jueves, 25 de agosto de 2011

José Saramago: "El cuento de la isla desconocida"



Un suceso real, la intención de un noble portugués de ser autorizado por el rey para utilizar una de sus carabelas en la búsqueda de la isla desconocida, le sirve al autor de pretexto para realizar una fábula descarnada del hombre moderno. Saramago con este cuento nos muestra que soñar, a veces, es el verdadero camino hacia la felicidad.

José Saramago utiliza ciertos elementos propios del cuento de hadas sobre la base de un lenguaje oral, simple, sin interrupciones, con una mezcla de humor y acertijos, donde los personajes son nombrados genéricamente: el hombre, la mujer de la limpieza, el Rey, el capitán; que adquieren identidad cuando muestran su objetivo en la vida. Hay un hombre, podría ser cualquier hombre, pero éste tiene la particularidad de necesitar un barco para ir en busca de una isla desconocida. Las palabras logran hilarse delicadamente, sin espesura, detrás de un autor que embellece cada pregunta, encauzando los hechos hacia un rumbo incierto.



José Saramago apunta hacia un lector empático y lúdico, que sea capaz de interpretar sobre la base de un dibujo infantil las claves de un lenguaje alegórico. Esta obra a pesar de ser breve y didáctica, logra transmitir en un lenguaje bien cuidado, reflexiones que sobrepasan cualquier libro de autoayuda. Su belleza está en el estilo y en la personal forma de encadenar los diálogos con comas seguidas de mayúsculas, no te deja indiferente.
"Es extraño que tú, siendo hombre de mar, me digas eso, que ya no hay islas desconocidas, hombre de tierra soy yo, y no ignoro que todas las islas, incluso las conocidas, son desconocidas mientras no desembarcamos en ellas, Pero tú, si bien entiendo, vas a la búsqueda de una donde nadie haya desembarcado nunca, Lo sabré cuando llegue, si llegas, Sí, a veces se naufraaga en el camino, pero si tal me ocurre, deberás escribir en los anales del puerto que el punto adonde llegué fue ése, Quieres decir que llegar, se llega siempre, No serías quien eres si no lo supieses ya."

Saramago nos transmite su personal idea de que todos somos islas desconocidas. Nuestra vida transcurre toda ella en un proceso de navegación en el que no tenemos más pretensión que hallarnos a nosotros mismos, encontrarnos en lo más profundo de nuestro ser interior en donde los océanos mueven sus olas y nos trazan la ruta. Cuando logramos hallarnos, cuando conquistamos nuestra isla desconocida sabemos que somos partícipes de nuestra realización y que no nos bastamos solos, necesitamos a otro y a otros que nos guíen y no nos dejen olvidar lo que somos...



Pueden leer el cuento aquí:

domingo, 21 de agosto de 2011

Alejo Carpentier: "Viaje a la semilla"

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En su ensayo “Lo barroco y lo real maravilloso”, Alejo Carpentier ofrece una disertación sobre sus concepto de barroco y de lo real maravilloso, de los cuales da su definición y explicación, acompañadas de abundantes ejemplos que ilustran sus características.
Hemos podido apreciar estas características en su cuento “Viaje a la semilla”. El relato narra la historia de un hombre anciano (Don Marcial, el Marqués de Capellanías) que debe despedirse de sus recuerdos ante la demolición de su hogar y su inminente muerte. Enfrentado a esta situación, emprende un imaginario (o real, según la interpretación escogida) “viaje a la semilla”, en el cual el tiempo va retrocediendo mientras él revive algunos momentos significativos de su vida.

Lo barroco
Según Carpentier explica en su conferencia, “...el barroco, constante del espíritu, ... se caracteriza por el horror al vacío, a la superficie desnuda, a la armonía lineal geométrica, ... se multiplican lo que podríamos llamar los núcleos proliferantes, es decir, elementos decorativos que llenan totalmente el espacio... Es un arte en movimiento, un arte de pulsión, un arte que va de un centro hacia afuera y va rompiendo, en cierto modo, sus propios márgenes...” (112). Aunque este párrafo se refiere principalmente a la arquitectura, gran parte de lo que dice puede ser aplicado a la literatura; en este caso, a “Viaje a la semilla”.
Por ejemplo, hacia el final de la parte III se encuentran las siguientes palabras: “Pensaba en los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras que se entrelazan y desenlazan sobre anchas hojas afligranadas de balanzas, enlazando y desenlazando compromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones, apellidos, títulos, fechas, tierras, árboles y piedras; maraña de hilos, sacada del tintero, en el que se enredaban las piernas del hombre, vedándole caminos desestimados por la Ley; cordón al cuello, que apretaba su sordina al percibir el sonido temible de las palabras en libertad.” Esta desaforada enumeración se asemeja a las que Carpentier cita de la obra de Rabelais (115) como ejemplos típicos de prosa barroca. Una de las principales características del barroco es el horror vacuis o “miedo al vacío”; la necesidad de llenar constantemente todos los espacios vacíos de una obra con detalles, circunstancias o enumeraciones. Esta tendencia se advierte en el párrafo citado y en otros muchos, por ejemplo el siguiente (capítulo VII): “Ahora vivía su crisis mística, poblada de detentes, corderos pascuales, palomas de porcelana, Vírgenes de manto azul celeste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos, ángeles con alas de cisne, el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que se le aparecía en sueños, con un gran vacío entre los hombros...” Resulta significativo que el “terrible” San Dionisio lo sea por su gran vacío entre los hombros.
Existen otras características del arte barroco en América Latina presentes en el cuento. Una de ellas es la alusión mitológica, representada por las frecuentes menciones de una estatua de la diosa romana Ceres, que en cierto momento se sustituye por una de Venus. Otra es la personificación, usada con gran frecuencia; por ejemplo, hacia el final del capítulo I: “Por primera vez las habitaciones dormirían sin persianas...” Aún otra es el paralelismo sintáctico, que es utilizado, entre otros casos, hacia el final del capítulo IV: “Reaparecieron muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy claras, las arañas del gran salón. Las grietas de la fachada se iban cerrando. El piano regresó al clavicordio. Las palmas perdían anillos.”
En su ensayo, Carpentier opone el barroco al clasicismo, que según él produce una impresión estética en la que los espacios vacíos valen tanto como los llenos, en que predomina una “severa majestad” y en el cual todo elemento superfluo queda eliminado. Es posible que esta oposición se marque en el texto con una situación, incluida en el capítulo VII, que vive el joven Marcial en el colegio: las “interpretaciones del universo” de Aristóteles, Santo Tomás, Bacon y Descartes (que pueden considerarse “clásicas“) lo aburren y pronto deja de estudiarlas “encontrándose liberado de un gran peso. Su mente se hizo alegre y ligera, admitiendo tan sólo un concepto instintivo de las cosas.” Esto puede señalar, en cierto modo, la transición de un concepto clásico a uno barroco y más aún: real maravilloso.

