domingo, 30 de mayo de 2010

Marguerite Duras: "El amante de la China del Norte"

"- Quiero que nos casemos. Que seamos amantes casados..."

" - ¿Para qué?"

" - Para hacernos sufrir lo más posible..."

Este diálogo se queda grabado para siempre en mi cabeza después de leer "El amante de la China del Norte...

Grande la Duras!!!

Un país llamado Indochina. Nombre que podría ser compuesto, tanto de un país como de un Continente. Una región desplazada, colonia de otro país, de otro continente.

Una niña blanca entre mestizos, indios y chinos, hija de propietaria blanca, esclavizada en una tierra esclava. Un territorio híbrido, invaluable, que produce deudas hasta la pobreza absoluta.

Una niña blanca cuyo color le da privilegios en una colonia francesa, y, paradójicamente, cuya pobreza la sitúa en lo más bajo de la escala social.

Marguerite Duras instala su escritura en esta región de su memoria y su autobiografía. La literatura se abre camino en ese lugar de nombre confuso, en ese espacio-tiempo contradictorio, imposible de definir.

Esa niña de belleza rara lleva en su forma de vestir el estigma de su pobreza, de su exotismo, de su ridículo más allá del ridículo, de su atrevimiento que pronto la convertirá en mujer, amante y escritora a la vez. Su sombrero de fieltro rosa, masculino y femenino a la vez, sus zapatos de taco gastados, su vestido sobre el cuerpo delgado y su lápiz labial materializan en su cuerpo una región de abandono, de entrega absoluta al amor, a los hombres, a la locura, al caos; como prefiguración de toda su producción literaria.

En esa muchacha que se asoma despreocupada por la baranda del trasbordador aguardan su pulsión sexual, su libido literaria, sus más trágicos traumas y desórdenes a punto de estallar. Diva desplazada, configura su vínculo con el universo, invirtiendo constantemente los órdenes preestablecidos: niña blanca y pobre se convierte en amante de un hombre chino y rico. A partir de este vínculo concreta otros que transgreden aún más las normas sociales: Thanh, criado indio; su hermano pequeño, Paulho; su amiga incondicional, Hélenè Lagonele. Ella desplaza y rompe todas las barreras sociales, raciales, económicas y culturales. En ella y en Indochina, Oriente y Occidente encuentran su punto de fisura. El sexo atraviesa todos los límites: la homosexualidad, el incesto, las convenciones matrimoniales, las conveniencias raciales, los pactos económicos, los códigos culturales. En ese punto de quiebre, donde terminan la racionalidad y el orden, comienza el erotismo sin límites, la locura, y la escritura literaria.

El lenguaje se actualiza en el diálogo y en los silencios que éste esconde. La palabra se mezcla con la imagen hasta tornarse escena. La transparencia y la brevedad de las palabras acentúan el abismo producido por la interioridad de cada personaje. Lo que el sexo une momentáneamente, el lenguaje lo separa. En la tensión unión-rechazo surge el erotismo, en el momento más fuerte de fracaso, de incomunicación entre bocas y cuerpos.

Las conversaciones atraviesan la sinceridad excesiva, las verdades latentes, la dulzura y la crueldad. En el juego de las palabras los personajes aceptan un código, que es precisamente estar más allá del código: decir lo que se piensa, hacer lo que se siente. Jugar con la verdad es la treta de estos personajes vencidos.

En dos de sus póstumas publicaciones, la escritura autobiográfica de Marguerite se postula como germen y síntesis de su obra. La catástrofe personal y la ruina que la coloca más allá de todos los límites dan origen a la escritura literaria, donde la palabra y ella misma son una. Ella es el grito ahogado, el silencio que habla en su hiper expresividad, la palabra desatada de toda convención, el erotismo exaltado en el dolor como en el placer. Ella (Marguerite, Su Literatura o la Literatura a partir de ella) en sus escritos póstumos cierra el círculo, cuya herida comienza a manar en El amante.

“El cine fue una novelería del siglo XX, algo muy artificioso que no da para más. Cortar la realidad en planos se me hace monstruoso, un close up es como un decapitado”. Fernando Vallejo

Entrevista a Marguerite Duras (1995)

¿Por dónde comenzar, Marguerite?

�� Comenzar es un verbo, que no me puedo permitir a estas alturas de la vida. Suena demasiado pretencioso, demasiado irreal. Comenzar en Gia Dinh, en Vinh – Long, en Sadec... Comenzar con "Les Impudents", mi primera novela, con "Hiroshima mon amour"... Pero, en fin, si usted quiere comenzar, usted tiene tiempo para comenzar. Tiene para ello a "El amante", a la pequeña, a la madre, a la película...

