jueves, 6 de julio de 2017

Juan Carlos Onetti


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Juan Carlos Onetti encerrado con un solo juguete: un libro

Por Eduardo Becerra Grande

—Sí, y digo también que para construir su literatura
no mira al exterior
 sino al mundo que tiene en sus entrañas.

María Esther Gilio
Construcción de la noche. La vida de Juan Carlos Onetti

Los hitos fundamentales de la vida de un gran escritor son sus libros. Al lado de ellos, ciertas vivencias especialmente relevantes suelen evocarse para completar el perfil biográfico y también a veces para tratar de explicar los significados de su literatura. La vida de Juan Carlos Onetti podría dibujarse sobre ambos planos. Autor de un buen puñado de obras maestras: El pozo, La vida breve, Los adioses, El astillero, Juntacadáveres y cuentos como «Un sueño realizado», «El infierno tan temido», «Jacob y el otro» o «La novia robada», por citar sólo unos pocos; en su trayectoria encontramos asimismo experiencias de gran significación: sus matrimonios y divorcios, su vida de juventud y madurez entre Buenos Aires y Montevideo, alguna larga, intensa y agónica pasión amorosa, como la de su relación con la poeta Idea Vilariño, las dificultades y la resistencia al reconocimiento de su obra —plasmadas en su larga colección de segundos puestos en premios literarios— y la cárcel y el exilio, en las que debería apoyarse cualquier biografía al uso sobre su figura.

Todas ellas han sido relatadas, por el propio Onetti o por sus biógrafos o los críticos de su obra, en numerosas ocasiones. En general, la imagen del Onetti silencioso, solitario, huraño e irónico se ha repetido en prácticamente todas las semblanzas que se han acercado a su personalidad. Al lado de todos estos rasgos y aconteceres, otras muchas experiencias menores han sido igualmente destacadas una y otra vez como signos de su carácter singular. Sin embargo, pienso que no se ha resaltado suficientemente el hilo que las une, una delgada fibra que traza una biografía íntima quizás incluso más iluminadora de su literatura y su forma de ser que otros sucesos aparentemente más importantes.

La historia empieza en un armario y termina en una cama, y en ambos lugares encontramos la soledad, el encierro y la lectura, tres rasgos capaces de dibujar la imagen completa de Juan Carlos Onetti. En el principio está Onetti de niño escondido en un ropero, con la puerta levemente entornada para que entre la luz, leyendo durante horas olvidado de todo y ajeno por completo al exterior. Poco después lo vemos en una sala umbría de la biblioteca del Museo Pedagógico de Colón, donde, siempre a solas y en silencio, descubre la literatura de Julio Verne, Valle Inclán, Baroja, Eça de Queiroz y Anatole France. Y, dentro de los territorios de su infancia, esta historia que prefigura al adulto solitario, distante y lector voraz adquiere un perfil definitivo para el resto de sus días cuando conoce a un tío suyo poseedor de la colección completa de las aventuras de Fantomas y al visitarlo lo descubre tumbado en la cama, donde pasaba la mayor parte del día, dedicado a la lectura. Tras esa visita, Juan Carlos Onetti buscará durante toda su vida, sin encontrarlas nunca, la continuación de las aventuras de Fantomas protagonizadas supuestamente por su hija y quedará grabada en su cabeza la imagen de una actitud personal seguramente ya desde entonces irresistible para él, que lo acompañará para siempre y sin duda sería recordada a la hora de tomar una lenta, progresiva y finalmente definitiva decisión crucial ya en su vida adulta. Estas escenas, que podrían ser una sola si prescindiéramos de los escenarios diferentes, dibujan una encrucijada que en el caso de Onetti es, al tiempo, vital y literaria. El encierro y la toma de distancia respecto al mundo le ofrecerán ya en la niñez las condiciones óptimas para adentrarse en esos otros espacios a los que la literatura nos invita a entrar; una vez conseguido el aislamiento, la lectura le abre las puertas de un territorio infinito poblado de un sinfín de lugares, personajes e historias. La soledad es así la condición germinal del sueño y la imaginación; fórmula que puede definir tanto su actitud ante la vida como una parte sustancial de sus ficciones. Ya octogenario, Onetti respondía a una pregunta de María Esther Gilio con estas palabras:

Más de una vez yo dije sin ningún propósito de vanidad «Mi reino no es de este mundo». Y en verdad no es. Mi mundo es el que yo me invento, y este en el que vivo sólo existe en cuanto me da material para el otro. Es en ese sentido que vale para mí. El hecho de que sea de aquí de donde yo saco la materia para construir el mundo de mi literatura, hace que viva este mundo con gran distancia. Esa podría ser la explicación.