Lo real maravilloso

Alejo Carpentier, luego de hablar del barroco, expone sus opiniones sobre lo “real maravilloso”. Dice que el concepto de “maravilloso”, contrariamente a lo creído generalmente, no implica algo bueno y admirable, sino simplemente algo que maravilla por ser extraordinario y sorprendente. Lo real maravilloso, entonces, es la aparición de lo maravilloso dentro de la realidad, al contrario del surrealismo que lo busca en lo imaginario. El realismo maravilloso (vinculado al realismo mágico) es según Carpentier algo característicamente latinoamericano, ausente en otras partes del mundo, porque en América Latina “lo insólito es cotidiano” (122).
En “Viaje a la semilla” abundan los ejemplos de lo real maravilloso. El capítulo II termina con el siguiente párrafo: “Don Marcial, Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho acorazado de medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida.” Esta situación le resulta al lector insólita y chocante, y en cierto sentido “irreal”, pero no onírica o fantástica. Es un ejemplo excelente de las situaciones, reales pero maravillosas, que pueden darse en América Latina. Otro ejemplo lo encontramos en el capítulo X, cuando se nos dice que las botas de Melchor, ídolo infantil de Marcial, tenían nombres: Calambín y Calambán. La indiferencia con que se transmite esta extraña información aumenta su efecto de sorprender al lector y mostrarle esto como “natural” y no como una fantasía infantil, por ejemplo.
Un buen símbolo de lo real maravilloso que tiene importancia en el relato es el reloj. Al comenzar el capítulo VI, se nos dice que “Marcial tuvo la sensación extraña de que los relojes de la casa daban las cinco, luego las cuatro y media, luego las cuatro, luego las tres y media... Era como la percepción remota de otras posibilidades” Esta cita, es cierto, tiene más aire a surrealismo (ambiente onírico) que a real maravilloso; sin embargo, situada en el contexto del cuento en el cual lo insólito es cotidiano, no impresiona tanto como algo soñado sino como un hecho real, aunque inexplicable. Precisamente, una de las principales características del realismo mágico es la ambigüedad sobre si los hechos narrados son sobrenaturales, son sueños o visiones, o son reales y tienen una explicación natural.

Conclusión

Carpentier, en su conferencia, intenta explicar las características barrocas y maravillosas existentes en América Latina desde un punto de vista histórico, haciendo referencia a la conquista española y a algunos sucesos insólitos que abundan en la historia de esta parte del mundo (122-4). Insiste repetidamente en que, como consecuencia, el arte y la literatura latinoamericanas han de presentar características barrocas y real maravillosas. Hemos podido comprobar, efectivamente, la existencia de éstas en el cuento “Viaje a la semilla”; y hemos explicado anteriormente las razones que nos asisten para inscribir este relato dentro de las corrientes literarias gemelas (en Latinoamérica) de lo barroco y lo real maravilloso. Sin embargo, debemos señalar que al estar tanto el ensayo como el cuento escritos por la misma persona (Alejo Carpentier) resulta en cierto modo natural que las opiniones vertidas en el primero se reflejen en el segundo.


Entrevista a Alejo Carpentier:




viernes, 19 de agosto de 2011

Alejo Carpentier: "El reino de este mundo"





¿LO REAL MARAVILLOSO O ARTIMAÑAS LITERARIAS?

POR MARIO VARGAS LLOSA

¿LO REAL MARAVILLOSO O ARTIMAÑAS LITERARIAS?

POR MARIO VARGAS LLOSA

Carpentier solía afirmar que su falta de imaginación lo llevó a construir sus novelas sobre bases históricas, con la sorpresa de que la realidad americana era en sí misma mágica. Vargas Llosa demuestra en este ensayo, al analizar El reino de este mundo, cómo tras este supuesto se esconde un gran artificio literario.

Cuando Alejo Carpentier afirmó: "Yo soy incapaz de 'inventar' una historia. Todo lo que escribo es 'montaje' de cosas vividas, observadas, recordadas y agrupadas, luego, en un cuerpo coherente" dijo una verdad muy mentirosa. Porque, aunque es cierto que su material de trabajo para crear ficciones era la historia documental, las fuentes escritas para investigar el pasado, también lo era que, en el proceso de convertir en novela aquella materia prima, sometía ésta a una transformación tan radical que en la ficción pasaba a ser una realidad inventada de pies a cabeza, emancipada en cuerpo y alma de su modelo. Deshacer y rehacer la historia, mudada en ficción, era la manera propia de Carpentier de inventar historias.

Alcanzó, en esto, una maestría consumada, a partir de 1949, cuando apareció su primera obra maestra, El reino de este mundo, acaso la mejor de sus novelas y una de las más acabadas que haya producido la lengua española en este siglo. (Antes, en 1933, había publicado una novela regionalista, ¡Ecué-Yamba-O!, que, luego, con perfecta lucidez, desdeñó.) El punto de partida de El reino de este mundo fue un viaje que hizo a Haití, en 1943, acompañando al actor Louis Jouvet, en el que visitó la Ciudadela La Ferriere, la Ciudad del Cabo, las ruinas de Sans-Souci y buena parte de los lugares donde ocurre la novela. Pero si este viaje disparó la imaginación de Carpentier sobre el mundo de Henri Christophe y las largas luchas por la independencia de Haití, los verdaderos materiales que utilizó para El reino de este mundo no fueron cosas que vio y oyó, sino que leyó. También en este caso, como en todas sus ficciones futuras, su inspiración fue libresca.

Los críticos que se han ocupado de esta novela —Roberto González Echevarría, Richard A. Young, Nury Raventós de Marín y otros— han subrayado que casi todos los personajes y sucesos de El reino de este mundo tienen una correspondencia en la realidad histórica. Pero quien ha llevado a cabo el más exhaustivo trabajo de arqueología de las fuentes que aprovechó Carpentier es Emma Susana Speratti-Piñero. En su notable investigación, demuestra que la novela es un "mosaico increíble" de datos históricos, mitológicos, religiosos, etnológicos y sociológicos recogidos por Carpentier en libros de viajeros, historiadores, en correspondencias, artículos especializados, biografías y manuales de mera divulgación o popularización, refundidos y organizados en un orden compacto para dar una versión literaria —es decir, ficticia— de las luchas independentistas y de los primeros años de vida soberana de Haití. La doctora Speratti-Piñero prueba que prácticamente no hay en la novela un solo personaje (ni siquiera Ti Noel), ni un episodio, y aun detalle o motivo que no tenga raíces bibliográficas. Y, sin embargo, de esta comprobación no resulta, en modo alguno, empobrecida la originalidad de El reino de este mundo ni el talento creativo de su autor. Por el contrario, la exposición de las fuentes utilizadas por el novelista cubano sirve para desvelar, de manera íntima, el procedimiento de transmutación de una realidad histórica en realidad ficticia de que Carpentier se valía para emancipar su ficción de todo sometimiento o dependencia de sus fuentes e imponerse al lector como un mundo original, dotado de unos rasgos y movimientos, colores, leyes, personajes, acciones y de un sistema temporal absolutamente propios e intransferibles. Pocas veces, en la crítica latinoamericana, un trabajo de paciente erudición ha sido tan fecundo para iluminar el encaminamiento mediante el cual un escritor de genio saquea el mundo real, lo desmenuza y reconstituye con la palabra y la fantasía para oponerle una imagen literaria.

