domingo, 12 de enero de 2014

Instrucciones para leer "Rayuela"


Nota. Las siguientes instrucciones no pretenden dirigirse a todo el público, sino únicamente a ese sector conocido como los cronopios, los cuales, en todo caso, son los únicos con la suficiente inconsciencia para emprender la aventura de leer Rayuela. Aclarado lo anterior, demos paso al consabido epígrafe:
¿Quién nos rescatará de la seriedad?
Julio Cortázar.
La vuelta al día en ochenta mundos.

El primer paso para leer Rayuela deberá ser quitarse el miedo. Sí, la sola idea de enfrentarse a su lectura puede hacer a las rodillas temblar, a las manos sudar y a los ojos nublarse, pero tómelo con calma. No tema, miles de personas antes que usted han leído la novela y no ha habido (mayores) consecuencias que lamentar. Para alejar la angustia podrá ayudarse con un vaso de mate o de caña (sustituibles por la infusión o el aguardiente de su preferencia, respectivamente). Luego, olvide cualquier idea preconcebida sobre la obra y dígase: “tarde o temprano hay de leerla”.
 Lo siguiente será tomar el volumen. Asegúrese de hacerlo con ambas manos y en una posición adecuada, pues se ha reportado que levantar ciertas ediciones sin las medidas de seguridad pertinentes puede causar lesiones en espalda, cadera o región lumbar. A continuación busque un lugar propicio para realizar la lectura, teniendo en mente que dicho lugar deberá ser lo bastante cómodo como para pensar a lo largo de setecientas y tantas páginas, pero no tanto como para quedarse dormido.
Ambiente el espacio elegido como lo considere necesario, procurando tener a la mano cigarrillos (si no ha caído usted víctima de las campañas contra el tabaquismo) y nuevas raciones de mate o aguardiente utilizados con anterioridad. La música de fondo es recomendable: Duke Ellington, Thelonious Monk y el enormísimo cronopio, Louis Amstrong,  pueden ser de utilidad para la primera parte de la novela, mientras Gardel o el Tata Cedrón serán más apropiados para la segunda.
Una vez tomadas todas las disposiciones adecuadas, será momento de abrir el libro. Al hacerlo se encontrará con algo fuera de lo común: un Tablero de dirección. Verá usted, Julio Cortázar, nos propone que su obra tiene al menos dos lecturas. Una, la tradicional, que abarca los capítulos del 1 al 56, en orden secuencial; otra, la no tradicional, que incluye además los restantes capítulos del 57 al 155, intercalados con los primeros 56 en el orden detallado en el Tablero. “¿Cuál elegir?” se preguntará usted con razón y tal vez se preguntará, también, si no será el momento para el primer cigarrillo y, acaso, para otro trago. No se detenga.
Para tomar la mejor decisión quizá le sea de utilidad saber de qué se perdería de optar por la versión “corta” (por llamarla de alguna manera). En primer término, no tendría conocimiento de Morelli, personaje incluido en los Capítulos prescindibles y quien sirve de alter ego a Cortázar para “clarificar” (recurrimos a la ayuda de las comillas) algunos conceptos y principios de su contranovela (de algún modo hay que llamarla). Sí, el autor de Rayuela ha decidido no romper los esquemas tradicionales de la novela rompiéndolos, al escribir una que no es tal y nos presenta su teoría a través del viejo escritor Morelli. ¿Esto hará más entendible y clara la historia? En modo alguno. Pero sí más interesante, eso puede tenerlo por seguro. Además de Morelli, la versión “larga” o “más larga” (ahora recurro de nuevo a las comillas) incluirá otro personaje, Pola, la amante parisina de Oliveira, el protagonista y, lo más importante, a una serie de citas, recortes de periódico y fragmentos literarios (al estilo de los posteriores libros collage del autor) utilizados para hacer la novela más rica y compleja, dicho sea en todos los sentidos consignados en el “cementerio” o diccionario para esta palabra.
