no. Me
dirigía a ellas dándoles un nombre. El nombre cardo lechoso debía ser realmente
la planta espinosa con leche en los tallos. Pero la planta no escuchaba el
nombre cardo lechoso. Entonces yo lo intentaba con nombres inventados: COSTILLA
ESPINOSA, CUELLO DE AGUJA, en los que no figuraban ni cardo ni lechoso. En el
engaño de todos los nombres falsos ante la planta verdadera se abría el agujero
hacia el vacío. La situación ridícula de hablar a solas en voz alta conmigo y
no con la planta. Pero la situación ridícula me hacía bien. Yo cuidaba vacas y
el sonido de las palabras me protegía. Sentía:
Cada palabra en el rostro
sabe algo del círculo vicioso
y no lo dice
El sonido de las palabras sabe que debe engañar, porque los
objetos engañan con su material, y los sentimientos, con sus gestos. En el
punto de intersección del engaño de los materiales y de los gestos se instala
el sonido de las palabras con su verdad inventada. Al escribir no puede
hablarse de confianza, sino más bien de la honestidad del engaño.
Por entonces, en la fábrica, cuando yo era un chiste malo
sobre la escalera, y el pañuelo, mi oficina, también encontré en el diccionario
la hermosa palabra INTERÉS ESCALONADO, que designa las tasas de interés de un
préstamo que van subiendo por tramos. Las tasas de interés son para uno gastos
y para otro, ingresos. Al escribir acaban siendo ambas cosas, cuanto más voy
ahondando en el texto. Cuanto más me expolia lo escrito, tanto más muestra a lo
vivido lo que no había en el vivir. Sólo las palabras lo descubren, porque
antes no lo conocían. Allí donde sorprenden a lo vivido es donde mejor lo
reflejan. Se vuelven tan apremiantes que lo vivido debe aferrarse a ellas para
no deshacerse.
Me parece que los objetos no conocen su material, que los
gestos no conocen sus sentimientos y las palabras tampoco conocen la boca que las
enuncia. Pero para asegurarnos nuestra propia existencia necesitamos los
objetos, los gestos y las palabras. Cuanto más palabras nos es permitido usar,
tanto más libres somos. Cuando se nos prohíbe la boca, intentamos afirmarnos
con gestos e incluso con objetos. Son más difíciles de interpretar y permanecen
un tiempo libres de sospecha. Y así pueden ayudarnos a convertir la humillación
en una dignidad que permanece libre de sospecha por un tiempo.
Poco antes de mi emigración de Rumania, el policía de la
aldea vino un día muy de mañana a llevarse a mi madre. Ella estaba ya en la
puerta cuando se le ocurrió la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO? Y no lo tenía.
Aunque el policía se mostró impaciente, ella volvió a entrar en la casa y sacó
un pañuelo. En la comisaría el policía estalló en gritos e improperios. Los
conocimientos de rumano de mi madre no bastaban para que comprendiera los
rugidos del policía, que luego se marchó del despacho y cerró la puerta con
llave desde fuera. Mi madre se pasó el día entero encerrada allí. Las primeras
horas sentada a la mesa, llorando. Después empezó a ir de un lado para otro y a
limpiar el polvo de los muebles con el pañuelo empapado en lágrimas. Por último
cogió el cubo de agua del rincón y la toalla que colgaba de un clavo en la
pared y fregó el piso. Me quedé aterrada cuando me lo contó. ¿Cómo has podido
fregarle el despacho a ese individuo?, le pregunté. Y ella me respondió, sin
ningún reparo: quería hacer algo para matar el tiempo. Y el despacho estaba tan
mugriento. Hice bien en llevarme uno de los pañuelos de hombre, grandes.
Sólo entonces comprendí que con esa humillación adicional,
pero voluntaria, se había proporcionado dignidad en aquel arresto. En un
collage busqué palabras para formularlo:
Yo pensaba en la rosa vigorosa en el corazón
en el alma inservible como un colador
pero el propietario preguntó:
¿quién se acaba imponiendo?
yo dije: salvar el pellejo
él gritó: el pellejo es
sólo una mancha de la batista ofendida
sin juicio.
Me gustaría poder decir una frase para todos aquellos que, en
las dictaduras, todos los días, hasta hoy, son despojados de su dignidad,
aunque sea una frase con la palabra pañuelo, aunque sea la pregunta: ¿TENÉIS UN
PAÑUELO?
Puede ser que, desde siempre, la pregunta por el pañuelo no
se refiera en absoluto al pañuelo, sino a la extrema soledad del ser humano.
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