Ningún lector que se enfrente a esta novela sin estar al tanto de su gestación, sospecharía que todos los sorprendentes acontecimientos y los inusitados personajes que la pueblan son "históricos", ni siquiera realistas. La historia que cuenta parece mucho más cerca de lo legendario, lo mítico, lo maravilloso y lo fantástico que del mundo objetivo y la pedestre realidad. Pero esta impresión no resulta de la historia que El reino de este mundo cuenta, sino, exclusivamente, de la astuta y originalísima manera en que el narrador cuenta la novela. El discurso del narrador, de palabras rebuscadas —muchas de ellas extraídas de diccionarios y vocabularios especializados— se halla en las antípodas del que finge lo espontáneo, la oralidad. Este estilo representa, más bien, la voz engolada del discurso escrito, de lo leído y premeditado, de lo corregido y repensado, de lo artificial. Pero, pese a su semblante fabricado, es de una gran precisión a la hora de designar el objeto y describirlo, y de un extraordinario poder de síntesis: describe a pinceladas rápidas, sin insistir ni repetir. Su característica mayor, además de la exactitud —nunca vacila ni yerra a la hora de adjetivar— es la sensorialidad lujosa, la manera como se las arregla para que la historia parezca entrarle al lector por todos los sentidos: la vista, el oído, el olfato, el sabor, el tacto. Un estilo en el que, curiosamente, lo amanerado no está reñido con la vida del cuerpo, donde el adorno realza lo vital.

De este estilo, que, a diferencia de otros, los de las novelas "realistas", no niega lo que es —pura literatura—, se vale el narrador para dotar al mundo ficticio de uno de sus rasgos prototípicos, el que más lo aleja de la realidad real y lo vuelve realidad inventada: el tiempo. Toda ficción tiene un tiempo, creado para ella y por ella, y que sólo existe allí. El tiempo de El reino de este mundo es, gracias al estilo, lentísimo, de cámara lenta, tanto que el lector tiene a menudo la sensación de que el tiempo se ha detenido o sido abolido, como ocurre en los grandes frescos, en las imágenes inmóviles de las pinturas. Y esta sensación se debe a que cada capítulo tiene un tiempo propio —una sucesión o acumulación de ocurrencias—, pero, entre capítulo y capítulo, no hay flujo cronológico, una continuidad anecdótica que dé la impresión de un transcurrir. La historia de la novela no avanza como el tiempo "real", que fluye a la manera de un río, sin detenerse nunca. Más bien, salta de un periodo a otro —de un cuadro a otro—, como si aquéllos no estuvieran enlazados en una secuencia, sino yuxtapuestos, conservando cada uno su autonomía temporal. Por eso, leyendo esta novela el lector tiene la sensación de estar recorriendo una galería de grandes murales dispuestos en fila, pero desconectados cronológicamente.

Aunque, saliendo de la ficción, y cotejándola con los hechos históricos que le sirven de materia prima, podemos decir que El reino de este mundo cubre un periodo de unos ochenta años —de 1751 a 1830 más o menos— pues ese es el tiempo que media entre la conspiración del manco Mackandal y el establecimiento del gobierno republicano y la imposición del trabajo agrícola obligatorio, lo cierto es que, ciñéndonos a los datos contenidos en la novela, esta averiguación es imposible. Para crear ese tiempo propio, distinto, el narrador ha borrado las pistas, eliminando todas las fechas —no hay una sola en el libro— y limitándose a vagas referencias temporales ("Sobre todo esto habían transcurrido veinticinco años", "...esto duraba ya desde hacía más de doce años..."), de modo que, por ejemplo, es imposible establecer la edad de los personajes, incluida la del que sirve de hilo conductor de la historia, Ti Noel, de quien sólo llegamos a averiguar con certeza que muere muy anciano.

La cualidad plástica del estilo hace que el lector sienta que, en cada capítulo, no pasan sino hay muchas cosas. Y cada capítulo consta siempre de uno o dos cráteres, hechos centrales, llamativos, de gran concentración de vivencias, en torno a los cuales parece girar todo lo demás. Separados por intervalos a veces muy largos, los capítulos de la novela arman un desfile de periodos temporales estáticos que se complementan, pero sin integrarse en un transcurrir parejo y sistemático. Ese tiempo es, como el narrador, una completa ilusión: una invención.

La perspectiva mítica: los mundos del narrador

No menos notable ni original que la invención de un sistema temporal ficticio, es la creación del espacio en El reino de este mundo, un espacio que, aunque modelado a partir de un espacio y una historia reales, se va transformando en algo esencialmente distinto —real maravilloso lo llama Carpentier, en su prólogo de 1949 a la novela, pero se podría llamar, tal vez, de una manera menos surrealista, legendario o mítico—, gracias a los habilísimos movimientos de un narrador que la señora Speratti-Piñero ha descrito con exactitud: "reducción, ampliación, desmembramiento, redistribución, combinación, contradicción, cambio de intención y de tono" (p. 106) de los materiales recogidos en las fuentes librescas.

El narrador se vale de las mayúsculas para impregnar de solemnidad y nimbar de un aura religiosa ciertos hechos, seres o creencias, que, realzados de esta manera sobre los otros, van erigiendo una dimensión espiritual o mágica en la realidad ficticia: los Grandes Pactos, el Falso Enemigo, Aguasú, Señor del Mar, las Oraciones del Gran Juez, de San Jorge y la San Trastorno, las Muletas de Legba, el Señor de los Caminos, la Batería de las Princesas Reales, la Puerta Única, y, por supuesto, los Loas del vudú —Loco, Petro, Ogún Ferraille, Brise-Pimba, Caplao-Pimba, Marinette Bois-Cheche y otros— son más que nombres propios que ameriten aquella distinción ortográfica. Como no están definidos ni explicados, mencionados desde la perspectiva de quienes ya saben quiénes son y creen en ellos (por un sinuoso narrador que para nombrarlos se coloca cerquísima de aquellos creyentes), para el lector son figuras llamativas, espectáculos que, de tanto en tanto, colorean fugazmente la realidad ficticia, agrietándola y revelando en ella un trasfondo fantasmagórico, de dioses, diosecillos y seres malignos, y conjuros y otras fuerzas espirituales cuyo benéfico o maléfico poder opera desde la sombra en los hechos históricos y las peripecias individuales. Esas estratégicas mayúsculas van sembrando la realidad ficticia de misterio, revelando que ella está hecha, también, de un nivel sagrado al que sólo se accede a través de la fe y las prácticas mágicas.

La astucia del narrador hace que este nivel esté constantemente asomando en su relato, pero, siempre, desde la perspectiva de los personajes cuya credibilidad, ingenuidad o miedos y esperanzas sostienen en pie aquella dimensión mágico-religiosa con la que el narrador —en eso consiste su astucia— jamás se compromete pues nunca le da su propio aval.