Las dos lecturas propuestas por el autor, sin embargo, son sólo optativas. Se encuentra usted en entera libertad de leerla como le dé su santa gana  y, en una de esas, como diría Morelli, tal vez haga una lectura perfecta.  Puede, por ejemplo, hacer su propio tablero de dirección, es decir, ordenar los números de los capítulos como mejor le plazca. He aquí una idea: para una lectura de locos (en más de un sentido) le recomendamos que los ordene de acuerdo a los números de los pacientes del manicomio que aparecen a partir del capítulo 53. Así, el tablero quedaría como sigue:
6 – 18 – 31 – 56 – 7 – 22 – 2 – 8 – 4 – 19 – 5 – 14 – 45 – 16 – 43. Por supuesto, perdería gran parte de la novela, pero piense lo que ganaría en originalidad. No obstante, se recomienda, para empezar, leer la versión larga: qué más da un par de centenares de páginas adicionales.
Tomada la decisión, comience la lectura. Si después de treinta páginas piensa que no está entendiendo nada, no se preocupe. Las novelas de Julito no están para entender sino para cuestionar, disfrutar, padecer. Siéntase, pues, libre de enamorarse de la Maga, de burlarse de las pretensiones metafísicas de Oliveira, de encontrar insufribles a los miembros del Club de la Serpiente, de creer que entiende las pedantísimas elucubraciones metaliterarias de Morelli, de preocuparse por Rocamadour, de confundirse y no saber a la primera quién diablos es el narrador en cada capítulo. Sublímese con la hermosa ruptura entre Horacio y la Maga en el capítulo 20 y ríase del concierto de Berthe Trépat y el posterior encuentro de ella y Oliveira en el 23. Angústiese por la muerte del hijo de la Maga en el capítulo 28 y búsquela ahogada en los ríos metafísicos por los cuales navega. Ya que esté en el capítulo 41 encuentre las similitudes entre la película Jules y Jim de Traffaut y el triángulo Traveler-Talita/Maga-Oliveira. Recuerde cómo el personaje de Jeanne Moreau también se lanzaba de cabeza a cuanto río (metafísico o no) se le ponía enfrente y cómo el trío en algún momento también se comunica a gritos a través de las ventanas. Hecha la comparación, armando el acto incestuoso entre el cine y las letras, sienta el vértigo de Talita en el tablón y pierda la razón junto con Horacio. Búrlese de quienes le habían prevenido sobre la solemnidad de Rayuela (¿qué hay de solemne en un gato calculista?)
A lo largo de toda la novela admire el manejo del lenguaje. El swing de los pasajes, el gíglico, el ispamerikano (sin hache y con ka), los paréntesis cuyo uso cambia la ló(gi)ca por la loca de las palabras, los enajenantes y enajenados diálogos, la lectura de Pérez Galdós, cruzada con los pensamientos de Horacio. Lea con hache todos los conceptos himportantes (con hache) para restarles hautoridad (con hache).
Y a lo largo de todo el libro, también, pregúntese qué simboliza la rayuela, o el bebeleche (qué, palabra) o el avión como decimos por acá. Simboliza acaso ¿La búsqueda de Horacio del “centro” (de la tierra al cielo)? Es probable. Saque usted sus propias conclusiones. Y, sobre todo, disfrute. Llegue al capítulo 56, enloquezca, déjese ir, y “paf se acabó” (si optó por la versión corta, de lo contrario aún le faltan 99 capítulos o un poco más y no acabará en algún lugar entre los capítulos 58 y 131).
¿Lo ve? Estaba usted tan temeroso y ya terminó la lectura y sólo han pasado unas cuantas horas… o días… o meses. El tiempo, recuérdelo, es relativo.
Tenga siempre en mente dos cosas fundamentales: La primera, tener a la mano las bebidas recomendadas al principio de este instructivo. La segunda, y mucho más importante: debe disfrutar la lectura. Está usted ante la obra cumbre de Julio Cortázar. Siéntase gustoso de leer una de las más grandes novelas del siglo XX y centurias aledañas.