Por la madre, entonces: todo comienza por la maternidad...

�� La madre, la maternidad... son cosas bien distintas. La maternidad es una condición de la naturaleza, común para una leona o para una mujer. La madre es un ser particular, con sus grandezas y sus frustraciones, enfrentado a la maternidad. Todo es tan relativo como la noción de familia. Familia son esos que nos rodean: padre, madre, unos hermanos, los tíos, primos: ¿qué tenemos en común con ellos? ¿Qué tan cerca están de usted? ¿Qué tanto lo conocen? Procure no plantearle a nadie esa pregunta. Más de una vez encontrará cómo todos convivimos con unos extraños...

Usted lo escribió: “creo haber hablado del amor que sentíamos por nuestra madre pero no sé si he hablado del odio que también le teníamos y del amor que nos teníamos unos a otros y también del odio, terrible, en esta historia común de ruina y de muerte que era la de nuestra familia, de todos modos, tanto en la del amor, como en la del odio...”

�� Mi amigo: nunca he escrito, creyendo hacerlo; nunca he amado, creyendo amar; nunca he hecho nada salvo esperar delante de la puerta cerrada. ¿Recuerda a Kafka? Heredamos la ruina. Cuatro años después de nacer, terminaba la guerra y moría mi padre. Allí quedamos, en la Conchinchina (la de los Pájaros), tres niños y una madre que era la institutriz de una escuela indígena, que tenía sueños grandiosos danzando en la miseria de todos los días. Una madre que no conoció el amor y que seis años después, había invertido todo su dinero en una concesión estéril, donde no le quedaba otra alternativa que sepultar su desgracia.

“Un día ya no fue capaz de planear grandezas para sus hijos y planeó miserias, futuros de mendrugos de pan, pero lo hizo de manera que también tales planes siguieron cumpliendo su función, llenaban el tiempo que tenía por delante...”

�� La pobreza destruye, destruyó, esa frágil empalizada que son, que fueron, las relaciones familiares. La desdicha ocupó el lugar de los sueños.

¿Es ‘la pequeña’ el fruto de ese fracaso?

�� ‘La pequeña’ es una extraña. Para ella, para su familia, para todos. Eso lo heredó, como la ruina. Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde. Es algo más que una frase bonita. Esa pequeña que toma el transbordador para cruzar el Mekong, con el sombrero de fieltro y el par de tacones altos, se ve a
ella misma como si fuera otra: es una extraña. Y siempre ha sido triste. Lo único cierto es que allí, a la vista de todos, se está vendiendo. Tiene, a los quince años y medio, todo su cuerpo a disposición del deseo. Y debe llevar dinero a casa. Eso es todo. Cuando el chino deslice por primera vez sus manos sobre su piel, descansará: comienza a cumplirse la desgracia tantas veces anunciada por su madre.

Esa mujer, como usted llama a su madre, y que usted vuelve a ver cuando su hermano menor ha muerto, cuando su hijo tiene dos años, ¿sabía que usted debía prostituirse?

�� La muerte de mi hermano menor marcó el comienzo del final del cariño por mi madre. Más adelante comprenderé que estaba loca. De nacimiento. Locura en la sangre, como un virus. Pero no estaba enferma de su locura. La locura era su forma de vivir la salud.

No me contestó...

�� Soy la putilla blanca del puesto de Sadec.

Perversa...

�� Cada cual sabe su posición en el juego. ‘La pequeña’ conoce que él está en sus manos. El sabe, desde el principio, que ‘la pequeña’ nunca lo amará, que será el instrumento de su propia desdicha.

Ya que habla de El Amante, resulta patético: es pusilánime, temeroso de su padre, cobarde...

�� Tiene miedo. Recuerde: va a la habitación, hace el amor como un ejercicio: es su forma de luchar contra el miedo. Pero es el Amante. Él me conquista. Yo me prostituyo. Es El Amante. No tiene otra función. Y la cumple. Tal vez me hace la pregunta porque quisiera que le hubiera regalado a la literatura otro Casanova, un amante de corte, como los de esas viejas y decadentes películas francesas, con bucles y vestidos ajustados, que se deslizan en la cama de las esbeltas princesas gracias a taumatúrgicas jornadas de conquista. Ay, mi amigo... Se sorprendería si evaluara cómo son de mediocres los seres que despiertan las más altas pasiones. El Amante hace el amor. Ese es su oficio. Y lo sabe hacer.

Año y medio dura la historia, ¿cómo resistir tánto tiempo sin hablar, sin que medie un sentimiento?

�� ¿Para qué? No lo necesitábamos para hacer el amor. ¿De qué íbamos a hablar? El no ama más allá del miedo, me convierte en su heroísmo. No hace nada. Desde el principio se instala en la perspectiva de perderme. Por otra parte, la servidumbre al dinero de su padre es la garantía de su subsistencia. Por mi parte, soy como la dama de Savannakhet: condenada a morir de ese amor misterioso de los amantes sin amor.

¿El Amante de la película es El Amante del libro?

�� Ah, llegamos a la película, entonces. Está bien, le acepto el tema con una condición: no me someta a la gimnasia estólida de contestarle si es buena o mala, si es mejor o peor que el libro... Eso, no.

Tiene razón. Le ofrezco una disculpa. El cine no es un extraño para usted. Usted es cineasta: desde La Música, en 1966, hasta Diálogo de Roma, en 1982. Hizo guiones para Alain Resnais (Hiroshima mon amour ), además...

�� Le ruego que se reserve su saber enciclopédico. No lo necesita conmigo. Conozco mi vida. No necesito mi historia para explicarle esto: el libro es una cosa, la película es otra. Tenemos, sí, elementos comunes. Pero somos diferentes. Nos alimentamos del mismo universo: pero somos historias distintas. Cada uno con un discurso, cada uno con un contenido... Un ejercicio de comparación sería realmente inútil: ¿por qué Jean – Jacques pasa de la primera página a la escena del transbordador? ¿Por qué pone primero esto y no aquello? ¿Por qué me inserta en el matrimonio del chino con su novia? Créame: no tiene sentido.

Conserva la factura literaria: usted que narra desde su estudio, la pluma...

�� Y la linda voz de Jeanne Moreau. Pero no se confunda. Es una simple cortesía. Mire bien, la historia es muchas historias: aquella, la verdadera, la de ‘la pequeña’. Mi relato. La adaptación de Gerard Brach, a la que yo ciertamente contribuí. La historia que filma Annaud. La historia que edita Noelle Boison. La historia que percibe cada espectador. ¿Comprende?

¿Le gusta ha historia de Annaud?

�� Si, pero no es mi historia. El sabe que no puede hacer una quimera. No estaba ahí para copiar un libro. Necesitaba una historia cinematográfica. Imágenes. Imágenes que vendan. Por eso su historia se concentra en el sexo. De nada le hubiera servido mi enorme soledad, la mía. El cambia mi soledad por el aislamiento. La primera es mi condición de mujer. El segundo es un castigo... ya se lo dije: la putilla y todo eso...

¿Por qué esa ironía?

�� ¿Dónde se encuentra la genialidad del cine? Es en realidad, cruelmente indiferente...

¿Es cierto entonces su disgusto con Jean - Jacques Annaud?

�� No es Annaud quien me inquieta. Es el cine. Sus límites.

¿Puede verse en ‘la pequeña’?

�� El director escogió una actriz muy bonita. ¿C’ est tout? -- Je me sens perdue... Mort c’est equivalent... C’ est termine le reste. Je suis seule...

martes, 11 de mayo de 2010

Marguerita Yourcenar: "Cuentos Orientales" (Parte II)

Cuando en 1938 publica Cuentos orientales Marguerite cuenta con treinta y cinco años y una riquísima experiencia sensible, llena de sueños y realidades. El libro está lleno de refinamiento y sutilezas, personajes singulares que nos exponen su vida, y junto a ella el misterio que les ha conducido a esa frontera en la que nos los encontramos, plenos de lucidez y posiblemente cegados por esa misma luz. Lo desconocido, lo intangible, es aquí lo que forma la materia de lo cotidiano, entre lo mísero y lo sublime. El Oriente de Yourcenar es un territorio amplísimo, sin márgenes, donde todo cabe y posiblemente todo rebasa cualquier límite; en ese lejano Oriente, las actividades ligadas a las artes eran parte de una preparación a la vida, y Marguerite Yourcenar se vale de la pintura —y de dos diferentes pintores en dos territorios diferentes— para hablarnos sobre la vida.


“Cómo se salvó Wang-Fô” es el primer relato de Cuentos orientales,donde conocemos al viejo pintor que da título al cuento y a su discípulo Ling, sujetos itinerantes en ese amplio Oriente, con la sola riqueza del poder misterioso y potente del Arte, de la fascinante trampa de la dualidad imagen-realidad. El pintor Wang-Fô acabará salvándose de la muerte gracias a una de sus pinturas, por medio del poder de la creación, capaz de transformar el mundo al alcanzar su propia perfección; así, Wang-Fô podrá escapar en el mar de jade azul que su pincel posa sobre el papel, a lo mejor de una manera parecida a la que nuestra mente viaja siguiendo el ritmo de una ola de tinta en una xilografía japonesa con un mar de fibras de papel, hacia la montaña que nos espera en el lejano horizonte, dentro de un paisaje donde la figura humana sólo sirve para poner de manifiesto la pequeñez del hombre frente a la inmensidad de la naturaleza.

“La tristeza de Cornelius Berg”, cuyo primer título fue “Les tulipes de Cornélius Berg”,es el último relato de Cuentos orientales,donde cerrando el libro de narraciones y el círculo infinito de la vida volvemos a encontrarnos con el arte, en esta ocasión en el personaje de un viejo pintor holandés en el ocaso de su arte y de su vida que ha perdido la habilidad, pero que sigue conservando sus sueños, acaso un poco contaminados y entristecidos por el devenir.

Pintor de retratillos, cuadros de costumbres y desnudos por encargo, o de algún que otro cartel callejero, con el pulso y la vista perdidos, inseguro en la ejecución pero aplicado en la buhardilla frente a una naturaleza muerta, observando una Vanitas en la forma de una fruta, como los bodegones de Willem Kalf, Jan Davidsz de Heem o Claesz Heda, así es el actual Cornelius, antaño hacedor de venus tendidas, jesucristos de rubia barba bendiciendo o retratos de egotismo.

Cornelius ha recorrido el mundo, y vuelve a recorrerlo con sus recuerdos. Un amplio número de lugares y vivencias, desde la taberna sórdida de su presente, posiblemente como la que Caravaggio pintara para servir de escenario a Emaús, hasta la habitación romana o el jardín de tulipanes de su pasado en Constantinopla, ese harén floral mezcla de sensibilidad y sensualidad, como la mujer-flor picassiana. Lo único que entristece el espectáculo de la naturaleza, del mundo, es el ser humano y su miserable vida de tristezas.

La autora nos habla centralmente de una experiencia estética, de la multitud de sensaciones evocadas por la memoria de Cornelius, buscando la explicación a la actitud del taciturno y anciano pintor. La tristeza nace del choque entre estética y ética, en una vida ya tan amplia que ha ido perdiendo incluso al amor de esa vida, del que sólo queda el recuerdo de la belleza de la modelo amada Frédérique Gerritsdocheter sobre la mesa de disección en la Escuela de Medicina de Friburgo. Muy lejos a veces el Arte de la vida, como la aséptica presentación del cadáver descarnado de La lección de anatomía de Rembrandt, rodeado de doctos hombres cuya preocupación por las ciencias de la vida les impide emocionarse con ese muerto, o del paraguas y la mesa de operaciones que el grupo surrealista bendecía con la ayuda inestimable de Lautréamont.

Lo visto se convierte en comprendido. El segundo libro de poemas de Marguerite Yourcenar, en el temprano año de 1922, Los dioses no han muerto, reflejaba en su título su visión del mundo, y un tema recurrente en su literatura. Los dioses se sorprenden de los humanos, y algún humano como Cornelius también se sorprende de ellos. El dios es aquí el creador, el pintor máximo.

Cuando uno comprende la belleza de una flor puede exclamar, como el Síndico de Haarlem:

Dieu est un grand peintre.

Cuando el mundo no se detiene en esa flor, en ese minúsculo elemento de la creación, porque en su totalidad es un inmenso cuadro, se puede añadir como hace el Síndico:

Dieu est le peintre de l’univers.

Pero Cornelius ha disfrutado el amor en las gozosas carnes de Frédérique y ha penado la visión de su muerte, ha sentido la belleza de los tulipanes de Constantinopla y la fealdad del ojo putrefacto lleno de moscas del esclavo tuerto del Bajá. Por eso Cornelius Berg está de acuerdo en que Dios es el pintor del universo, pero también apostilla, con amargura:

Pero, qué pena, señor Síndico, que Dios no se haya limitado a pintar paisajes...

Efectivamente, Cornelius Berg no pintaba como un genio, aunque sus palabras y sus sueños lo igualaban a Rembrandt, su condiscípulo.

A lo mejor un día encontramos el mar donde navega Wang-Fô en los reflejos plateados de esa altiva copa de naturaleza muerta oculta en la semipenumbra. Marguerite Yourcenar murió en 1987, ochenta y cuatro años más tarde de haber nacido como de Crayencour, y si hacemos caso a sus palabras —sólo se muere de pena— en su último viaje posiblemente encontró a un anciano Cornelius Berg, le dio la mano para levantarlo de ese también cansado banco de madera que es la espera de los días y con una sonrisa condujo su cuerpo junto al del holandés en ese nuevo camino.