Además de las mayúsculas, otros tres procedimientos contribuyen a mitificar la realidad ficticia, a desrealizarla y darle consistencia esencialmente literaria. El primero consiste en reorganizar el orden de las cosas de este mundo en forma de desfiles o colectividades compactas que se despliegan ante el lector como una cinta animada, lo que introduce, de tanto en tanto, en este tiempo lentísimo y casi suspendido, súbitas agitaciones, bruscos reordenamientos que agrupan en una secuencia narrativa a objetos y seres (de este u otro mundo) y acciones en unidades gregarias, atraídas y emparentadas por una recóndita sanguinidad: "La mano traía alpistes sin nombre, alcaparras de azufre, ajíes minúsculos; bejucos que tejían redes entre las piedras; matas solitarias de hojas velludas, que sudaban en la noche; sensitivas que se doblaban al mero sonido de la voz humana..." No se trata de meras enumeraciones; estas cascadas o aluviones de objetos delatan un parentesco secreto entre cosas que la simple visión objetiva no detecta, que sólo se hace visible gracias a la iniciativa de un personaje dotado de poderes especiales (en este caso Mackandal), de una percepción capaz de traspasar lo ordinario y detectar lo extraordinario (el orden secreto del mundo). A veces, como en la noche en que estallan las trompas del caracol, no es un ser humano, sino un sonido, una música, la que de pronto llama e integra en una unidad a una vasta, dispersa y hasta entonces desconocida familia: "Era como si todas las porcelanas de la costa, todos los lambíes indios, todos los abrojines que servían para sujetar las puertas, todos los caracoles que yacían solitarios y petrificados, en el tope de los Moles, se hubieran puesto a cantar en coro" (p. 96). La cantidad y variedad de estas enumeraciones (he registrado una veintena, y sospecho que hay más) van manifestando, en el curso del relato, algo más profundo que un adorno retórico: una predisposición congénita de la realidad ficticia a organizarse de manera serial, por conjuntos o asambleas de objetos que, desbordando sus confines, se acercan y afilian obedeciendo a íntimos mandatos. Este orden soterrado de la realidad no es objetivo y por lo mismo verificable; su arbitrariedad sólo se explica —y justifica— en función de una perspectiva subjetiva (mágico-religiosa).

Las cosas animadas

El segundo procedimiento consiste en dotar a lo inanimado de animación, de vivificar lo material insuflándole un alma, un espíritu, y mostrando a las cosas de manera que parezcan dueñas de iniciativa, de libre albedrío. Dicho así, da la impresión de que el narrador, empleando este recurso, abandonara el nivel de realidad objetivo y saltara a lo fantástico, a un mundo maravilloso, de total subjetividad, irreconocible a través de la experiencia racional del lector. No es así. El territorio en el que transcurre esta originalísima novela no es el fantástico, sino el mítico o legendario, que está como a caballo entre la realidad histórica y la fantástica —entre lo objetivo y lo subjetivo—, y cuya ambigua sustancia se nutre por igual de lo vivido y lo fantaseado o soñado. Para efectuar esta transformación del objeto —su humanización, diríamos— el narrador hace gala de esa formidable capacidad de tránsito de que dispone, y se coloca, utilizando a veces el estilo indirecto libre y a veces no, en la perspectiva (que conviene no confundir con el punto de vista) de uno o varios personajes, de grandes colectividades a veces, para quienes aquella animación recóndita de la materia es artículo de fe. De este modo, sin identificarse con el punto de vista de estos personajes, conservando una mínima —a veces infinitesimal— distancia de ellos, el narrador se las arregla para impregnar subjetivamente de milagro y maravilla una realidad histórica, sin, empero, convertirla en fantástica, manteniéndola levemente sujeta a la vida objetiva, en la que, sin embargo, las leyendas y los mitos coexisten, y, a menudo, devoran la experiencia histórica.

Los críticos llaman metonimia a este procedimiento y lo definen como una figura retórica que consiste en confundir el efecto con la causa, o fingir tal cosa mediante la omisión de ésta y la exclusiva exposición de aquél. Yo prefiero llamar a este método de narrar una variante del dato escondido, la adopción de una elipsis, que, al eliminar una parte importante de la información, produce una subversión o trastorno esencial en lo narrado. "La ciudad es buena. En la ciudad una rama ganchuda encuentra siempre cosas que meter en un saco que se lleva al hombro" (p. 132). La mano de Ti Noel que sujeta y pone en movimiento a la "rama ganchuda" ha sido abolida, de modo que ésta, automáticamente, se apropia de aquellas propiedades que permiten a la mano (a Ti Noel) convertir la rama en instrumento. La omisión transforma a este ser pasivo en activo, lo anima e independiza, lo torna sujeto actuante. Sin embargo, aunque esto ocurra en el curso de estas frases, debido a ese movimiento de ocultación —a ese pase de prestidigitación del narrador—, el contexto recuerda, allá, en la periferia del episodio, que, en verdad, hay alguien, invisible, el omitido Ti Noel, que es quien en verdad vuelve activa y ejecutora a la "rama ganchuda".

Casi en cada capítulo del libro, vemos asomar este procedimiento que va perfilando una característica sui géneris, inmensamente atractiva por su singularidad y sus efectos inesperados, a la realidad ficticia: la de un mundo panteísta en el que no hay fronteras esenciales entre lo animado y lo inanimado, porque todo lo que existe tiene una vida propia: un espíritu. "Los techos estiraban el alero, las esquinas adelantaban el filo y la humedad no dibujaba sino oídos en las paredes". No es raro, por eso, que en un mundo de este cariz, los cañones de la Ciudadela tengan nombres propios —Escipión, Aníbal, Amílcar— y que algo tan impalpable como las "noticias" corran y se muevan, dotadas de patas: "Pronto las noticias bajaron por los respiraderos, túneles y corredores, a las cámaras y dependencias" (p. 147).

Uno de los episodios más deslumbrantes de la novela —uno de sus cráteres—, el v, "De Profundis", está enteramente narrado según este procedimiento: la animación de lo inerte a través de datos escondidos. Me refiero a la rebelión del manco Mackandal, quien trata de eliminar a los blancos de la colonia mediante el veneno. Éste adquiere independencia —"El veneno se arrastraba por la Llanura del Norte..."— y aparece como un personaje movedizo y siniestro, velocísimo y plural, que contamina de muerte y podredumbre los establos, las cocinas, las farmacias, las panaderías y hasta el aire que respiran los dueños y hacendados de la colonia. La extraordinaria eficacia de la prosa, que parece, en su cuidadosa elección de las palabras, transpirar la ponzoña y el miedo que ella propaga en la comarca, consigue un efecto de suceso sobrenatural, de plaga demoniaca. Pero no lo es, se trata de un "efecto", de una consecuencia psicológica de los doctos alardes narrativos del narrador, quien, al abolir a Mackandal, el manipulador y distribuidor de venenos, ha conseguido una admirable muda en la realidad ficticia: volver legendario, mítico, casi sobrenatural, un hecho muy concreto y circunscrito de la historia haitiana.

El tercer procedimiento, complementario y a menudo utilizado al mismo tiempo que el anterior, pero mucho más difícil y sutil que éste, consiste, de parte del narrador, en narrar tan cerca de una subjetividad que lo que ésta registra o cree registrar pasa por ser la realidad. El narrador de El reino de este mundo está siempre moviéndose entre distintos planos o niveles de realidad; el más arriesgado y radical de sus desplazamientos es éste, que lo lleva casi —pero sin nunca franquear esta frontera— a saltar a lo fantástico. Para ello, se sitúa para narrar en la perspectiva de un personaje crédulo —creyente, alucinado o supersticioso— y narra desde allí escenas o hechos que de este modo alcanzan una suerte de fantasmagoría, hechizo o encantamiento. Sin embargo, el diestro narrador se las arregla para conservar siempre su autonomía —un punto de vista propio, diferenciado del personaje cuya perspectiva ha adoptado para narrar—, de modo que la historia ficticia se mantenga dentro de una verosimilitud racional y objetiva; es decir, para nunca mudar a lo puramente fantástico.

Un buen ejemplo de este procedimiento aparece en otra de las más llamativas escenas de la novela, en Roma, cuando Solimán reconoce en una estatua (la Venus de Cánova) el cuerpo de su antigua ama, Paulina Bonaparte. Esta es la culminación de una aventura semiprodigiosa, en la que el masajista acaba de recorrer las galerías del Palacio Borghese en las que "un mundo de estatuas" le ha parecido animarse, moverse, hacerle señas. Luego, cuando empieza a repetir sobre la estatua los antiguos ritos, tiene la certeza de que está masajeando el cadáver de Paulina, y esta idea lo pone fuera de juicio. Nada de ello, en verdad, ha ocurrido. Pero el lector tiene la sensación del hecho maravilloso, de la muda milagrosa, porque, para narrar el episodio, el narrador se ha acercado tanto al espíritu embrujado de Solimán que ha llegado casi a vivir el episodio desde la erizada crispación anímica del exiliado.

Otro de los cráteres de la novela es la transformación final de Mackandal —un hombre al que los esclavos creen dotado de poderes licántropos, es decir, de mudarse en animal— el día de su ejecución. Colocándose en la perspectiva de ese pueblo de seguidores de Mackandal reunidos en torno al patíbulo, y convencidos de que el hechicero manco escaparía a la muerte, el narrador inicia el desplazamiento hacia aquella subjetividad colectiva: "¿Qué sabían los blancos de cosas de negros? En sus ciclos de metamorfosis, Mackandal se había adentrado muchas veces en el mundo arcano de los insectos, desquitándose de la falta de un brazo humano con la posesión de varias patas, de cuatro élitros o de largas antenas. Había sido mosca, ciempiés, falena, comején, tarántula, vaquita de San Antón y hasta cocuyo de grandes luces verdes" (p. 84). Sin comprometerse él mismo, cediendo toda la responsabilidad de aquella creencia en las aptitudes licantrópicas del manco, a aquéllos desde cuya perspectiva narra, el narrador ha preparado el clima para el milagro, el hecho sobrenatural: "Sus ataduras cayeron, y el cuerpo del negro espigó en el aire, volando por sobre las cabezas...". Sin embargo, luego de este clímax el narrador abandona aquella perspectiva mítica, y regresa a un nivel histórico, de realidad objetiva, para narrar "que muy pocos vieron que Mackandal, agarrado por diez soldados, era metido de cabeza en el fuego..." Las mudas del narrador entre estos distintos niveles de realidad son inapresables en el curso de la lectura, por la delicadeza y velocidad con que están hechos, y por la unidad que el estilo impone a todo el episodio, distrayendo al lector de las mudas y alteraciones que experimenta.

El narrador emplea muchas veces estos cambios de nivel de realidad para imprimir una atmósfera de hechizo, encantamiento o milagro a lo narrado, pero, en cada caso, como en la ejecución de Mackandal, se da maña para mantener aunque sea con la punta de un pie el contacto con esa realidad histórica, a la que transforma, sí, en leyenda y mito, pero nunca en pura fantasía. Por ejemplo, en los años finales de Ti Noel, quien, en su senectud, nos dice, se vuelve ave, garañón, avispa, hormiga, ganso. ¿Se vuelve de veras todas estas cosas? Es ya un hombre muy anciano que vive de historias y recuerdos, en un mundo más imaginario que real. El narrador narra aquellas metamorfosis desde muy cerca, poco menos que confundido con esa mente centenaria y en proceso de disolución, de modo que así quede abierta la posibilidad de que aquellas transformaciones que expresan las creencias del vudú, sean sólo eso, creencias, ilusiones, como los milagros con que suelen etiquetar a menudo los creyentes los hechos insólitos o que parecen romper la normalidad.

En el prólogo que escribió para esta novela, Carpentier enarboló la bandera de lo "real maravilloso" como un rasgo objetivo de la realidad americana, y se burló de los surrealistas europeos, para los que, aseguró, lo "maravilloso" "nunca fue sino una artimaña literaria". La teoría es bonita, pero falsa, como demuestra su novela, donde el mundo tan seductor, mágico, o mítico, o maravilloso, no resulta de una descripción objetiva de la historia haitiana, sino del consumado manejo de las artimañas literarias que el novelista cubano empleaba a la hora de escribir novelas.

Washington, dc, noviembre de 1999.

Obtenido de:

http://www.letraslibres.com/revista/convivio/lo-real-maravilloso-o-artimanas-literarias




jueves, 18 de agosto de 2011

Jorge Luis Borges: "¿Qué es el Budismo?"





"¿Qué es el budismo?"

Por: Jorge Luis Borges

El tema de hoy será el budismo. No entraré en esa larga historia que empezó hace dos mil quinientos años en Benares, cuando un príncipe de Nepal - Siddharta o Gautama -, que había llegado a ser el Buddha, hizo girar la rueda de la ley, proclamó las cuatro nobles verdades y el óctuple sendero. Hablaré de lo esencial de esa religión, la más difundida del mundo.

Los elementos del budismo se han conservado desde el siglo v antes de Cristo: es decir, desde la época de Heráclito, de Pitágoras, de Zenón, hasta nuestro tiempo, cuando el doctor Suzuki la expone en el Japón. Los elementos son los mismos. La religión ahora está incrustada de mitología, de astronomía, de extrañas creencias, de magia, pero ya que el tema es complejo, me limitaré a lo que tienen en común las diversas sectas.

La longevidad puede explicarse por razones históricas, pero tales razones son fortuitas o, mejor dicho, son discutibles, falibles. Creo que hay dos causas fundamentales. La primera es la tolerancia del budismo. Esa extraña tolerancia no corresponde, como en el caso de otras religiones, a distintas épocas: el budismo siempre fue tolerante.

Un buen budista puede ser luterano, o metodista, o presbiteriano, o calvinista, o sintoísta, o taoísta, o católico, puede ser prosélito del Islam o de la religión judía, con toda libertad. En cambio, no le está permitido a un cristiano, a un judío, a un musulmán, ser budista.

La tolerancia del budismo no es una debilidad, sino que pertenece a su índole misma. El budismo fue, ante todo, lo que podemos llamar un yoga. ¿Qué es la palabra yoga? Es la misma palabra que usamos cuando decimos yugo y que tiene su origen en el latín yugu.

Un yugo, una disciplina que el hombre se impone. Luego, si comprendemos lo que el Buddha predicó en aquel primer sermón del Parque de las Gacelas de Benares hace dos mil quinientos años, habremos comprendido el budismo. Salvo que no se trata de comprender, se trata de sentido de un modo hondo, de sentido en cuerpo y alma; salvo, también, que el budismo no admite la realidad del cuerpo ni del alma. Trataré de exponerlo.

Además, hay otra razón. El budismo exige mucho de nuestra fe. Es natural, ya que toda religión es un acto de fe. Así como la patria es un acto de fe. ¿Qué es, me he preguntado muchas veces, ser argentino? Ser argentino es sentir que somos argentinos. ¿Qué es ser budista?

Ser budista, es, no comprender, porque eso puede cumplirse en pocos minutos, sentir las cuatro nobles verdades y el óctuple camino.

No entraremos en los vericuetos del óctuple camino, pues esa cifra obedece al hábito hindú de dividir y subdividir, pero si en las cuatro nobles verdades.

Hay, además, la leyenda del Buddha. Podemos descreer de esa leyenda. Tengo un amigo japonés, budista zen, con el cual he mantenido largas y amistosas discusiones. Yo le decía que creía en la verdad histórica del Buddha. Creía, y creo, que hace dos mil quinientos años hubo un príncipe del Nepal llamado Siddharta o Gautama que llegó a ser el Buddha, es decir, el Despierto, el Lúcido -a diferencia de nosotros que estamos dormidos o que estamos soñando ese largo sueño que es la vida -. Recuerdo una frase de Joyce: "La historia es una pesadilla de la que quiero despertarme." Pues bien, Siddharta, a la edad de treinta años, llegó a despertarse y a ser el Buddha.

Con aquel amigo que era budista (yo no estoy seguro de ser cristiano y estoy seguro de no ser budista) yo discutía y le decía: "¿Por qué no creer en el príncipe Siddharta, que nació en Kapilovastu quinientos años antes de la era cristiana?" Él me respondía: "Porque no tiene ninguna importancia; lo importante es creer en la Doctrina". Agregó, creo que con más ingenio que verdad, que creer en la existencia histórica del Buddha o interesarse en ella seria algo así como confundir el estudio de las matemáticas con la biografía de Pitágoras o Newton. Uno de los temas de meditación que tienen los monjes en los monasterios de la China y el Japón, es dudar de la existencia del Buddha. Es una de las dudas que deben imponerse para llegar a la verdad.

Las otras religiones exigen mucho de nuestra credulidad. Si somos cristianos, debemos creer que una de las tres personas de la Divinidad condescendió a ser hombre y fue crucificado en Judea. Si somos musulmanes tenemos que creer que no hay otro dios que Dios y que Muhammad es su apóstol. Podemos ser buenos budistas y negar que el Buddha existió o, mejor dicho, podemos pensar, debemos pensar que no es importante nuestra creencia en lo histórico: lo importante es creer en la Doctrina. Sin embargo, la leyenda del Buddha es tan hermosa que no podemos dejar de referirla.

Los franceses se han dedicado con especial atención al estudio dé la leyenda del Buddha. Su argumento es éste: la biografía del Buddha es lo que le ocurrió a un solo hombre en un breve periodo de tiempo. Puede haber sido de este modo o de tal otro. En cambio, la leyenda del Buddha ha iluminado y sigue iluminando a millones de hombres. La leyenda es la que ha inspirado tantas hermosas pinturas esculturas y poemas. El budismo, además de ser una religión, es una mitología, una cosmología, un sistema metafísico, o, mejor dicho, una serie de sistemas metafísicos, que no se entienden y que discuten entre sí.

La leyenda del Buddha es iluminativa y su creencia no se impone.

En el Japón se insiste en la no historicidad del Buddha. Pero sí en la Doctrina. La leyenda empieza en el cielo. En el cielo hay alguien que durante siglos y siglos, podemos decir literalmente, durante un número infinito de siglos, ha ido perfeccionándose hasta comprender que en la próxima encarnación será el Buddha.

Elige el continente en que ha de nacer. Según la cosmogonía budista el mundo está dividido en cuatro continentes triangulares y en el centro hay una montaña de oro: el monte Meru. Nacerá en el que corresponde a la India. Elige el siglo en que nacerá; elige la casta, elige la madre. Ahora, la parte terrenal de la leyenda. Hay una reina, Maya. Maya significa ilusión. La reina tiene un sueño que corre el albur de parecernos extravagante pero no lo es para los hindúes.

Casada con el rey Suddhodana, soñó que un elefante blanco de seis colmillos, que erraba en las montañas del oro, entró en su costado izquierdo sin causarle dolor. Se despierta; el rey convoca a sus astrólogos y éstos le explican que la reina dará a luz un hijo que podrá ser el emperador del mundo o que podrá ser el Buddha: el Despierto, el Lúcido, el ser destinado a salvar a todos los hombres. Previsiblemente, el rey elige el primer destino: quiere que su hijo sea el emperador del mundo.

Volvamos al detalle del elefante blanco de seis colmillos. Oldemberg hace notar que el elefante de la India es animal doméstico y cotidiano. El color blanco es siempre símbolo de inocencia. ¿Por qué seis colmillos? Tenemos que recordar (habrá que recurrir a la historia alguna vez) que el número seis, que para nosotros es arbitrario y de algún modo incómodo (ya que preferimos el tres o el siete), no lo es en la India, donde se cree que hay seis dimensiones en el espacio: arriba, abajo, atrás, adelante, derecha, izquierda. Un elefante blanco de seis colmillos no es extravagante para los hindúes.

El rey convoca a los magos y la reina da a luz sin dolor. Una higuera inclina sus ramas para ayudarla. El hijo nace de pie y al nacer da cuatro pasos: al Norte, al Sur, al Este y al Oeste, y dice con voz de león: "Soy el incomparable; éste será mi último nacimiento". Los hindúes creen en un número infinito de nacimientos anteriores. El príncipe crece, es el mejor arquero, es el mejor jinete, el mejor nadador, el mejor atleta, el mejor calígrafo, confuta a todos los doctores (aquí podemos pensar en Cristo y los doctores). A los dieciséis años se casa.

El padre sabe - los astrólogos se lo han dicho - que su hijo corre el peligro de ser el Buddha, el hombre que salva a todos los demás si conoce cuatro hechos que son: la vejez, la enfermedad, la muerte y el ascetismo. Recluye a su hijo en un palacio, le suministra un harén, no diré la cifra de mujeres porque corresponde a una exageración hindú evidente. Pero, por qué no decirlo: eran ochenta y cuatro mil.

El príncipe vive una vida feliz; ignora que hay sufrimiento en el mundo, ya que le ocultan la vejez, la enfermedad y la muerte. El día predestinado sale en su carroza por una de las cuatro puertas del palacio rectangular. Digamos, por la puerta del Norte. Recorre un trecho y ve un ser distinto de todos los que ha visto. Está encorvado, arrugado, no tiene pelo. Apenas puede caminar, apoyándose en un bastón. Pregunta quién es ese hombre, si es que es un hombre. El cochero le contesta que es un anciano y que todos seremos ese hombre si seguimos viviendo.

El príncipe vuelve al palacio, perturbado. Al cabo de seis días vuelve a salir por la puerta del Sur. Ve en una zanja a un hombre aún más extraño, con la blancura de la lepra y el rostro demacrado. Pregunta quién es ese hombre, si es que es un hombre. Es un enfermo, le contesta el cochero; todos seremos ese hombre si seguimos viviendo. El príncipe, ya muy inquieto, vuelve al palacio. Seis días más tarde sale nuevamente y ve a un hombre que parece dormido, pero cuyo color no es el de esta vida. A ese hombre lo llevan otros. Pregunta quién es. El cochero le dice que es un muerto y que todos seremos ese muerto si vivimos lo suficiente.

El príncipe está desolado. Tres horribles verdades le han sido reveladas: la verdad de la vejez, la verdad de la enfermedad, la verdad de la muerte. Sale una cuarta vez. Ve a un hombre casi desnudo, cuyo rostro está lleno de serenidad. Pregunta quién es. Le dicen que es un asceta, un hombre que ha renunciado a todo y que ha logrado la beatitud.

El príncipe resuelve abandonar todo; él, que ha llevado una vida tan rica. El budismo cree que el ascetismo puede convenir, pero después de haber probado la vida. No se cree que nadie deba empezar negándose nada. Hay que apurar la vida hasta las heces y luego desengañarse de ella; pero no sin conocimiento de ella.

El príncipe resuelve ser el Buddha. En ese momento le traen una noticia: su mujer, Jasodhara, ha dado a luz un hijo. Exclama: "Un vínculo ha sido forjado." Es el hijo que lo ata a la vida. Por eso le dan el nombre de Vínculo. Siddharta está en su harén, mira a esas mujeres que son jóvenes y bellas y las ve ancianas horribles, leprosas. Va al aposento de su mujer. Está durmiendo. Tiene al niño en los brazos. Está por besarla, pero comprende que si la besa no podrá desprenderse de ella, y se va.

Busca maestros. Aquí tenemos una parte de la biografía que puede no ser legendaria. ¿Por qué mostrarlo discípulo de maestros que después abandonará? Los maestros le enseñan el ascetismo, que él ejerce durante mucho tiempo. Al final está tirado en medio del campo, su cuerpo está inmóvil y los dioses que lo ven desde los treinta y tres cielos, piensan que ha muerto. Uno de ellos, el más sabio, dice:

"No, no ha muerto; será el Buddha". El príncipe se despierta, corre a un arroyo que está cerca, toma un poco de alimento y se sienta bajo la higuera sagrada: el árbol de la ley, podríamos decir.

Sigue un entreacto mágico, que tiene su correspondencia con los Evangelios: es la lucha con el demonio. El demonio se llama Mara.

Ya hemos visto esa palabra nightmare, demonio de la noche. El demonio siente que domina el mundo pero que ahora corre peligro y sale de su palacio. Se han roto las cuerdas de sus instrumentos de música, el agua se ha secado en las cisternas. Apresta sus ejércitos, monota en el elefante que tiene no sé cuántas millas de altura, multiplica sus brazos, multiplica sus armas y ataca al príncipe. El príncipe está sentado al atardecer bajo el árbol del conocimiento, ese árbol que ha nacido al mismo tiempo que él.

El demonio y sus huestes de tigres, leones, camellos, elefantes y guerreros monstruosos le arrojan flechas. Cuando llegan a él, son flores. Le arrojan montañas de fuego, que forman un dosel sobre su cabeza. El príncipe medita inmóvil, con los brazos cruzados. Quizá no sepa que lo están atacando. Piensa en la vida; está llegando al nirvana, a la salvación. Antes de la caída del sol, el demonio ha sido derrotado. Sigue una larga noche de meditación; al cabo de esa noche, Siddharta ya no es Siddharta. Es el Buddha: ha llegado al nirvana.

Resuelve predicar la ley. Se levanta, ya se ha salvado, quiere salvar a los demás. Predica su primer sermón en el Parque de las Gacelas de Benares. Luego otro sermón, el del fuego, en el que dice que todo está ardiendo: almas, cuerpos, cosas están en: fuego. Más o menos por aquella fecha, Heráclito de Éfeso decía que todo es fuego.

Su ley no es la del ascetismo, ya que para el Buddha el ascetismo es un error. El hombre no debe abandonarse a la vida carnal porque la vida carnal es baja, innoble, bochornosa y dolorosa; tampoco al ascetismo, que también es innoble y doloroso. Predica una vía media -para seguir la terminología teológica -, ya ha alcanzado el nirvana y vive cuarenta y tantos años, que dedica a la prédica. Podría haber sido inmortal pero elige el momento de su muerte, cuando ya tiene muchos discípulos.

Muere en casa de un herrero. Sus discípulos lo rodean. Están desesperados. ¿Qué van a hacer sin él? Les dice que él no existe, que es un hombre como ellos, tan irreal y tan mortal como ellos, pero que les deja su Ley. Aquí tenemos una gran diferencia con Cristo. Creo que Jesús les dice a sus discípulos que si dos están reunidos, él será el tercero. En cambio, el Buddha les dice: les dejo mi Ley. Es decir, ha puesto en movimiento la rueda de la ley en el primer sermón. Luego vendrá la historia del budismo. Son muchos los hechos: el lamaísmo, el budismo mágico, el Mahayana o gran vehículo, que sigue al Hinavana o pequeño vehículo, el budismo zen del Japón.

Yo tengo para mí que si hay dos budismos que se parecen, que son casi idénticos, son el que predicó el Buddha y lo que se enseña ahora en la China y el Japón, el budismo zen. Lo demás son incrustaciones mitológicas, fábulas. Algunas de esas fábulas son interesantes. Se sabe que el Buddha podía ejercer milagros, pero al igual que a Jesucristo, le desagradaban los milagros, le desagradaba ejercerlos. Le parece una ostentación vulgar. Hay una historia que contaré: la del bol de sándalo.

Un mercader, en una ciudad de la India, hace tallar un pedazo de sándalo en forma de bol. Lo pone en lo alto de una serie de cañas de bambú, una especie de altísimo palo enjabonado. Dice que dará el bol de sándalo a quien pueda alcanzarlo. Hay maestros heréticos que lo intentan en vano. Quieren sobornar al mercader para que diga que lo han alcanzado. El mercader se niega y llega un discípulo menor del Buddha. Su nombre no se menciona, fuera de ese episodio.

El discípulo se eleva por el aire, vuela seis veces alrededor del bol, lo recoge y se lo entrega al mercader. Cuando el Buddha oye la historia lo hace expulsar de la orden, por haber realizado algo tan baladí.

Pero también el Buddha hizo milagros. Por ejemplo éste, un milagro de cortesía. El Buddha tiene que atravesar un desierto a la hora del mediodía. Los dioses, desde sus treinta y tres cielos, le arrojan una sombrilla cada uno. El Buddha, que no quiere desairar a ninguno de los dioses, se multiplica en treinta y tres Buddhas, de modo que cada uno de los dioses ve, desde arriba, un Buddha protegido por la sombrilla que le ha arrojado.

Entre los hechos del Buddha hay uno iluminativo: la parábola de la flecha. Un hombre ha sido herido en batalla y no quiere que le saquen la flecha. Antes quiere saber el nombre del arquero, a qué casta pertenecía, el material de la flecha, en qué lugar estaba el arquero, qué longitud tiene la flecha. Mientras están discutiendo estas cuestiones, se muere. "En cambio -dice el Buddha-, yo enseño a arrancar la flecha." ¿Qué es la flecha? Es el universo. La flecha es la idea del yo, de todo lo que llevamos clavado. El Buddha dice que no debemos perder tiempo en cuestiones inútiles. Por ejemplo: ¿es finito o infinito el universo? ¿El Buddha vivirá después del nirvana o no? Todo eso es inútil, lo importante es que nos arranquemos la flecha.

Se trata de un exorcismo, de una ley de salvación.