Lectura prescindible, escuche usted si quiere:
Recuerdo con claridad mi primera relación con Julio Cortázar: “La autopista del sur”. Cuento que me causó un gran desconcierto al provocar una nueva forma de mirar: no sólo los amos adquieren las caras de sus perros, sino que los conductores adquieren también las de sus autos. De ahí siguieron otros encuentros y, por supuesto, las más variadas dislocaciones.
Sin embargo, dichos extrañamientos no aseguraban, de ninguna manera, mi comprensión hacia los textos. Cortázar en principio me angustió muchísimo porque  no entendía gran cosa; hasta que conseguí meterme en una atmósfera muy particular en la que nada es lo que parece, y todo es como podría haber sido.
Y desde entonces empecé a querer tanto a Julio.
Unos años después llegué a Rayuela.
Para llegar a Rayuela hay que desnudarse de formas de lecturas previas, olvidar todos los estilos que uno aprendió en los libros, desconocer la estilística, los preceptos literarios y las normas de clásicas de la escritura. Hacer a una lado todo lo apuntado en las clases de literatura, los discursos consagrados para disponerse a construir un mundo desde cero, aprendiendo de memoria el diseño de la Torre Eiffel.
Para leer Rayuela hay que amar París aunque no se haya ido nunca, soñar paraguas y piolines y tener el deseo imposible de encontrar a Oliveira-Manú o a la Maga-Talita, detrás de alguna farola iluminada por la lluvia de todos los anocheceres que quisimos tanto. Para ello, deshágase de todos los separadores, lápices y plumas, fichas y ordenadores y prepárese para desempolvar su memoria.
Para entender  Rayuela hay que haber escuchado jazz y tangos, y un tanto de clásicos, en algún viejísimo tocadiscos polvoriento, lleno de arañazos y raspaduras, mientras el humo de los cigarrillos deja en penumbra esa luz macilenta de los noviembres invernales en los que alguien ha entrado en casa y son las once de la noche y no se ha ido, y no se va, y la compañía determina otras soledades, u otras intimidades, o vaya usted a saber qué. Soledades acompañadas de una buena matera porque el mate es la metáfora de lo que compartimos todos.
Para amar Rayuela hay que saber que un paraguas tiene varillas que se rompen, y que cuando se rompen puede sonar como un ruidito de cristales astillados bajo la soledad del tiempo que se marcha; hay que saber también hay parques donde esconderse para jugar a la rayuela: salto, saltas, adelante, un pie, otro… y volverse quimérico, y adolescente, y tener sueños de gloria que nunca- claro- conseguimos, porque el tiempo y la vida nos dejarán dicho, para siempre, que las calles de París no son un lugar, sino un molino de viento sobre nuestra cabeza, que aventamos sólo con el recuerdo imposible de haber querido alguna vez ser felices. Para sentir esto, hay que olvidarse de consultar el número de página y de pensar –lastimosamente- cuánto falta aún por caminar, es decir, por leer… salte, usted debe saltar y aprender a regresar a lo que dejó a medias.

Hay que releer Rayuela siempre; para ahuyentar el desamparo, el miedo, la incertidumbre, el abandono, la soledad, el dolor, la tristeza, y encontrar en las viejas páginas de ese libro ya tan gastado por nuestras propias manos, la sensación de que alguna vez, un argentino completamente irreverente nos escribió la vida como si realmente nosotros fuéramos Oliveira o la Maga o tantos otros, y estuviéramos a punto de cruzar todos los puentes de París, o recorriendo todas las calles de la cruz del sur, abrazados bajo el agua. Rayuela nos invita a saltar de la mano de Julio, en ese brinco que ya casi dura cincuenta años. No tenga miedo, lea Rayuela, como a diario se dispone usted a leer su vida en el mundo. 

Texto leído en el "Homenaje a Julio Cortázar" organizado por Difusión Cultural de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí