martes, 25 de noviembre de 2014

Literatura epistolar





La novela epistolar






David Toscana: "El último lector"





Nikolái Vasílievich Gógol: "Diario de un loco"





Aleksandr Serguéyevich Pushkin: "Eugenio Oneguín"





Imperio ruso: Contexto literario





Johann Wolfgang von Goethe: "Poesía y verdad"





Johann Wolfgang von Goethe: "Fausto"





Fausto. Del mito a la literatura





sábado, 11 de octubre de 2014

Jorge Luis Borges: "El libro"




De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación.

En César y Cleopatra de Shaw, cuando se habla de la biblioteca de Alejandría se dice que es la memoria de la humanidad. Eso es el libro y es algo más también, la imaginación. Porque, ¿qué es nuestro pasado sino una serie de sueños? ¿Qué diferencia puede haber entre recordar sueños y recordar el pasado? Esa es la función que realiza el libro.

Yo he pensado, alguna vez, escribir una historia del libro. No desde el punto de vista físico. No me interesan los libros físicamente (sobre todo los libros de los bibliófilos, que suelen ser desmesurados), sino las diversas valoraciones que el libro ha recibido. He sido anticipado por Spengler, en su Decadencia de Occidente, donde hay páginas preciosas sobre el libro. Con alguna observación personal, pienso atenerme a lo que dice Spengler.

Los antiguos no profesaban nuestro culto del libro —cosa que me sorprende; veían en el libro un sucedáneo de la palabra oral. Aquella frase que se cita siempre: Scripta manent, verba volant, no significa que la palabra oral sea efímera, sino que la palabra escrita es algo duradero y muerto. En cambio, la palabra oral tiene algo de alado, de liviano; alado y sagrado, como dijo Platón. Todos los grandes maestros de la humanidad han sido, curiosamente, maestros orales.

Tomaremos el primer caso: Pitágoras. Sabemos que Pitágoras no escribió deliberadamente. No escribió porque no quiso atarse a una palabra escrita. Sintió, sin duda, aquello de que la letra mata y el espíritu vivifica, que vendría después en la Biblia. El debió sentir eso, no quiso atarse a una palabra escrita; por eso Aristóteles no habla nunca de Pitágoras, sino de los pitagóricos. Nos dice, por ejemplo, que los pitagóricos profesaban la creencia, el dogma, del eterno retorno, que muy tardíamente descubriría Nietzsche. Es decir, la idea del tiempo cíclico, que fue refutada por San Agustín en La ciudad de Dios. San Agustín dice con una hermosa metáfora que la cruz de Cristo nos salva del laberinto circular de los estoicos. La idea de un tiempo cíclico fue rozada también por Hume, por Blanqui... y por tantos otros.

Pitágoras no escribió voluntariamente, quería que su pensamiento viviese más allá de su muerte corporal, en la mente de sus discípulos. Aquí vino aquello de (yo no sé griego, trataré de decirlo en latín) Magister dixit (el maestro lo ha dicho). Esto no significa que estuvieran atados porque el maestro lo había dicho; por el contrario, afirma la libertad de seguir pensando el pensamiento inicial del maestro.

No sabemos si inició la doctrina del tiempo cíclico, pero sí sabemos que sus discípulos la profesaban. Pitágoras muere corporalmente y ellos, por una suerte de transmigración —esto le hubiera gustado a Pitágoras— siguen pensando y repensando su pensamiento, y cuando se les reprocha el decir algo nuevo, se refugian en aquella fórmula: el maestro lo ha dicho (Magister dixit).

Pero tenemos otros ejemplos. Tenemos el alto ejemplo de Platón, cuando dice que los libros son como efigies (puede haber estado pensando en esculturas o en cuadros), que uno cree que están vivas, pero si se les pregunta algo no contestan. Entonces, para corregir esa mudez de los libros, inventa el diálogo platónico. Es decir, Platón se multiplica en muchos personajes: Sócrates, Gorgias y los demás. También podemos pensar que Platón quería consolarse de la muerte de Sócrates pensando que Sócrates seguía viviendo. Frente a todo problema él se decía: ¿qué hubiera dicho Sócrates de esto? Así, de algún modo, fue la inmortalidad de Sócrates, quien no dejó nada escrito, y también un maestro oral. De Cristo sabemos que escribió una sola vez algunas palabras que la arena se encargó de borrar. No escribió otra cosa que sepamos. El Buda fue también un maestro oral; quedan sus prédicas. Luego tenemos una frase de San Anselmo: Poner un libro en manos de un ignorante es tan peligroso como poner una espada en manos de un niño. Se pensaba así de los libros. En todo Oriente existe aún el concepto de que un libro no debe revelar las cosas; un libro debe, simplemente, ayudarnos a descubrirlas. A pesar de mi ignorancia del hebreo, he estudiado algo de la Cábala y he leído las versiones inglesas y alemanas del Zohar (El libro del esplendor), El Séfer Yezira (El libro de las relaciones). Sé que esos libros no están escritos para ser entendidos, están hechos para ser interpretados, son acicates para que el lector siga el pensamiento. La antigüedad clásica no tuvo nuestro respeto del libro, aunque sabemos que Alejandro de Macedonia tenía bajo su almohada la Ilíada y la espada, esas dos armas. Había gran respeto por Homero, pero no se lo consideraba un escritor sagrado en el sentido que hoy le damos a la palabra. No se pensaba que la Ilíada y la Odisea fueran textos sagrados, eran libros respetados, pero también podían ser atacados.

Platón pudo desterrar a los poetas de su República sin caer en la sospecha de herejía. De estos testimonios de los antiguos contra el libro podemos agregar uno muy curioso de Séneca. En una de sus admirables epístolas a Lucilio hay una dirigida contra un individuo muy vanidoso, de quien dice que tenía una biblioteca de cien volúmenes; y quién —se pregunta Séneca— puede tener tiempo para leer cien volúmenes. Ahora, en cambio, se aprecian las bibliotecas numerosas.

En la antigüedad hay algo que nos cuesta entender, que no se parece a nuestro culto del libro. Se ve siempre en el libro a un sucedáneo de la palabra oral, pero luego llega del Oriente un concepto nuevo, del todo extraño a la antigüedad clásica: el del libro sagrado. Vamos a tomar dos ejemplos, empezando por el más tardío: los musulmanes. Estos piensan que el Corán es anterior a la creación, anterior a la lengua árabe; es uno de los atributos de Dios, no una obra de Dios; es como su misericordia o su justicia. En el Corán se habla en forma asaz misteriosa de la madre del libro. La madre del libro es un ejemplar del Corán escrito en el cielo. Vendría a ser el arquetipo platónico del Corán, y ese mismo libro —lo dice el Corán—, ese libro está escrito en el cielo, que es atributo de Dios y anterior a la creación. Esto lo proclaman los sulems o doctores musulmanes.

Luego tenemos otros ejemplos más cercanos a nosotros: la Biblia o, más concretamente, la Torá o el Pentateuco. Se considera que esos libros fueron dictados por el Espíritu Santo. Esto es un hecho curioso: la atribución de libros de diversos autores y edades a un solo espíritu; pero en la Biblia misma se dice que el Espíritu sopla donde quiere. Los hebreos tuvieron la idea de juntar diversas obras literarias de diversas épocas y de formar con ellas un solo libro, cuyo título es Torá (Biblia en griego). Todos estos libros se atribuyen a un solo autor: el Espíritu.

A Bernard Shaw le preguntaron una vez si creía que el Espíritu Santo había escrito la Biblia. Y contestó: Todo libro que vale la pena de ser releído ha sido escrito por el Espíritu. Es decir, un libro tiene que ir más allá de la intención de su autor. La intención del autor es una pobre cosa humana, falible, pero en el libro tiene que haber más. El Quijote, por ejemplo, es más que una sátira de los libros de caballería. Es un texto absoluto en el cual no interviene, absolutamente para nada, el azar.

Pensemos en las consecuencias de esta idea. Por ejemplo, si yo digo:

Corrientes aguas, puras, cristalinas,
árboles que os estáis mirando en ellas
verde prado, de fresca sombra lleno

es evidente que los tres versos constan de once sílabas. Ha sido querido por el autor, es voluntario.

Pero, qué es eso comparado con una obra escrita por el Espíritu, qué es eso comparado con el concepto de la Divinidad que condesciende a la literatura y dicta un libro. En ese libro nada puede ser casual, todo tiene que estar justificado, tienen que estar justificadas las letras. Se entiende, por ejemplo, que el principio de la Biblia: Bereshit baraelohim comienza con una B porque eso corresponde a bendecir. Se trata de un libro en el que nada es casual, absolutamente nada. Eso nos lleva a la Cábala, nos lleva al estudio de las letras, a un libro sagrado dictado por la divinidad que viene a ser lo contrario de lo que los antiguos pensaban. Estos pensaban en la musa de modo bastante vago.

Canta, musa, la cólera de Aquiles, dice Homero al principio de la Ilíada. Ahí, la musa corresponde a la inspiración. En cambio, si se piensa en el Espíritu, se piensa en algo más concreto y más fuerte: Dios, que condesciende a la literatura. Dios, que escribe un libro; en ese libro nada es casual: ni el número de las letras ni la cantidad de sílabas de cada versículo, ni el hecho de que podamos hacer juegos de palabras con las letras, de que podamos tomar el valor numérico de las letras. Todo ha sido ya considerado.

El segundo gran concepto del libro —repito— es que pueda ser una obra divina. Quizá esté más cerca de lo que nosotros sentimos ahora que de la idea del libro que tenían los antiguos: es decir, un mero sucedáneo de la palabra oral. Luego decae la creencia en un libro sagrado y es reemplazada por otras creencias. Por aquella, por ejemplo, de que cada país está representado por un libro. Recordemos que los musulmanes denominan a los israelitas, la gente del libro; recordemos aquella frase de Heinrich Heine sobre aquella nación cuya patria era un libro: la Biblia, los judíos. Tenemos entonces un nuevo concepto, el de que cada país tiene que ser representado por un libro; en todo caso, por un autor que puede serlo de muchos libros.

Es curioso —no creo que esto haya sido observado hasta ahora— que los países hayan elegido individuos que no se parecen demasiado a ellos. Uno piensa, por ejemplo, que Inglaterra hubiera elegido al doctor Johnson como representante; pero no, Inglaterra ha elegido a Shakespeare, y Shakespeare es —digámoslo así— el menos inglés de los escritores ingleses. Lo típico de Inglaterra es el understatement, es el decir un poco menos de las cosas. En cambio, Shakespeare tendía a la hipérbole en la metáfora, y no nos sorprendería nada que Shakespeare hubiera sido italiano o judío, por ejemplo.

Otro caso es el de Alemania; un país admirable, tan fácilmente fanático, elige precisamente a un hombre tolerante, que no es fanático, y a quien no le importa demasiado el concepto de patria; elige a Goethe. Alemania está representada por Goethe.

En Francia no se ha elegido un autor, pero se tiende a Hugo. Desde luego, siento una gran admiración por Hugo, pero Hugo no es típicamente francés. Hugo es extranjero en Francia; Hugo, con esas grandes decoraciones, con esas vastas metáforas, no es típico de Francia.

Otro caso aún más curioso es el de España. España podría haber sido representada por Lope, por Calderón, por Quevedo. Pues no. España está representada por Miguel de Cervantes. Cervantes es un hombre contemporáneo de la Inquisición, pero es tolerante, es un hombre que no tiene ni las virtudes ni los vicios españoles.

Es como si cada país pensara que tiene que ser representado por alguien distinto, por alguien que puede ser, un poco, una suerte de remedio, una suerte de triaca, una suerte de contraveneno de sus defectos. Nosotros hubiéramos podido elegir el Facundo de Sarmiento, que es nuestro libro, pero no; nosotros, con nuestra historia militar, nuestra historia de espada, hemos elegido como libro la crónica de un desertor, hemos elegido el Martín Fierro, que si bien merece ser elegido como libro, ¿como pensar que nuestra historia está representada por un desertor de la conquista del desierto? Sin embargo, es así; como si cada país sintiera esa necesidad.

Sobre el libro han escrito de un modo tan brillante tantos escritores. Yo quiero referirme a unos pocos. Primero me referiré a Montaigne, que dedica uno de sus ensayos al libro. En ese ensayo hay una frase memorable: No hago nada sin alegría. Montaigne apunta a que el concepto de lectura obligatoria es un concepto falso. Dice que si él encuentra un pasaje difícil en un libro, lo deja; porque ve en la lectura una forma de felicidad.

Recuerdo que hace muchos años se realizó una encuesta sobre qué es la pintura. Le preguntaron a mi hermana Norah y contestó que la pintura es el arte de dar alegría con formas y colores. Yo diría que la literatura es también una forma de la alegría. Si leemos algo con dificultad, el autor ha fracasado. Por eso considero que un escritor como Joyce ha fracasado esencialmente, porque su obra requiere un esfuerzo.

Un libro no debe requerir un esfuerzo, la felicidad no debe requerir un esfuerzo. Pienso que Montaigne tiene razón. Luego enumera los autores que le gustan. Cita a Virgilio, dice preferir las Geórgicas a la Eneida; yo prefiero la Eneida, pero eso no tiene nada que ver. Montaigne habla de los libros con pasión, pero dice que aunque los libros son una felicidad, son, sin embargo, un placer lánguido.

Emerson lo contradice —es el otro gran trabajo sobre los libros que existe—. En esa conferencia, Emerson dice que una biblioteca es una especie de gabinete mágico. En ese gabinete están encantados los mejores espíritus de la humanidad, pero esperan nuestra palabra para salir de su mudez. Tenemos que abrir el libro, entonces ellos despiertan. Dice que podemos contar con la compañía de los mejores hombres que la humanidad ha producido, pero que no los buscamos y preferimos leer comentarios, críticas y no vamos a lo que ellos dicen.

Yo he sido profesor de literatura inglesa, durante veinte años, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Siempre les he dicho a mis estudiantes que tengan poca bibliografía, que no lean críticas, que lean directamente los libros; entenderán poco, quizá, pero siempre gozarán y estarán oyendo la voz de alguien. Yo diría que lo más importante de un autor es su entonación, lo más importante de un libro es la voz del autor, esa voz que llega a nosotros.

Yo he dedicado una parte de mi vida a las letras, y creo que una forma de felicidad es la lectura; otra forma de felicidad menor es la creación poética, o lo que llamamos creación, que es una mezcla de olvido y recuerdo de lo que hemos leído.

Emerson coincide con Montaigne en el hecho de que debemos leer únicamente lo que nos agrada, que un libro tiene que ser una forma de felicidad. Le debemos tanto a las letras. Yo he tratado más de releer que de leer, creo que releer es más importante que leer, salvo que para releer se necesita haber leído. Yo tengo ese culto del libro. Puedo decirlo de un modo que puede parecer patético y no quiero que sea patético; quiero que sea como una confidencia que les realizo a cada uno de ustedes; no a todos, pero sí a cada uno, porque todos es una abstracción y cada uno es verdadero.

Yo sigo jugando a no ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros. Los otros días me regalaron una edición del año 1966 de la Enciclopedia de Brokhause. Yo sentí la presencia de ese libro en mi casa, la sentí como una suerte de felicidad. Ahí estaban los veintitantos volúmenes con una letra gótica que no puedo leer, con los mapas y grabados que no puedo ver; y sin embargo, el libro estaba ahí. Yo sentía como una gravitación amistosa del libro. Pienso que el libro es una de las posibilidades de felicidad que tenemos los hombres.

Se habla de la desaparición del libro; yo creo que es imposible. Se dirá qué diferencia puede haber entre un libro y un periódico o un disco. La diferencia es que un periódico se lee para el olvido, un disco se oye asimismo para el olvido, es algo mecánico y por lo tanto frívolo. Un libro se lee para la memoria.

El concepto de un libro sagrado, del Corán o de la Biblia, o de los Vedas —donde también se expresa que los Vedas crean el mundo—, puede haber pasado, pero el libro tiene todavía cierta santidad que debemos tratar de no perder. Tomar un libro y abrirlo guarda la posibilidad del hecho estético. ¿Qué son las palabras acostadas en un libro? ¿Qué son esos símbolos muertos? Nada absolutamente. ¿Qué es un libro si no lo abrimos? Es simplemente un cubo de papel y cuero, con hojas; pero si lo leemos ocurre algo raro, creo que cambia cada vez.

Heráclito dijo (lo he repetido demasiadas veces) que nadie baja dos veces al mismo río. Nadie baja dos veces al mismo río porque las aguas cambian, pero lo más terrible es que nosotros somos no menos fluidos que el río. Cada vez que leemos un libro, el libro ha cambiado, la connotación de las palabras es otra. Además, los libros están cargados de pasado.

He hablado en contra de la crítica y voy a desdecirme (pero qué importa desdecirme). Hamlet no es exactamente el Hamlet que Shakespeare concibió a principios del sigio XVII, Hamlet es el Hamlet de Coleridge, de Goethe y de Bradley. Hamlet ha sido renacido. Lo mismo pasa con el Quijote. Igual sucede con Lugones y Martínez Estrada, el Martín Fierro no es el mismo. Los lectores han ido enriqueciendo el libro.

Si leemos un libro antiguo es como si leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en que fue escrito y nosotros. Por eso conviene mantener el culto del libro. El libro puede estar lleno de erratas, podemos no estar de acuerdo con las opiniones del autor, pero todavía conserva algo sagrado, algo divino, no con respeto superticioso, pero sí con el deseo de encontrar felicidad, de encontrar sabiduría.


Eso es lo que quería decirles hoy.


Jorge Luis Borges: "Del culto de los libros"



En el octavo libro de la Odisea se lee que los dioses tejen dichas para que a las futuras generaciones no les falte algo que cantar; la declaración de Mallarmé: El mundo existe para llegar a un libro, parece repetir, unos treinta siglos después, el mismo concepto de una justificación estética de los males. Las dos teologías, sin embargo, no coinciden íntegramente; la del griego corresponde a la época de la palabra oral, y la del francés, a una época de la palabra escrita. En una se habla de contar y en otra de libros. Un libro, cualquier libro, es para nosotros un objeto sagrado: ya Cervantes, que tal vez no escuchaba todo lo que decía la gente, leía hasta “los papeles rotos de las calles”. El fuego, en una de las comedias de Bernard Shaw, amenaza la biblioteca de Alejandría; alguien exclama que arderá la memoria de la humanidad, y César le dice: Déjala arder. Es una memoria de infamia. El César histórico, en mi opinión, aprobaría o condenaría el dictamen que el autor le atribuye, pero no lo juzgaría, como nosotros, una broma sacrílega. La razón es clara: para los antiguos la palabra escrita no era otra cosa que un sucedáneo de la palabra oral.

Es fama que Pitágoras no escribió; Gomperz (Griechischeker, Denker I, 3) defiende que obró así por tener más fe en la virtud de la instrucción hablada. De mayor fuerza que la mera abstención de Pitágoras es el testimonio inequívoco de Platón. En el Timeo, afirmó: “Es dura tarea descubrir al hacedor y padre de este universo, y, una vez descubierto, es imposible declararlo a todos los hombres”, y en el Fedro narró una fábula egipcia contra la escritura (cuyo hábito hace que la gente descuide el ejercicio de la memoria y dependa de símbolos) y dijo que los libros son como las figuras pintadas, “que parecen vivas, pero no contestan una palabra a las preguntas que les hacen”. Para atenuar o eliminar este inconveniente imaginó el diálogo filosófico. El maestro elige al discípulo, pero el libro no elige a sus lectores, que pueden ser malvados o estúpidos; este recelo platónico perdura en las palabras de Clemente de Alejandría, hombre de cultura pagana: “Lo más prudente es no escribir sino aprender y enseñar de viva voz, porque lo escrito queda” (Stromateis), y en éstas del mismo tratado: “Escribir en un libro todas las cosas es dejar una espada en manos de un niño”; que derivan también de las evangélicas: “No deis lo santo a los perros ni echéis vuestras perlas delante de los puercos, porque no las huellen con los pies, y vuelvan y os despedacen”. Esta sentencia es de Jesús, el mayor de los maestros orales, que una sola vez escribió unas palabras en la tierra y no las leyó ningún hombre (Juan, 8:6).

Clemente Alejandrino escribió su recelo de la escritura a fines del siglo II; a fines del siglo IV se inició el proceso mental que, a la vuelta de muchas generaciones, culminaría en el predominio de la palabra escrita sobre la hablada, de la pluma sobre la voz. Un admirable azar ha querido que un escritor fijara el instante (apenas exagero al llamarlo instante) en que tuvo principio el vasto Proceso. Cuenta San Agustín, en el libro seis de las Confesiones: “Cuando Ambrosio leía, pasaba la vista sobre las páginas penetrando su alma, en el sentido, sin proferir una palabra ni mover la lengua. Muchas veces -pues a nadie se le prohibía entrar, ni había costumbre de avisarle quién venía, lo vimos leer calladamente y nunca de otro modo, y al cabo de un tiempo nos íbamos, conjeturando que aquel breve intervalo que se le concedía para reparar su espíritu, libre del tumulto de los negocios ajenos, no quería que se lo ocupasen en otra cola, tal vez receloso de que un oyente, atento a las dificultades del texto, le pidiera la explicación de un pasaje oscuro o quisiera discutirlo con él, Con lo que no pudiera leer tantos volúmenes como deseaba. Yo entiendo que leía de ese modo por conservar la voz, que se le tomaba con facilidad. En todo caso, cualquiera que fuese el propósito de tal hombre, ciertamente era bueno”. San Agustín fue discípulo de San Ambrosio, obispo de Milán, hacia el año 384; trece años después, en Numidia, redactó sus Confesiones y aún lo inquietaba aquel singular espectáculo: un hombre en una habitación, con un libro, leyendo sin articular las palabras.

Aquel hombre pasaba directamente del signo de escritura a la intuición, omitiendo el signo sonoro; el extraño arte que iniciaba, el arte de leer en voz baja, conduciría a consecuencias maravillosas. Conduciría, cumplidos muchos años, al concepto del libro como fin, no como instrumento de un fin. (Este concepto místico, trasladado a la literatura profana, daría los singulares destinos de Flaubert y de Mallarmé, de Henry James y de James Joyce.) A la noción de un Dios que habla con los hombres para ordenarles algo o prohibirles algo, se superpone la del Libro Absoluto, la de una Escritura Sagrada. Para los musulmanes, el “Alcorán” (también llamado El Libro, Al Kitab), no es una mera obra de Dios, como las almas de los hombres o el universo; es uno de los atributos de Dios como Su eternidad o Su ira. En el capítulo XIII, leemos que el texto original, La Madre del Libro, está depositado en el Cielo. Muhammad-al-Ghazali, el Algazel de los escolásticos, declaró: “el Alcorán se copia en un libro, se pronuncia con la lengua, se recuerda en el corazón y, sin embargo sigue perdurando en el centro de Dios y no lo altera su pasaje por las hojas escritas y por los entendimientos humanos”. George Sale observa que ese increado Alcorán no es otra cosa que su idea o arquetipo platónico; es verosímil que Algazel recurriera a los arquetipos, comunicados al Islam por la Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza y por Avicena, para justificar la noción de la Madre del Libro.

Aún más extravagantes que los musulmanes fueron los judíos. En el primer capítulo de su Biblia se halla la sentencia famosa: “Y Dios dijo; sea la luz; y fue la luz”; los cabalistas razonaron que la virtud de esa orden del Señor procedió de las letras de las palabras. El tratado Sefer Yetsirah (Libro de la Formación), redactado en Siria o en Palestina hacia el siglo VI, revela que Jehová de los Ejércitos, Dios de Israel y Dios Todopoderoso, creó el universo mediante los números cardinales que van del uno al diez y las veintidós letras del alfabeto. Que los números sean instrumentos o elementos de la Creación es dogma de Pitágoras y de Jámblico; que las letras lo sean es claro indicio del “Veintidós letras fundamentales: Dios las dibujó, las grabó, las combinó, las pesó, las permutó, y con ellas produjo todo lo que es y todo lo que será”. Luego se revela qué letra tiene poder sobre el aire, y cuál sobre el agua, y cuál sobre el fuego, y cuál sobre la sabiduría, y cuál sobre la paz y cuál sobre la gracia, y cuál sobre el sueño, y cuál sobre la cólera, y cómo (por ejemplo) la letra kaf, que tiene poder sobre la vida, sirvió para formar el sol en el mundo, el miércoles en el año y la oreja izquierda en el cuerpo.

Más lejos fueron los cristianos. El pensamiento de que la divinidad había escrito un libro los movió a imaginar que había escrito dos y que el otro era el universo. A principios del siglo XVII, Francis Bacon decláró en su Advancement of Learning que Dios nos ofrecía dos libros, para que no incidiéramos en error: el primero, el volumen de las Escrituras, que revela Su voluntad; el segundo, el volumen de las criaturas, que revela Su poderío y que éste era la llave de aquél. Bacon se proponía mucho más que hacer una metáfora; opinaba que el mundo era reducible a formas esenciales (temperaturas, densidades, pesos, colores), que integraban, en número limitado, un abecedarium naturae o serie de las letras con que se escribe el texto universal. Sir Thomas Brow hacia 1642, confirmó: “Dos son los libros en que suelo aprender teología: La Sagrada Escritura y aquel universal y público manuscrito que está patente a todos los ojos. Quienes nunca vieron en el primero, Lo descubrieron en el otro” (Religio Medici, I, 16). En el mismo párrafo se lee: “Todas las cosas artificiales, porque la Naturaleza es el Arte de Dios”. Doscientos años transcurrieron y el escocés Carlyle, en diversos lugares de labor y particularmente en el ensayo sobre Cagliostro, superó la conjetura de Bacon; estampó que la historia universal es Escritura Sagrada que desciframos y escribimos inciertamente en la que también nos escriben. Después, León Bloy escribió: “No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar quién Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero, su imperecedero Nombre en el registro de la Luz La historia es un inmenso texto litúrgico, donde las iotas y puntos no valen menos que los versículos o capítulos íntegros pero la importancia de unos y de otros es indeterminable y profundamente escondida” (L'Ame de Napoleón, 1912). El mundo, según Mallarmé, existe para un libro; según Bloy, somos versículos o palabras o letras de un libro mágico, y ese libro incesante es la única cosa que hay en el mundo: es, mejor dicho, el mundo.


Buenos Aires, 1951


Georg Lukács: “Los sufrimientos del joven Werther”


 

El año de publicación del Werther –1774– es una fecha importante no sólo para la historia de la literatura alemana, sino también para la de la literatura universal. La hegemonía literaria y filosófica de Alemania, breve, pero importante, el temporal relevo de Francia en la dirección ideológica en esos campos, se manifiesta abiertamente por vez primera con el éxito universal del Werther. Cierto que la literatura alemana tiene ya antes obras de importancia histórico-universal. Baste con recordar a Winckelmann, a Lessing, el Götz de Berlichingen del propio Goethe. Pero la influencia extraordinariamente amplia y profunda del Werther en todo el mundo ha puesto claramente de manifiesto esa función rectora de la ilustración alemana.

¿De la ilustración alemana? El lector se detiene seguramente aquí, supuesto que se haya «educado» literariamente en la leyenda de la historia burguesa y de la sociología vulgar que depende de ella. Pues es un lugar común de la historia burguesa de la literatura y de la sociología vulgar que la Ilustración y el Sturm und Drang, especialmente el Werther, se contraponen de modo irreconciliable. Esta leyenda literaria […] resulta el mejor expediente ideológico para degradar la Ilustración en favor de las posteriores tendencias reaccionarias presentes en el Romanticismo.

¿Cuál es el contenido ideológico de esa leyenda histórica? ¿Qué necesidad ideológica de la burguesía del siglo XIX tiende a satisfacer? Es un contenido sumamente pobre y abstracto, aunque en algunas exposiciones se hinche con las frases más pomposas. Se trata de que la Ilustración no habría tenido en cuenta más que el «entendimiento», el «intelecto». En cambio, el germánico Sturm und Drang habría sido una sublevación del «sentimiento» o el «ánimo» y el «instinto vital» contra la tiranía del entendimiento. Esta abstracción pobre y vacía sirve para glorificar las tendencias irracionalistas de la decadencia burguesa y ocultar todas las tradiciones del período revolucionario del desarrollo de la burguesía.

¿En qué consistió ese malfamado «entendimiento» de la Ilustración? Es claro que en una crítica sin compromisos de la religión, de la filosofía infectada de teología, de las instituciones del absolutismo feudal, de los mandamientos de la moral feudal-religiosa, etc. Es fácilmente comprensible que esa lucha sin términos medios de los ilustrados resulte insoportable ideológicamente para una burguesía ya reaccionaria. Pero, ¿se sigue de eso que los ilustrados, los cuales, como vanguardia ideológica de la burguesía, no reconocieron en la ciencia, en el arte ni en la vida más que lo que soportaba el análisis del entendimiento humano y la confrontación con los hechos de la vida, hayan manifestado algún desprecio de la vida afectiva de los hombres? Creemos que ya esta formulación correcta muestra claramente la abstracción y la insostenibilidad de esas construcciones reaccionarias.

En la Ilustración misma la cuestión se plantea de un modo completamente distinto. Cuando Lessing –por no tomar más que un ejemplo y no rebasar un espacio limitado– se opone a la teoría y a la práctica del trágico Corneille, ¿cuál es el punto de vista desde el cual lo hace? Parte, precisamente, de que la concepción de lo trágico por Corneille es inhumana, de que Corneille ignora el ánimo humano, la vida afectiva, porque, preso en las convenciones cortesanas y aristocráticas de su época, no puede ofrecer más que construcciones puramente intelectuales. La gran polémica teórico-literaria de ilustrados como Diderot y Lessing se dirigió contra las convenciones nobiliarias. Las combaten en toda la línea, y critican tanto su frialdad intelectual cuanto su ilogicidad. Entre la pugna de Lessing contra esa frialdad de la tragédie classique y su proclamación de los derechos de la inteligencia –por ejemplo, en materia religiosa– no hay la menor contradicción. Pues toda gran transformación histórico-social produce un hombre nuevo. Las luchas ideológicas lo son por ese concreto hombre nuevo, contra el hombre viejo y contra la vieja sociedad odiada. Pero nunca se trata en realidad (sino sólo en la fantasía apologética de los ideólogos reaccionarios) de lucha entre una cualidad abstracta y aislada del hombre y otra no menos aislada y abstracta (por ejemplo, el impulso vital contra el entendimiento).

Sólo la destrucción de esas leyendas históricas, de esas contradicciones que no existen en la realidad, abre camino al conocimiento de las verdaderas contradicciones internas de la Ilustración. Éstas son los reflejos ideológicos de las contradicciones de la revolución burguesa, de su contenido social y de las fuerzas que la impulsan, los reflejos de las contradicciones del origen, el crecimiento y el despliegue de la sociedad burguesa. En la vida social esas contradicciones no son rígidas, ni están dadas de una vez para siempre. Más bien aparecen de un modo sumamente irregular, de acuerdo con la irregularidad de la evolución social, reciben una solución aparentemente satisfactoria para todo un estadio, y luego, con la ulterior evolución de la sociedad, reaparecen intensificadas a un nivel superior. Las polémicas literarias que hubo entre los ilustrados, las críticas de la literatura de la época por los mismos ilustrados –que es de donde los historiadores reaccionarios, mediante una abstracción deformadora, toman sus «argumentos»– no son, pues, más que reflejos de las contradicciones de la evolución social misma, luchas entre corrientes diversas dentro de la Ilustración, luchas propias de cada estadio de la misma.

La producción del joven Goethe es una continuación de la línea rousseauniana. Cierto que de un modo alemán, lo cual produce toda una serie de nuevas contradicciones. La nota específicamente alemana es inseparable del atraso económico-social de Alemania, de la «miseria alemana». Pero del mismo modo que hay que referirse en seguida a esa miseria, así también hay que poner en guardia contra su simplificación vulgarizadora. Es claro que esta literatura alemana carece de la claridad de objetivos políticos y de la firmeza propias de los franceses, así como del reflejo artístico de una sociedad burguesa desarrollada y ricamente desplegada, experiencia propia de los ingleses. En esta literatura alemana se aprecian muchos rasgos inequívocos de la mezquindad de la vida en la Alemania atrasada y dividida. Pero, por otra parte, no debe olvidarse que las contradicciones de la evolución burguesa no se han expresado nunca con tanta pasión y plasticidad como en la literatura alemana del siglo XVIII. Piénsese en el drama burgués. Pese a haber nacido en Inglaterra y Francia, el drama burgués no ha alcanzado en esos países ni por los contenidos sociales ni por las formas artísticas, la altura ya conseguida en la Emilia Galotti de Lessing, ni menos aún la de los Rauber [Bandidos] o Kabale und Liebe [Cabala y amor] del joven Schiller.

Desde luego que el joven Goethe no es ningún revolucionario, ni siquiera en el sentido del joven Schiller. Pero en un sentido histórico más amplio y más profundo, en el sentido de la vinculación íntima con los problemas básicos de la revolución burguesa, las obras del joven Goethe significan una culminación revolucionaria del movimiento ilustrado europeo, de la preparación ideológica de la Gran Revolución Francesa.

En el centro del Werther se encuentra el gran problema del humanismo revolucionario burgués, el problema del despliegue libre y omnilateral de la personalidad humana. Feuerbach ha escrito: «Que no sea nuestro ideal un ser castrado, desencarnado, copiado; sea nuestro ideal el hombre entero, real, omnilateral, completo, hecho». Lenin, que recogió esa frase en sus apuntes filosóficos, dice sobre ella que ese ideal es «el de la democracia burguesa progresiva, o democracia burguesa revolucionaria».

La profundidad y la multilateralidad de los planteamientos del joven Goethe se basa en que ve la contraposición entre la personalidad y sociedad burguesa no sólo respecto del absolutismo de los reyezuelos semifeudales de la Alemania de su tiempo, sino también respecto de la sociedad burguesa en general. Es obvio que la pugna del joven Goethe se orienta contra las concretas formas de opresión y anquilosamiento de la personalidad humana que se producen en la Alemania de entonces. Pero la profundidad de su concepción se manifiesta en el hecho de que no se contenta con una crítica de los meros síntomas, con una exposición polémica de los fenómenos más llamativos. Goethe da, por el contrario, forma a la vida cotidiana de su época con una comprensión tan profunda de las fuerzas motoras, de las contradicciones básicas, que la significación de su crítica rebasa ampliamente el análisis de las circunstancias de la atrasada Alemania. La entusiasta acogida que encontró el Werther en toda Europa muestra que los hombres de los países más desarrollados desde el punto de vista de la evolución capitalista tuvieron que leer inmediatamente en el destino de Werther la sentencia: tua res agitur.

El joven Goethe entiende con mucha amplitud y riqueza la contraposición entre personalidad y sociedad. Goethe no se limita a mostrar las inhibiciones sociales inmediatas del desarrollo de la personalidad. Claro que una gran parte de la obra se dedica precisamente a esas inhibiciones, cuya exposición es esencial. Y Goethe ve en la jerarquía estamental feudal, en la cerrazón feudal de cada estamento, un obstáculo inmediato y esencial al despliegue de la personalidad humana; por eso critica ese orden social con su sátira amarga.

Pero al mismo tiempo ve que la sociedad burguesa, cuya evolución ha sido precisamente la que ha puesto vehementemente en primer plano el problema del despliegue de la personalidad, opone también a éste obstáculos sucesivos. Las mismas leyes, instituciones, etc., que permiten el despliegue de la personalidad en el estrecho sentido de clase de la burguesía y que producen la libertad del laissez faire, son simultáneamente verdugos despiadados de la personalidad que se atreve a manifestarse realmente. La división capitalista del trabajo –base sobre la cual puede por fin proceder la evolución de las fuerzas productivas que posibilita materialmente el despliegue de la personalidad– somete al mismo tiempo al hombre, fragmenta su personalidad encajonándola en un especialismo sin vida, etc. Es claro que el joven Goethe carece necesariamente de comprensión económica de esos hechos. Tanto más hay que apreciar su genio poético, el genio con el que ha sido capaz de expresar la dialéctica real de esa evolución contemplando unos destinos humanos.

Como Goethe parte del hombre concreto, de concretos destinos humanos, capta todos esos problemas con la complicación y la meditación concreta que tienen en los destinos personales de los individuos. Y como en sus personajes da forma a un hombre muy diferenciado e íntimo, esos problemas se manifiestan de un modo muy complicado que penetra profundamente en lo ideológico. Pero la conexión es siempre visible, y hasta la perciben de un modo u otro los personajes. Así, por ejemplo, Werther dice acerca de la relación entre arte y naturaleza: «Ella (la naturaleza) sola es infinitamente rica, y ella sola forma al gran artista. Muchas cosas pueden decirse en favor de las reglas: más o menos, lo mismo que puede decirse en favor de la sociedad civil». El problema central es siempre el despliegue unitario y omnicomprensivo de la personalidad humana. En su exposición de su propia juventud, dada por el viejo Goethe en Dichtung und Wahrheit [Poesía y verdad], el poeta se ocupa ampliamente de los fundamentos y principios de esa lucha. Analiza el pensamiento de Hamann, que, junto a Rousseau y Herder ha influido decisivamente en su juventud, y formula el principio básico cuya realización ha sido aspiración no sólo de su juventud: «Todo lo que emprende el hombre, ya sea cosa de obra o de palabra, o de cualquier otra clase, tiene que surgir de la unión de todas sus energías; todo lo aislado es recusable. Máxima hermosa, pero difícil de cumplir».

El contenido poético capital del Werther es una lucha por la realización de esa máxima, un combate contra los obstáculos internos y externos que se oponen a su realización. Estéticamente eso significa una lucha contra las «reglas», sobre la cual acabamos de recordar algo. Pero también en este punto hay que guardarse de trabajar con contraposiciones metafísicas rígidas. Werther, y con él el joven Goethe, son enemigos de las «reglas». Pero el «desreglamiento» significa para Werther un grande realismo apasionado, la veneración de Homero, Klopstock, Goldsmith y Lessing.

Aún más enérgica y más apasionada es la rebelión contra las reglas de la ética. La línea básica de la evolución burguesa impone, en el lugar de los privilegios estamentales y locales, sistemas jurídicos nacionales unitarios. El gran movimiento histórico tiene que reflejarse también en la ética como exigencia de leyes generales unitarias de la acción humana. En el curso de la posterior evolución alemana, esa tendencia social consigue su más alta expresión filosófica en la ética idealista de Kant y Fichte. Pero la tendencia misma –que, como es natural, aparece en la vida concreta de un modo a menudo filisteo– está presente antes de Kant y de Fichte.

Por necesaria, empero, que sea históricamente esa evolución, lo que produce es al mismo tiempo un obstáculo para el despliegue de la personalidad. La ética en el sentido kantiano-fichteano quiere encontrar un sistema de reglas unitario, un sistema coherente de principios para una sociedad que es la personificación del principio básico motor de la contradicción. El individuo que obra en esa sociedad reconociendo por fuerza el sistema de las reglas de un modo general y de principio, tiene que caer constantemente en contradicción concreta con esos principios. Y no sólo, como imaginó Kant, porque unos meros instintos bajos y egoístas del hombre entren en contradicción con altas máximas morales. La contradicción se debe muy frecuentemente –y precisamente en los casos interesantes para este contexto– a las pasiones mejores y más nobles del hombre. Sólo mucho más tarde conseguirá la dialéctica hegeliana –de un modo, naturalmente, idealista– dar un cuadro aproximadamente adecuado de la contradictoria interacción entre la pasión humana y la evolución social.

Pero ni siquiera la mejor comprensión intelectual puede superar una contradicción que exista realmente en la sociedad. Y la generación del joven Goethe, que ha vivido profundamente esa viva contradicción incluso cuando no entendió su dialéctica, se precipita con colérica pasión contra ese obstáculo al libre despliegue de la personalidad.

Friedrich Heinrich Jacobi, el amigo de juventud de Goethe, ha expresado en una carta abierta a Fichte esa rebelión en el terreno de la ética; su formulación es tal vez la más clara de aquel tiempo: «Sí, yo soy el ateo, el sin dios que quiere mentir, como mintió Desdémona en la agonía, mentir y engañar como Pílades que se finge Orestes, matar como Timoleón, romper la ley y el juramento como Epaminondas, como Johann de Witt, suicidarme como Otho, violar el templo como David, sí, y segar las espigas en sábado simplemente porque tengo hambre y porque la ley se hizo para el hombre, no el hombre para la ley». Jacobi llama a esa rebelión «el derecho de majestad del hombre, el sello de su dignidad».

Todos los problemas éticos del Werther se desarrollan bajo el signo de esa rebelión, en la cual se muestran por vez primera en la literatura universal y en la forma de la gran representación poética las contradicciones internas del humanismo revolucionario burgués. Goethe ha dispuesto la acción de esta novela con un criterio muy comedido. Pero casi sólo elige personajes y acaecimientos que hagan aparecer claramente esas contradicciones, las contradicciones entre la pasión humana y la legalidad social. Más en concreto: se trata siempre de contradicciones entre pasiones que no tienen por sí mismas nada asocial o antisocial y leyes que tampoco en sí y por sí mismas pueden recusarse porque sean absurdas o contrarias al despliegue humano (como lo eran las jerarquías estamentales de la sociedad feudal), sino que encarnan simplemente las limitaciones generales de toda la legalidad de la sociedad burguesa.

Con un arte admirable expone Goethe en pocos rasgos, en unas breves escenas, el destino trágico del joven siervo enamorado que, al asesinar a su amada y a su rival, ofrece la réplica trágica del suicidio de Werther. En sus tardíos recuerdos, ya citados, el viejo Goethe registra y reconoce aún el carácter rebelde y revolucionario del Werther en la reivindicación del derecho moral al suicidio. Es sumamente interesante e instructivo para comprender la posición del Werther respecto a la Ilustración el hecho de que el viejo Goethe busque esa justificación en Montesquieu. El propio personaje Werther defiende su derecho al suicidio de un modo que tiene aún resonancias revolucionarias. Mucho antes de su suicidio y mucho antes de haber tomado concretamente la decisión de suicidarse, tiene un diálogo doctrinal sobre el suicidio con el novio de su amada, con Albert. Este tranquilo ciudadano niega, como es natural, que exista un derecho a suicidarse. Werther contesta entre otras cosas: «¿Llamarás débil al pueblo que, sufriendo bajo el insoportable yugo de un tirano, se levante por fin y rompa sus cadenas?»

Esa trágica lucha por la realización de los ideales humanistas se enlaza íntimamente en el joven Goethe con el carácter popular de sus esfuerzos y sus aspiraciones. Desde este punto de vista el joven Goethe es realmente un continuador de las tendencias rousseaunianas, contrapuestas al distinguido aristocratismo de Voltaire, cuya herencia cobrará más tarde importancia para el Goethe viejo y resignado. La línea cultural y literaria de Rousseau puede formularse del modo más claro con las palabras de Marx sobre el jacobismo: es «una manera plebeya de terminar con los enemigos de la burguesía, con el absolutismo, el feudalismo y la pequeña burguesía feudal provinciana».

Repitamos: el joven Goethe no era políticamente un revolucionario plebeyo, ni siquiera dentro de las posibilidades alemanas, ni siquiera, dijimos, en el sentido del joven Schiller. Lo plebeyo no aparece en él en forma política, sino como contraposición de los ideales humanístico-revolucionarios a la sociedad estamental del absolutismo feudal y a la pequeña burguesía atrasada que se compadece con esa situación. Todo el Werther es una confesión encendida del hombre nuevo nacido en el curso de la preparación de la revolución burguesa, proclamación de la nueva hominización, del nuevo despertar de la omnilateral actividad del hombre producida por la sociedad burguesa y por ella trágicamente condenada a la ruina. La configuración de ese hombre nuevo se produce pues en permanente contraste dramático con la sociedad estamental y también contra la vulgaridad moral pequeño-burguesa.

Constantemente se contrapone esa nueva cultura humana a la deformación, la esterilidad, la grosería de los «estamentos elevados» y a la vida muerta, rígida, mezquinamente egoísta de la pequeña burguesía localista. Y cada una de esas contraposiciones es una enérgica remisión al hecho de que sólo en el pueblo pueden encontrarse la captación real y enérgica de la vida y la elaboración viva de sus problemas. No es sólo Werther el que se contrapone, como hombre verdaderamente vivo y como representante de lo nuevo, a la muerta rigidez de la aristocracia y del filisteísmo; también aparecen en esa situación figuras populares. Werther es siempre el representante de la vida popular frente a aquella rigidez. Y los elementos culturales abundantemente introducidos en la acción (las alusiones a la pintura, a Homero, a Ossian, a Goldsmith, etc.) se mueven siempre en esa misma dirección: Homero y Ossian son para Werther y para el joven Goethe grandes poetas populares, reflejos y expresión poéticos de la vida productiva, que sólo se encuentra en el pueblo trabajador.

El joven Goethe –aunque personalmente no sea ningún plebeyo ni tampoco un revolucionario en sentido político– proclama con esa orientación y ese contenido de su obra los ideales popular-revolucionarios de la revolución burguesa. Sus contemporáneos reaccionarios han identificado, por lo demás, inmediatamente esa tendencia y la han estimado con coherencia. El muy ortodoxo párroco Goeze, tan malfamado por su polémica con Lessing, escribió, por ejemplo, que de libros como el Werther nacen los Ravaillac (el hombre que mató a Enrique IV) y los Damien (el que atentó contra Luis XV). Y aún muchos decenios más tarde Lord Bristol atacaba a Goethe por los muchos hombres a los que el Werther había hecho desgraciados. Es muy interesante observar que el viejo Goethe, por lo común tan cortesanamente fino y reservado, se ha complacido en contestar a ese ataque con benéfica ruda grosería, echando en cara al asombrado Lord todos los vicios de las clases dominantes. Esos juicios ponen el Werther en el mismo plano que los dramas juveniles de Schiller, abiertamente revolucionarios. Por cierto que a propósito de estos últimos el viejo Goethe se anotó una característica declaración de odio: un príncipe alemán le dijo a Goethe una vez que si él fuera Dios Nuestro Señor y hubiera sabido que la creación iba a tener un día como consecuencia la aparición de los Räuber de Schiller, no se habría decidido jamás a crear el mundo.

Esas manifestaciones procedentes del campo enemigo circunscriben la significación real de las producciones del Sturm und Drang mucho mejor que las posteriores explicaciones apologéticas de los historiadores burgueses de la literatura. La rebelión popular-humanística del Werther es una de las manifestaciones revolucionarias más importantes de la ideología burguesa durante el período preparatorio de la Revolución Francesa. Su éxito universal es el triunfo de una obra revolucionaria. En el Werther culminan los esfuerzos del joven Goethe en favor del ideal de un hombre libre y omnilateralmente desarrollado, las tendencias, esto es, que ha expresado también en el Götz, en el fragmento de Prometheus, en los primeros borradores del Faust, etc.

Sería estrechar falsamente la significación del Werther el no ver en él más que la conformación artística de un estado de ánimo sentimental, exacerbado y pasajero, que Goethe hubiera superado muy prontamente. Es verdad que apenas tres años después del Werther Goethe ha escrito una divertida y orgullosa parodia del wertherismo, el «Triunfo de la sensibilidad». La historia burguesa de la literatura se fija sólo en que en esa parodia Goethe llama «caldo gordo» del sentimentalismo a la Heloïse de Rousseau y a su propio Werther. Y en cambio pasa por alto que Goethe no ha escrito la parodia del Werther ni de la Nouvelle Heloïse, sino la del wertherismo, es decir, precisamente una moda aristocrático-cortesana que era ella misma una antinatural parodia involuntaria del Werther. Werther huye de la muerta deformación de la sociedad aristocrática y se refugia en la naturaleza y en el pueblo. El personaje de la parodia goethiana se fabrica con escenografía una naturaleza falsa y teme la real, y en su trivial sentimentalismo juguetón no tiene nada en común con las vivas energías del pueblo. «El triunfo de la sensibilidad» subraya pues precisamente la línea básica popular del Werther, y es una parodia de los involuntarios efectos que esa obra tuvo entre los «cultos», no una parodia de supuestas «exageraciones» de la obra inicial.

El éxito universal del Werther es un triunfo literario de la línea de la revolución burguesa. El fundamento artístico del éxito debe verse en el hecho de que el Werther ofrece una unificación artística de las grandes tendencias realistas del siglo XVIII. El joven Goethe continúa, superando a sus predecesores, la línea artística Richardson-Rousseau. De ellos toma la temática: la representación de la intimidad, afectivamente cargada, de la vida cotidiana burguesa, con objeto de mostrar en esa intimidad la silueta del hombre nuevo que está naciendo en contraposición con la sociedad feudal. Pero mientras que todavía en Rousseau el mundo externo –con la excepción del paisaje– se disuelve en una tonalidad emocional subjetiva, el joven Goethe es al mismo tiempo heredero de la clara y objetiva configuración del mundo externo, del mundo de la sociedad y del de la naturaleza: el joven Goethe no es sólo continuador de Richardson y de Rousseau sino también de Fielding y de Goldsmith.

Desde el punto de vista técnico externo, el Werther es una culminación de las tendencias subjetivistas de la segunda mitad del siglo XVIII. Y ese subjetivismo no es en la novela ninguna exterioridad inesencial, sino la expresión artística adecuada de la rebelión humanista. Pero Goethe ha objetivado con una plasticidad y una sencillez máximas, adecuadas en los grandes realistas, todo lo que aparece en el mundo del Werther. Sólo en el estado de ánimo de Werther y al final de la novela, la nebulosidad de Ossian desdibuja la clara plasticidad de un Homero entendido popularmente. Como artista, el joven Goethe es a lo largo de toda la obra un discípulo de este Homero.

Pero no sólo en ese respecto rebasa a sus predecesores la gran novela juvenil de Goethe. También los rebasa por el contenido. Como hemos visto, el Werther es la proclamación de los ideales del humanismo revolucionario y, al mismo tiempo, la configuración consumada de la trágica contradicción de esos ideales. El Werther no es pues sólo una culminación de la literatura grande burguesa del siglo XVIII, sino también el primer gran precursor de la gran literatura problemática del siglo XIX. Cuando la historia burguesa de la literatura identifica la tradición del Werther en Chateaubriand y sus apéndices está desviando y rebajando tendenciosamente la herencia. Los que de verdad continúan las tendencias reales del Werther son los grandes configuradores de la ruina trágica de los ideales humanistas en el siglo XIX, ante todo Balzac y Stendhal, y no los románticos reaccionarios.

El conflicto de Werther, su tragedia, es ya la del humanismo burgués, pues muestra claramente la contradicción entre el despliegue libre de la personalidad y la sociedad burguesa misma. Como es natural, ésta aparece en su forma alemana prerrevolucionaria, semifeudal, sumida en el absolutismo de los pequeños estados. Pero en el conflicto mismo aparecen muy claramente los rasgos esenciales de las contraposiciones que luego se manifestarán con violencia. Y estas contraposiciones son en última instancia las que llevan a Werther a la catástrofe. Es cierto que Goethe no ha dado forma más que a esos rasgos elementales e imprecisos de lo que más tarde será una grande tragedia manifiesta. Precisamente por eso ha podido incluir el tema en un marco tan estrecho desde el punto de vista de la extensión, limitándose a describir temáticamente un pequeño mundo casi idílicamente concluso, a la manera de Goldsmith y de Fielding. Pero la dación de forma a ese mundo superficialmente estrecho y cerrado está llena de la dramaticidad interna que, según las tesis de Balzac, es lo esencialmente nuevo de la novela del siglo XIX.

El Werther suele entenderse como novela de amor. Y con razón: el libro es una de las novelas de amor más importantes de la literatura universal. Pero, como toda configuración poética realmente grande de la tragedia del amor, también el Werther da mucho más que una mera tragedia amorosa.

El joven Goethe consigue insertar en aquel conflicto amoroso todos los grandes problemas de la lucha por el despliegue de la personalidad. La tragedia amorosa de Werther es una explosión trágica de todas las pasiones que suelen aparecer en la vida de un modo disperso, particular y abstracto, mientras que en la novela se funden al fuego de la pasión erótica para dar una masa unitaria ardiente y luminosa.

Vamos a limitarnos a subrayar algunos de los momentos esenciales. En primer lugar, Goethe ha hecho del amor de Werther por Lotte una expresión poéticamente sublimada de las tendencias vitales populares y antifeudales del personaje. El propio Goethe ha dicho más tarde a propósito de la relación de Werther con Lotte que esa relación es para el personaje mediadora de toda la cotidianidad. Más importante es, empero, la composición de la obra. La primera parte está dedicada a exponer el nacimiento del amor de Werther. Cuando Werther se da cuenta del conflicto irresoluble de su amor, quiere huir a refugiarse en la vida práctica, en la actividad, y consigue una plaza en una embajada. Pese a sus dotes, que se le reconocen en aquel cargo, ese intento fracasa al tropezar con las barreras que la sociedad nobiliaria opone al individuo burgués. Y una vez que Werther ha sufrido ese fracaso, se produce el trágico segundo encuentro con Lotte.

Tal vez tenga interés recordar que uno de los más entusiastas veneradores de la novela, Napoleón Bonaparte –que llevaba el libro consigo durante la campaña de Egipto–, ha reprochado a Goethe que introdujera aquel conflicto social en la tragedia amorosa. El viejo Goethe, con su fina ironía cortesana, observó a esto que el gran Napoleón había estudiado muy atentamente el Werther, pero al modo como el inquisidor de lo criminal estudia sus actas. La crítica de Napoleón ignora evidentemente la anchura y la amplitud de la «cuestión de Werther». Es claro que también reducido estrictamente a representación de una tragedia de amor, el Werther seguiría siendo una gran exposición típica de los problemas de la época. Pero las intenciones de Goethe iban más a fondo. En su modo de dar forma a la pasión amorosa Goethe ha mostrado la contradicción irresoluble entre el despliegue de la personalidad y la sociedad burguesa. Y para eso era necesario que el receptor estético pudiera vivir ese conflicto en todos los terrenos de la actividad humana. La crítica de Napoleón es una recusación –muy comprensible por venir de quien viene– de la validez universal del conflicto trágico del Werther.

La obra llega a la catástrofe final a través de ese aparente rodeo sociológico. Y, a propósito de la catástrofe misma, hay que observar que Lotte corresponde al amor de Werther y se da cuenta de ello precisamente por la explosión pasional de su amigo. Eso es lo que provoca la catástrofe: Lotte es una mujer burguesa, que se aferra instintivamente a su matrimonio con un hombre eficaz y respetado y retrocede, por tanto, asustada, ante su propia pasión. La tragedia de Werther no es, pues, sólo la tragedia del amor desgraciado, sino también la configuración perfecta de la contradicción interna del matrimonio burgués: este matrimonio, a diferencia del pre-burgués, está basado en el amor individual, y con él nace históricamente el amor individual mismo; pero, en cambio, su existencia económico-social se encuentra en contradicción irresoluble con el amor individual, personal.

Goethe ha subrayado con tanta claridad como discreción las puntas sociales de esta tragedia amorosa. Tras un choque con el ambiente feudal de la embajada, Werther pasea al aire libre y lee el capítulo de la Odisea en el cual el regresado Ulises habla humana y fraternalmente con el porquero. Y la noche del suicidio el último libro que Werther lee es la anterior culminación de la literatura revolucionaria burguesa: la Emilia Galotti de Lessing.

El Werther es una de las más grandes novelas de amor de la literatura universal porque Goethe ha concentrado en ella toda la vida de su período con todos sus grandes conflictos.

Por eso la significación del Werther rebasa también la de una mera descripción veraz de un determinado período y consigue un efecto muy capaz de sobrevivir a su época. El viejo Goethe ha dicho, en conversación con Eckermann, lo siguiente acerca de las causas de ese efecto: «Si bien se mira, esa fase Werther de la que tanto se habla no pertenece a la marcha de la cultura universal, sino al camino de la vida de todo individuo que, con innato y libre sentido natural, tiene que aprender a vivir y a adaptarse a las formas constrictivas de un mundo anacrónico. La felicidad malograda, la actividad impedida, los deseos insatisfechos no son crímenes de una época determinada, sino debilidades de cada hombre, y mal irían las cosas si cada cual no tuviera, una vez al menos en su vida, una época en la cual el Werther le parezca escrito precisamente para él».

Goethe exagera aquí sin duda el carácter «atemporal» del Werther, silenciando el hecho de que ese conflicto individual en el cual reside, según su interpretación, la significación de la novela, es precisamente el conflicto entre la personalidad y la sociedad en la sociedad burguesa. Pero con esa unilateralidad subraya la profunda universalidad del Werther para toda la era de la sociedad burguesa.

Una vez que el viejo Goethe leyó una reseña en la revista francesa Le Globe en la que se decía que su Tasso es un «Werther corregido y aumentado» asintió muy satisfecho a la frase. Con razón. Pues el crítico francés mostró muy acertadamente los vínculos que llevan del Werther a la producción posterior de Goethe ya en el siglo XIX. En el Tasso los problemas del Werther están aún más acentuados, más enérgicamente exacerbados, pero precisamente por eso el conflicto recibe ya una solución mucho menos pura. Werther se estrella contra la contradicción entre la personalidad humana y la sociedad burguesa, pero lo hace trágicamente, sin ensuciarse el alma mediante compromisos con la mala realidad de la sociedad burguesa.




La tragedia de Tasso introduce el gran arte novelístico del siglo XIX porque la solución trágica del conflicto es ya menos una explosión heroica que una asfixia en el compromiso. La línea del Tasso llega a ser un tema rector de la gran novela del siglo XIX, desde Balzac hasta nuestros días. Puede decirse de un gran número de personajes de esa novelística –aunque no de un modo mecánico y esquemático– que son «Werther corregidos y aumentados». Muchos son los que sucumben por los mismos conflictos que Werther. Pero su ruina es menos heroica, menos gloriosa, sucia de compromisos y capitulaciones. Werther se mata porque no quiere abandonar absolutamente nada de sus ideales humanistas, porque en esas cuestiones no conoce el compromiso. Ese carácter rectilíneo e intacto de su tragicidad da a su ruina la luminosa belleza que hoy sigue siendo el encanto indestructible del libro.

Esa belleza no es sólo el resultado de la genialidad del joven Goethe. Se debe también a que el Werther, aunque su protagonista sucumba por un conflicto general de toda la sociedad burguesa, es de todos modos el producto del período prerrevolucionario de la evolución de la burguesía.
Del mismo modo que los héroes de la Revolución Francesa fueron a la muerte llenos de ilusiones heroicas históricamente inevitables, irradiándolas heroicamente, así también Werther sucumbe trágicamente durante la aurora de esas ilusiones heroicas del humanismo, en vísperas de la Revolución Francesa.

Según las afirmaciones concordes de sus biógrafos, Goethe ha rebasado pronto el período Werther. El hecho es indiscutible. Y está fuera de duda que la posterior evolución de su pensamiento rebasa en muchos sentidos el horizonte del Werther. Goethe ha vivido la decadencia y la descomposición de las ilusiones heroicas del período pre-revolucionario, y se ha aferrado de todos modos –muy peculiares en él– a esos ideales humanistas, representándolos de otras maneras más amplias y ricas en conflicto con la sociedad burguesa.

Pero siempre se ha mantenido vivo en él el sentimiento de lo imperecedero del contenido vital configurado en el Werther. No ha superado el Werther en el sentido vulgar en que supera sus «locuras juveniles» el buen burgués razonable que pacta con la realidad. Cuando, a los cincuenta años de la publicación de la novela, se dispuso a escribirle un nuevo prólogo, el resultado fue el conmovedor primer fragmento de la Trilogía de la pasión. En ese poema ha expresado Goethe del siguiente modo su relación con el héroe de su juventud:

Yo a quedarme, tú a irte destinados,
Te me fuiste delante: y no has perdido mucho.

Ese melancólico estado de ánimo del viejo y maduro Goethe muestra del modo más claro la dialéctica de la superación del Werther. La evolución social ha rebasado la posibilidad de la tragedia limpia de Werther. El gran realista Goethe no va a negar un hecho así, pues el fundamento de su gran poesía ha sido siempre la captación profunda de la realidad. Pero al mismo tiempo siente Goethe qué es lo que ha perdido, y lo que ha perdido la humanidad, con la ruina de aquellas ilusiones heroicas. Goethe siente que la luminosa belleza del Werther recuerda un período de la evolución de la humanidad que nunca volverá: la aurora a la que siguió el sol de la Gran Revolución Francesa.