Su biografía está salpicada de ejemplos de esta actitud distante ya forjada en la infancia: los cartelitos en la puerta de su casa en González Prado, allá por los años sesenta, en los que se podía leer mensajes tan rotundos como éste: «No estoy, no insista»; su amistad con Juan Rulfo —una de las personas, según confesión propia, de la que se sintió más cercano—, alimentada casi exclusivamente de largos encuentros silenciosos, dignos de esos dos «juntasilencios», como una vez definió a Onetti uno de sus amigos; su negativa a hablar en la Sorbona, ante cien estudiantes que esperaban sus palabras, en un homenaje a su obra; sus encierros en habitaciones de hotel en diferentes actos donde se le había asignado un papel protagonista: como el congreso en su honor realizado en Xalapa, en la Universidad de Veracruz; o el Primer Congreso Internacional de Escritores celebrado en Gran Canaria, del que ostentaba la presidencia que ejerció encerrado en su cuarto del que sólo salía para beber en el bar con su amigo Juan Rulfo, o en el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva, donde, invitado otra vez a actuar de presidente, tuvo que ser sustituido debido a su nuevo encierro. El broche fue su ausencia en la cena en su honor con motivo del Premio Cervantes obtenido en 1980, donde era esperado por, entre otros, los Reyes de España.

Desde luego, no fueron siempre estas actitudes las que adoptaría a lo largo de su vida, pero sí las que han forjado su leyenda, construida a base de ausencias y renuncias. El espacio cerrado se configura así como un marco central en la biografía de Juan Carlos Onetti y simultáneamente constituye el lugar axial de su literatura: habitaciones, cafés, bares, prostíbulos y oficinas se intercambian en su vida y en sus novelas y cuentos como si de un mismo relato se tratara. Y en este paisaje de lugares entre cuatro paredes emergen figuras que rompen su enclaustramiento a través de la imaginación, acto fundador de algunas de sus obras más importantes. El niño Onetti que soñaba a partir de los libros que leía escondido en el armario o en la sala umbría de la biblioteca del Pedagógico se prolonga en Eladio Linacero, que en El poz o—relato que surge, no hay que olvidarlo, en una tarde en que Onetti se encuentra sin tabaco y sin poder salir a la calle a comprarlo— rompe su encierro solitario a base de sueños, recuerdos y ficciones. Pero aún más, la saga sanmariana que inaugura La vida breve comienza en la atmósfera enclaustrada de una casa cuando Juan María Brausen oye la voz de una mujer tras el tabique y comienza a imaginar la posibilidad de convertirse en otro, un tal Arce; y más adelante será ese mismo cuarto el escenario donde el mismo Brausen soñará toda una ciudad y sus habitantes: un espacio de salvación que finalmente prolongará el mismo infierno desde el que fue imaginado. A partir de esta novela inaugural, las numerosas ficciones que posteriormente se ubican en Santa María no dejan nunca de destilar la sensación de que asistimos a las peripecias de seres que no son más que producto del sueño y la imaginación de un demiurgo solitario y aislado que a menudo toma la voz para recordarnos esa situación. La región nuclear de su literatura se inaugura y se prolonga así en una escena que remeda aquella de su niñez. Al mismo tiempo su vida, según avanza, va conquistando cada vez con mayor decisión un nuevo espacio mínimo capaz de albergar la misma soledad y la imaginación de la niñez en un par de metros cuadrados.

Decía más arriba que la historia termina en la cama, que Onetti visita para quedarse cada vez con más frecuencia y durante periodos cada vez más largos, un lugar donde ya no sólo lee sino también escribe, hasta acabar pasando la vida «apoyado en un codo» —como recordaba su última mujer, Dolly— y convertirse definitivamente, en palabras de Juan Villoro que lo retratan magníficamente, en «un tumbado que se entrega a la épica de soñar». Onetti volvía así a un lugar que no había abandonado nunca. En cierta ocasión, al preguntarle qué era lo que más recordaba de cuando era niño, contestó: «Las mentiras, los caprichos, las ganas de esconderme. En mi infancia me escondía a leer en un ropero, ahora lo hago dentro de una cama... Se puede interpretar como una huida de la vida, búsqueda de refugio, yo qué sé». El Onetti adulto se fue a la cama porque ya no cabía en el armario de su niñez, sólo en esos lugares se vio capaz de seguir la que consideraba regla fundamental del verdadero creador: «Quien escribe por necesidad debe buscar dentro de sí mismo, que es el único lugar donde puede buscarse la verdad y todo ese montón de cosas cuya persecución, fracasada siempre, produce la obra de arte. Fuera de nosotros no hay nada, nadie». Héroe de un larguísimo viaje interior trufado de ensoñaciones —travesía que se desdobla incesantemente en los personajes fundamentales de su narrativa—, Juan Carlos Onetti funda a partir de este espacio íntimo una gran literatura, arte que, como señalara Borges, no era otra cosa que «un sueño dirigido y deliberado, pero fundamentalmente sueño».

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Juan Carlos Onetti, cuentista
Por Francisca Noguerol Jiménez

A lo largo de toda su carrera Juan Carlos Onetti practicó el cuento, género con el que comenzó su andadura literaria y que en ningún modo consideró inferior a la novela. De hecho, ninguno de sus relatos se revela como tanteo inicial en el proceso de elaboración de una obra mayor. Todo lo contrario: a veces, como en «La casa en la arena», el texto formó parte en principio de una novela —La vida breve— para adquirir vida propia e independizarse posteriormente.

Algunos de sus títulos — «Jacob y el otro», «Tan triste como ella», «La cara de la desgracia»— han sido adscritos indistintamente a las categorías cuento y nouvelle por su número de páginas lo que, teniendo en cuenta la diferente extensión de las novelas onettianas, da idea de un hecho incuestionable: los relatos no conforman un compartimento estanco, sino que suponen una puerta de acceso privilegiada para adentrarse en un universo narrativo caracterizado por la profunda coherencia entre las partes, la autosuficiencia y la visión de la existencia humana como un mosaico conformado por teselas de diverso tamaño, incorporadas al conjunto con cada nuevo título del escritor.

A ello contribuye la presencia de un narrador falible, testigo de hechos que no entiende del todo y que cuenta a través de elipsis, silencios y frecuentes incisos. Este hecho provoca una profunda desazón en el lector, que se sabe incapacitado para llegar a la verdad de los hechos. Otro elemento de cohesión entre los textos viene dado por la conformación de un espacio simbólico común: la ciudad de Santa María, imaginada a partir de referencias montevideanas y bonaerenses, melancólica, barrosa y marcada por un carácter fantasmagórico a tono con las ensoñaciones en las que viven sumidos los personajes que la habitan. Estos, además, aparecen interpolados en diferentes tramas, pasando de una a otra en distintos momentos de sus vidas y con diversa relevancia en cada argumento.

Perfectamente definidas desde el momento de su aparición y estrechamente vinculadas a las imaginadas por Roberto Arlt, Louis Ferdinand Céline y William Faulkner, las lúcidas criaturas de Onetti no modifican su conducta a raíz de lo que les sucede. En ellas se repite como rasgo distintivo la pasividad, resignación fatalista ante el deterioro a que las somete la vida por la que se convierten en observadoras privilegiadas de la realidad. Marginales por su extracción social o por el oficio que ejercen —inmigrantes, prostitutas, proxenetas, periodistas bohemios, gente de teatro desarraigada— e integrantes de una sociedad donde los demás, sartreanamente, «son el infierno», encuentran como único alivio a su soledad la evasión en el tiempo —el paraíso perdido de infancia y adolescencia—, el espacio —las patrias respectivas para los extranjeros, los espacios de la aventura para los soñadores—, la propia mente —la locura—, las emociones —el amor puro, sin mácula sexual— o la propia muerte —el suicidio—.

«Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo» (1933), el primer cuento publicado por el uruguayo, presenta ya los rasgos característicos de su literatura: mientras deambula sin rumbo fijo por la gran ciudad, un hombre mezcla recuerdos, deseos y sueños en desordenado flujo de conciencia para descubrirnos su alienación de la realidad y su consiguiente necesidad de inventarse una personalidad aventurera. El reflejo de la intimidad del personaje explica la pluralidad tempoespacial, los múltiples planos narrativos y el tempo lento en que se desarrolla la historia, tan característico de la escritura onettiana.

La primera frase resulta especialmente significativa de este hecho:

Cruzó la avenida, en la pausa del tráfico, y echó a andar por Florida. Le sacudió los hombros un estremecimiento de frío, y de inmediato la resolución de ser más fuerte que el aire viajero quitó las manos de los bolsillos, aumentó la curva del pecho y elevó la cabeza, en una búsqueda divina en el cielo monótono. Podría desafiar cualquier temperatura. Podría vivir más allá abajo, más lejos de Ushuaia.

A través de gestos aparentemente sin importancia reconocemos algunos motivos fundamentales del autor. El protagonista camina en busca de un vínculo cósmico, aspiración fallida por la monotonía indiferente del cielo. Ante esta situación, opta por evadirse en el mundo de los sueños, pensando en habitar un espacio mítico ubicado más allá de Ushuaia, la ciudad más austral del planeta. Un poco más adelante se acogerá a la ilusión que le proporciona su amor por María Eugenia, primera de la larga serie de muchachas onettianas en las que, amenazadoramente, se adivinan los signos de la edad adulta y que, como consecuencia de ello, se encuentran próximas a la caída: «Sólo una vez la había visto de blanco; hacía años. Tan bien disfrazada de colegiala que los dos puñetazos simultáneos que daban los senos en la tela, al chocar con la pureza de la gran moña, hacía de la niña una mujer madura, escéptica y cansada». Este personaje arquetípico se repetirá con infinitas variantes hasta «Bichicome», la adolescente deseada por el narrador del último cuento de Onetti.

Llegados a este punto queda claro el tema central de los cuentos que comentamos: la agonía del ser humano —en el doble sentido de lucha y estadio inmediatamente anterior a la muerte— en un mundo signado por el paso del tiempo. Pero esta agonía es descrita sin grandilocuencia trágica, con la contención característica de los mejores autores rioplatenses, con la serenidad del que se sabe más allá del desastre.

Si la vida gotea «como un aceite rancio» en los Poemas de la oficina del también uruguayo Mario Benedetti, tan similares en su atmósfera a la épica de la derrota onettiana, no queda más que el escape romántico a través de los valores comentados más arriba y que dan lugar a pasajes de brutal e irredenta poesía: un adjetivo al desgaire, unas pocas imágenes repetidas, unos trazos impresionistas y el lenguaje de los cuentos abrasa al lector con su frialdad. Así, «Bienvenido, Bob» presenta la adolescencia como la etapa de la vida en que la edad aún no es «una forma definitiva del ridículo»; la mujer que incentiva la representación en «Un sueño realizado» es descrita «con aire de jovencita de otro siglo que hubiera quedado dormida y despertara ahora un poco despeinada, apenas envejecida, pero a punto de alcanzar su edad en cualquier momento, de golpe, y quebrarse allí en silencio, desmoronarse roída por el trabajo sigiloso de los días»; por último, en «El infierno tan temido», relato de la humillación por antonomasia y preferido por el autor entre todos los que escribiera, la primera imagen enviada por la mujer a su antiguo marido y con la que desencadena el suicidio de éste es «una foto parda, escasa de luz, en la que el odio y la sordidez se acrecentaban en los márgenes sombríos, formando gruesas franjas indecisas, como el relieve, como gotas de sudor rodeando una cara angustiada».

Basten estos pocos ejemplos como muestra de la calidad de los cuentos onettianos, que han adquirido por derecho propio una importancia capital en las letras hispánicas del siglo xx. Probablemente, sin «Un sueño realizado» no hubiéramos asistido al patético concierto de Berthe Trépat en Rayuela, ni sería tan importante en la literatura uruguaya la figura del desarraigado —base de la cuentística de L. S. Garini, Julio Ricci, Mario Levrero o Hugo Burel entre otros—, ni la Mágina de Antonio Muñoz Molina sería un espacio tan claramente definido por el desamparo, los recuerdos y la soledad. Sin Onetti, en definitiva, no sabríamos que la poesía más alta habita en los territorios de la sordidez.

Fuente: Centro Virtual Cervantes









jueves, 23 de febrero de 2017

Jorge Luis Borges: El escritor argentino y la tradición



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JORGE LUIS BORGES
El escritor argentino y la tradición
Versión taquigráfica de una clase dictada en el Colegio Libre de Estudios Superiores y reproducida en el libro Discusión, J.L. Borges (Madrid, Alianza, 1997)

Quiero formular y justificar algunas proposiciones escépticas sobre el problema del escritor argentino y la tradición. Mi escepticismo no se refiere a la dificultad o imposibilidad de resolverlo, sino a la existencia misma del problema. Creo que nos enfrenta un tema retórico, apto para desarrollos patéticos; más que de una verdadera dificultad mental entiendo que se trata de una apariencia, de un simulacro, de un seudoproblema.

Antes de examinarlo, quiero considerar los planteos y soluciones más corrientes. Empezaré por una solución que se ha hecho casi instintiva, que se presenta sin colaboración de razonamientos; la que afirma que la tradición literaria argentina ya existe en la poesía gauchesca. Según ella, el léxico, los procedimientos, los temas de la poesía gauchesca deben ilustrar al escritor contemporáneo, y son un punto de partida y quizá un arquetipo. Es la solución más común y por eso pienso demorarme en su examen.

Ha sido propuesta por Lugones en El payador; ahí se lee que los argentinos poseemos un poema clásico, el Martín Fierro, y que ese poema debe ser para nosotros lo que los poemas homéricos fueron para los griegos. Parece difícil contradecir esta opinión, sin menoscabo del Martín Fierro. Creo que el Martín Fierro es la obra más perdurable que hemos escrito los argentinos; y creo con la misma intensidad que no podemos suponer que el Martín Fierro es, como algunas veces se ha dicho, nuestra Biblia, nuestro libro canónico.

Ricardo Rojas, que también ha recomendado la canonización del Martín Fierro, tiene una página, en su Historia de la literatura argentina, que parece casi un lugar común y que es una astucia.

Rojas estudia la poesía de los gauchescos, es decir, la poesía de Hidalgo, Ascasubi, Estanislao del Campo y José Hernández, y la deriva de la poesía de los payadores, de la espontánea poesía de los gauchos. Hace notar que el metro de la poesía popular es el octosílabo y que los autores de la poesía gauchesca manejan ese metro, y acaba por considerar la poesía de los gauchescos como una continuación o magnificación de la poesía de los payadores.

Sospecho que hay un grave error en esta afirmación; podríamos decir un hábil error, porque se ve que Rojas, para dar raíz popular a la poseía de los gauchescos, que empieza en Hidalgo y culmina en Hernández, la presenta como una continuación o derivación de la de los gauchos, y así, Bartolomé Hidalgo es, no el Homero de esta poesía, como dijo Mitre, sino un eslabón.

Ricardo Rojas hace de Hidalgo un payador; sin embargo, según la misma Historia de la literatura argentina, este supuesto payador empezó componiendo versos endecasílabos, metro naturalmente vedado a los payadores, que no percibían su armonía, como no percibieron la armonía del endecasílabo los lectores españoles cuando Garcilaso lo importó de Italia.

Entiendo que hay una diferencia fundamental entre la poesía de los gauchos y la poesía gauchesca. Basta comparar cualquier colección de poesías populares con el Martín Fierro, con el Paulino Lucero, con el Fausto, para advertir esa diferencia, que está no menos en el léxico que en el propósito de los poetas. Los poetas populares del campo y del suburbio versifican temas generales: las penas del amor y de la ausencia, el dolor del amor, y lo hacen en un léxico muy general también; en cambio, los poetas gauchescos cultivan un lenguaje deliberadamente popular, que los poetas populares no ensayan. No quiero decir que el idioma de los poetas populares sea un español correcto, quiero decir que si hay incorrecciones son obra de la ignorancia. En cambio, en los poetas gauchescos hay una busca de las palabras nativas, una profusión del color local. La prueba es ésta: un colombiano, un mejicano o un español pueden comprender inmediatamente las poesías de los payadores, de los gauchos, y en cambio necesitan un glosario para comprender, siquiera aproximadamente, a Estanislao del Campo o Ascasubi.

Todo esto puede resumirse así: la poesía gauchesca, que ha producido –me apresuro a repetirlo- obras admirables, es un género literario tan artificial como cualquier otro. En las primeras composiciones gauchescas, en las trovas de Bartolomé Hidalgo, ya hay un propósito de presentarlas en función del gaucho, como dichas por gauchos, para que el lector las lea con una entonación gauchesca. Nada más lejos de la poesía popular. El pueblo –y esto yo lo he observado no sólo en los payadores de la campaña, sino en los de las orillas de Buenos Aires-, cuando versifica, tiene la convicción de ejecutar algo importante, y rehuye instintivamente las voces populares y busca voces y giros altisonantes. Es probable que ahora la poesía gauchesca haya influido en los payadores y éstos abunden también en criollismos, pero en el principio no ocurrió así, y tenemos una prueba (que nadie ha señalado) en el Martín Fierro.

El Martín Fierro está redactado en un español de entonación gauchesca y no nos deja olvidar durante mucho tiempo que es un gaucho el que canta; abunda en comparaciones tomadas de la vida pastoril; sin embargo, hay un pasaje famoso en que el autor olvida esta preocupación de color local y escribe en un español general, y no habla de temas vernáculos, sino de grandes temas abstractos, del tiempo, del espacio, del mar, de la noche. Me refiero a la payada entre Martín Fierro y el Moreno, que ocupa el fin de la segunda parte. Es como si el mismo Hernández hubiera querido indicar la diferencia entre su poesía gauchesca y la genuina poesía de los gauchos. Cuando esos dos gauchos, Fierro y el Moreno, se ponen a cantar, olvidan toda afectación gauchesca y abordan temas filosóficos. He podido comprobar lo mismo oyendo a payadores de las orillas; éstos rehuyen el versificar en orillero o lunfardo y tratan de expresarse con corrección. Desde luego fracasan, pero su propósito es hacer de la poesía algo alto; algo distinguido, podríamos decir con una sonrisa.

La idea de que la poesía argentina debe abundar en rasgos diferenciales argentino y en color local argentino me parece una equivocación. Si nos preguntan qué libro es más argentino, el Martín Fierro o los sonetos de La urna de Enrique Banchs, no hay ninguna razón para decir que es más argentino el primero. Se dirá que en La urna de Banchs no están el paisaje argentino, la topografía argentina, la botánica argentina, la zoología argentina; sin embargo, hay otras condiciones argentinas en La urna.

Recuerdo ahora unos versos de La urna que parecen escritos para que no pueda decirse que es un libro argentino; son los que dicen: “…El sol en los tejados / y en las ventanas brilla. Ruiseñores / quieren decir que están enamorados”.

Aquí parece inevitable condenar: “El sol en los tejados y en las ventanas brilla”. Enrique Banchs escribió estos versos en un suburbio de Buenos Aires, y en los suburbios de Buenos Aires no hay tejados, sino azoteas; “ruiseñores quieren decir que están enamorados”; el ruiseñor es menos un pájaro de la realidad que de la literatura, de la tradición griega y germánica. Sin embargo, yo diría que en el manejo de estas imágenes convencionales, en esos tejados y en esos ruiseñores anómalos, no estarán desde luego la arquitectura ni la ornitología argentinas, pero están el pudor argentino, la reticencia argentina; la circunstancia de que Blanchs, al hablar de ese gran dolor que lo abrumaba, al hablar de esa mujer que lo había dejado y había dejado vacío el mundo para él, recurra a imágenes extranjeras y convencionales como los tejados y los ruiseñores, es significativa: significativa del pudor, de la desconfianza, de las reticencias argentinas; de la dificultad que tenemos para las confidencias, para la intimidad.

Además, no sé si es necesario decir que la idea de que una literatura debe definirse por los rasgos diferenciales del país que la produce es una idea relativamente nueva; también es nueva y arbitraria la idea de que los escritores deben buscar temas de sus países. Sin ir más lejos, creo que Racine ni siquiera hubiera entendido a una persona que le hubiera negado su derecho al título de poeta francés por haber buscado temas griegos y latinos. Creo que Shakespeare se habría asombrado si hubieran pretendido limitarlo a temas ingleses, y si le hubiesen dicho que, como inglés, no tenía derecho a escribir Hamlet, de tema escandinavo, o Macbeth, de tema escocés. El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo.

He encontrado días pasados una curiosa confirmación de que lo verdaderamente nativo suele y puede prescindir del color local; encontré esta confirmación en la Historia de la declinación y caída del Imperio Romano de Gibbon. Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe. Fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que los camellos eran especialmente árabes; eran para él parte de la realidad, no tenía por qué distinguirlos; en cambio, un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada página; pero Mahoma, como árabe, estaba tranquilo: sabía que podía ser árabe sin camellos. Creo que los argentinos podemos parecernos a Mahoma, podemos creer en la posibilidad de ser argentinos sin abundar en color local.

Séame permitida aquí una confidencia, una mínima confidencia. Durante muchos años, en libros ahora felizmente olvidados, traté de redactar el sabor, la esencia de los barrios extremos de Buenos Aires; naturalmente abundé en palabras locales, no prescindí de palabras como cuchilleros, milongas, tapia, y otras, y escribí así aquellos olvidables y olvidados libros; luego, hará un año, escribí una historia que se llama “La muerte y la brújula” que es una suerte de pesadilla, una pesadilla en que figuran elementos de Buenos Aires deformados por el horror de la pesadilla; pienso allí en el Paseo Colón y lo llamo Rue de Toulon, pienso en las quintas de Adrogué y las llamo Triste-le-Roy; publicada esa historia, mis amigos me dijeron que al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de Buenos Aires. Precisamente porque no me había propuesto encontrar ese sabor, porque me había abandonado al sueño, pude lograr, al cabo de tantos años, lo que antes busqué en vano.

Ahora quiero hablar de una obra justamente ilustre que suelen invocar los nacionalistas. Me refiero a Don Segundo Sombra de Gûiraldes. Los nacionalistas nos dicen que Don Segundo Sombra es el tipo de libro nacional; pero si comparamos Don Segundo Sombra con las obras de la tradición gauchesca, lo primero que notamos son diferencias. Don Segundo Sombra abunda en metáforas de un tipo que nada tiene que ver con el habla de la campaña y sí con las metáforas de los cenáculos contemporáneos de Montmartre. En cuanto a la fábula, a la historia, es fácil comprobar en ella el influjo del Kim de Kipling, cuya acción está en la India y que fue escrito, a su vez, bajo el influjo de Huckleberry Finn de Mark Twain, epopeya del Misisipi. Al hacer esta observación no quiero rebajar el valor de Don Segundo Sombra; al contrario, quiero hacer resaltar que para que nosotros tuviéramos ese libro fue necesario que Gûiraldes recordara la técnica poética de los cenáculos franceses de su tiempo, y la obra de Kipling que había leído hacía muchos años; es decir, Kipling, y Mark Twain, y las metáforas de los poetas franceses fueron necesarios para este libro argentino, para este libro que no es menos argentino, lo repito, por haber aceptado esas influencias.

Quiero señalar otra contradicción: los nacionalistas simulan venerar las capacidades de la mente argentina pero quieren limitar el ejercicio poético de esa mente a algunos pobres temas locales, como si los argentinos sólo pudiéramos hablar de orillas y estancias y no del universo.

Pasemos a otra solución. Se dice que hay una tradición a la que debemos acogernos los escritores argentinos, y que esa tradición es la literatura española. Este segundo consejo es desde luego un poco menos estrecho que el primero, pero también tiende a encerrarnos; muchas objeciones podrían hacérsele, pero basta con dos. La primera es ésta: la historia argentina puede definirse sin equivocación como un querer apartarse de España, como un voluntario distanciamiento de España. La segunda objeción es ésta: entre nosotros el placer de la literatura española, un placer que yo personalmente comparto, suele ser un gusto adquirido; yo muchas veces he prestado, a personas sin versación literaria especial, obras francesas e inglesas, y estos libros han sido gustados inmediatamente, sin esfuerzo. En cambio, cuando he propuesto a mis amigos la lectura de libros españoles, he comprobado que estos libros les eran difícilmente gustables sin un aprendizaje especial; por eso creo que el hecho de que algunos ilustres escritores argentinos escriban como españoles es menos el testimonio de una capacidad heredada que una prueba de la versatilidad argentina.

Llego a una tercera opinión que he leído hace poco sobre los escritores argentinos y la tradición, y que me ha asombrado mucho. Viene a decir que nosotros, los argentinos, estamos desvinculados del pasado; que ha habido como una solución de continuidad entre nosotros y Europa. Según este singular parecer, los argentinos estamos como en los primeros días de la creación; el hecho de buscar temas y procedimientos europeos es una ilusión, un error; debemos comprender que estamos esencialmente solos, y no podemos jugar a ser europeos.

Esta opinión me parece infundada. Comprendo que muchos la acepten, porque esta declaración de nuestra soledad, de nuestra perdición, de nuestro carácter primitivo tiene, como el existencialismo, los encantos de lo patético. Muchas personas pueden aceptar esta opinión porque una vez aceptada se sentirán solas, desconsoladas y, de algún modo, interesantes. Sin embargo, he observado que en nuestro país, precisamente por ser un país nuevo, hay un gran sentido del tiempo. Todo lo que ha ocurrido en Europa, los dramáticos acontecimientos de los últimos años de Europa, han resonado profundamente aquí. El hecho de que una persona fuera partidaria de los franquistas o de los republicanos durante la guerra civil española, o fuera partidaria de los nazis o de los aliados, ha determinado en muchos casos peleas y distanciamientos graves. Esto no ocurriría si estuviéramos desvinculados de Europa. En lo que se refiere a la historia argentina, creo que todos nosotros la sentimos profundamente; y es natural que la sintamos, porque está, por la cronología y por la sangre, muy cerca de nosotros; los nombres, las batallas de las guerras civiles, la guerra de la independencia, todo está, en el tiempo y en la tradición familiar, muy cerca de nosotros.

¿Cuál es la tradición argentina? Creo que podemos contestar fácilmente y que no hay problema en esta pregunta. Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esa tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental. Recuerdo aquí un ensayo de Thorstein Veblen, sociólogo norteamericano, sobre la preeminencia de los judíos en la cultura occidental. Se pregunta si esta preeminencia permite conjeturar una superioridad innata de los judíos, y contesta que no; dice que sobresalen en la cultura occidental, porque actúan dentro de esa cultura y al mismo tiempo no se sienten atados a ella por una devoción especial; “por eso –dice- a un judío siempre le será más fácil que a un occidental no judío innovar en la cultura occidental”; y lo mismo podemos decir de los irlandeses en la cultura de Inglaterra. Tratándose de los irlandeses, no tenemos por qué suponer que la profusión de nombres irlandeses en la literatura y la filosofía británicas se deba a una preeminencia racial, porque muchos de esos irlandeses ilustres (Shaw, Berkeley, Swift) fueron descendientes de ingleses, fueron personas que no tenían sangre celta; sin embargo, les bastó el hecho de sentirse irlandeses, distintos, para innovar en la cultura inglesa. Creo que los argentinos, los sudamericanos en general, estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas.

Esto no quiere decir que todos los experimentos argentinos sean igualmente felices; creo que este problema de la tradición y de lo argentino es simplemente una forma contemporánea, y fugaz del eterno problema del determinismo. Si yo voy a tocar la mesa con una de mis manos, y me pregunto: ¿la tocaré con la mano izquierda o con la mano derecha?; y luego la toco con la mano derecha, los deterministas dirán que yo no podía obrar de otro modo y que toda la historia anterior del universo me obligaba a tocarla con la mano derecha, y que tocarla con la mano izquierda hubiera sido un milagro. Sin embargo, si la hubiera tocado con la mano izquierda me habrían dicho lo mismo: que había estado obligado a tocarla con esa mano. Lo mismo ocurre con los temas y procedimientos literarios. Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina, de igual modo que el hecho de tratar temas italianos pertenece a la tradición de Inglaterra por obra de Chaucer y de Shakespeare.

Creo, además, que todas estas discusiones previas sobre propósitos de ejecución literaria están basadas en el error de suponer que las intenciones y los proyectos importan mucho. Tomemos el caso de Kipling: Kipling dedicó su vida a escribir en función de determinados ideales políticos, quiso hacer de su obra un instrumento de propaganda y, sin embargo, al fin de su vida hubo de confesar que la verdadera  esencia de la obra de un escritor suele ser ignorada por éste; y recordó el caso de Swift que al escribir Los viajes de Gulliver quiso levantar un testimonio contra la humanidad y dejó, sin embargo, un libro para niños. Platón dijo que los poetas son amanuenses de un dios, que los anima contra su voluntad, contra sus propósitos, como el imán anima a una serie de anillos de hierro.

Por eso repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad, y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara.


Creo que si nos abandonamos a ese sueño voluntario que se llama la creación artística, seremos argentinos y seremos también, buenos o tolerables escritores.

domingo, 28 de agosto de 2016

Creación de personajes: Ficha y cuestionario

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Ficha de creación de personaje from Taller de Lectura y Escritura "En Espiral"





CUESTIONARIO DE PROUST
1.– ¿Principal rasgo de su carácter?
2.– ¿Qué cualidad aprecia más en un hombre?
3.– ¿Y en una mujer?
4.– ¿Qué espera de sus amigos?
5.– ¿Su principal defecto?
6.– ¿Su ocupación favorita?
7.– ¿Su ideal de felicidad?
8.– ¿Cuál sería su mayor desgracia?
9.– ¿Qué le hubiera gustado ser?
10.– ¿Dónde le gustaría vivir?
11.– ¿Su color favorito?
12. – ¿La flor que más le gusta?
13.– ¿El pájaro que prefiere?
14.– ¿Sus autores favoritos en prosa?
15.– ¿Sus poetas?
16.– ¿Un héroe de ficción?
17.– ¿Una heroína?
18.– ¿Su compositor/músico/cantante favorito?
19.– ¿Su pintor preferido?
20.– ¿Su héroe de la vida real?
21.– ¿Su comida favorita?
22.– ¿Qué hábito ajeno no soporta?
23.– ¿Qué es lo que más detesta?
24.– ¿Una figura histórica que deteste?
26.– ¿Qué don de la naturaleza desearía poseer?
27. – ¿Cómo le gustaría morir?
28.– ¿Cuál es el estado común de su ánimo?
29.– ¿Qué defectos le inspiran más indulgencia?

30.– ¿Tiene un lema?

Creación de personajes: Temperamento

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