Dice el Buddha: "Así como el vasto océano tiene un solo sabor, el sabor de la sal, el sabor de la leyes el sabor de la salvación". La ley que él enseña es vasta como el mar pero tiene un solo sabor: el sabor de la salvación. Desde luego, los continuadores se han perdido (o han encontrado tal vez mucho) en disquisiciones metafísicas. El fin del budismo no es ése. Un budista puede profesar cualquier religión, siempre que siga esa ley. Lo que importa es la salvación y las cuatro nobles verdades: el sufrimiento, el origen del sufrimiento, la curación del sufrimiento y el medio para llegar a la curación. Al final está el nirvana. El orden de las verdades no importa. Se ha dicho que corresponden a una antigua tradición médica en que se trata del mal, del diagnóstico, del tratamiento y de la cura. La cura, en este caso, es el nirvana.

Ahora llegamos a lo difícil. A lo que nuestras mentes occidentales tienden a rechazar. La transmigración, que para nosotros es un concepto ante todo poético. Lo que transmigra no es el alma, porque el budismo niega la existencia del alma, sino el karma, que es una suerte de organismo mental, que transmigra infinitas veces. En el Occidente esa idea está vinculada a varios pensadores, sobre todo a Pitágoras. Pitágoras reconoció el escudo con el que se había batido en la guerra de Troya, cuando él tenía otro nombre. En el décimo libro de La República de Platón está el sueño de Er. Ese soldado ve las almas que antes de beber en el rio del Olvido, eligen su destino. Agamenón elige ser un águila, Orfeo un cisne y Ulises -que alguna vez se llamó Nadie- elige ser el más modesto y el más desconocido de los hombres. .

Hay un pasaje de Empédocles de Agrigento que recuerda sus vidas anteriores: "Yo fui doncella, yo fui una rama, yo fui un ciervo y fui un mudo pez que surge del mar." César atribuye esa doctrina a los druidas. El poeta celta Taliesi dice que no hay una forma en el universo que no haya sido la suya: "He sido un jefe en la batalla, he sido una espada en la mano, he sido un puente que atraviesa sesenta ríos, estuve hechizado en la espuma del agua, he sido una estrella, he sido una luz, he sido un árbol, he sido una palabra en un libro, he sido un libro en el principio." Hay un poema de Rubén Darío, tal vez el más hermoso de los suyos, que empieza así: "Yo fui un soldado que durmió en el lecho / de Cleopatra la reina..." La transmigración ha sido un gran tema de la literatura. La encontramos, también entre los místicos. Plotino dice que pasar de una vida a otra es como dormir en distintos lechos y en distintas habitaciones. Creo que todos hemos tenido alguna vez la sensación de haber vivido un momento parecido en vidas anteriores. En un hermoso poema de Dante Gabriel Rossetti, "Sudden light", se lee, I have been here before, "Yo estuve aquí". Se dirige a una mujer que ha poseído o que va a poseer y le dice: "Tú ya has sido mía y has sido mía un número infinito de veces y seguirás siendo mía infinitamente." Esto nos lleva a la doctrina de los ciclos, que está tan cerca del budismo, y que San Agustín refutó en La Ciudad de Dios.

Porque a los estoicos y a los pitagóricos les había llegado la noticia de la doctrina hindú: que el universo consta de un número infinito de ciclos que se miden por calpas. La calpa trasciende la imaginación de los hombres. Imaginemos una pared de hierro. Tiene dieciséis millas de alto y cada seiscientos años un ángel la roza. La roza con una tela finísima de Benares. Cuando la tela haya gastado la muralla que tiene dieciséis millas de alto, habrá pasado el primer día de una de las calpas y los dioses también duran lo que duran las calpas y después mueren.

La historia del universo está dividida en ciclos y en esos ciclos hay largos eclipses en los que no hay nada o en los que sólo quedan las palabras del Veda. Esas palabras son arquetipos que sirven para crear las cosas. La divinidad Brahma muere también y renace. Hay un momento bastante patético en el que Brahma se encuentra en su palacio. Ha renacido después de una de esas calpas, después de uno de esos eclipses. Recorre las habitaciones, que están vacías. Piensa en otros dioses. Los otros dioses surgen a su mandato; y creen que el Brahma los ha creado porque estaban ahí antes.

Detengámonos en esta visión de la historia del universo. En el budismo no hay un Dios; o puede haber un Dios pero no es lo esencial. Lo esencial es que creamos que nuestro destino ha sido prefijado por nuestro karma o karman. Si me ha tocado nacer en Buenos Aires en 1899, si me ha tocado ser ciego, si me ha tocado estar pronunciando esta noche esta conferencia ante ustedes, todo esto es obra de mi vida anterior. No hay un solo hecho de mi vida que no haya sido prefijado por mi vida anterior. Eso es lo que se llama el karma. El karma, ya lo he dicho, viene a ser una estructura mental, una finísima estructura mental.

Estamos tejiendo y entretejiendo en cada momento de nuestra vida. Es que tejen, no sólo nuestras voliciones, nuestros actos, nuestros semisueños, nuestro dormir, nuestra semivigilia: perpetuamente estamos tejiendo esa cosa. Cuando morimos, nace otro ser que hereda nuestro karma.

Deussen, discípulo de Schopenhauer, que quiso tanto al budismo, cuenta que se encontró en la India con un mendigo ciego y se compadeció de él. El mendigo le dijo: "Si yo he nacido ciego, ello se debe a las culpas cometidas en mi vida anterior; es justo que yo sea ciego".

La gente acepta el dolor. Gandhi se opone a la fundación de hospitales diciendo que los hospitales y las obras de beneficencia simplemente atrasan el pago de una deuda, que no hay que ayudar a los demás: si los demás sufren deben sufrir puesto que es una culpa que tienen que pagar y si yo los ayudo estoy demorando que paguen esa deuda, El karma es una ley cruel, pero tiene una curiosa consecuencia matemática: si mi vida actual está determinada por mi vida anterior, esa vida anterior estuvo determinada por otra; y ésa, por otra, y así sin fin. Es decir: la letra z estuvo determinada por la y, la y por la x, la x por la v, la v por la u, salvo que ese alfabeto tiene fin pero no tiene principio. Los budistas y los hindúes, en general, creen en un infinito actual; creen que para llegar a este momento ha pasado ya un tiempo infinito, y al decir infinito no quiero decir indefinido, innumerable, quiero decir estrictamente infinito.

De los seis destinos que están permitidos a los hombres (alguien puede ser un demonio, puede ser una planta, puede ser un animal), el más difícil es el de ser hombre, y debemos aprovecharlo para salvarnos.

El Buddha imagina en el fondo del mar una tortuga y una ajorca que flota. Cada seiscientos años, la tortuga saca la cabeza y seria muy raro que la cabeza calzara en la ajorca. Pues bien, dice el Buddha, "tan raro como el hecho de que suceda eso con la tortuga y la ajorca es el hecho de que seamos hombres. Debemos aprovechar el ser hombres para llegar al nirvana".

¿Cuál es la causa del sufrimiento, la causa de la vida, ya que negamos el concepto de un Dios, ya que no hay un dios personal que cree el universo? Ese concepto es lo que Buddha llama la zen. La palabra zen puede parecernos extraña, pero vamos a compararla con otras palabras que conocemos.

Pensemos por ejemplo en la Voluntad de Schopenhauer. Schopenhauer concibe Die Welt als Wille und Vorstellung, El mundo como voluntad y representación. Hay una voluntad que se encarna en cada uno de nosotros y produce esa representación que es el mundo.

Eso lo encontramos en otros filósofos con un nombre distinto. Bergson habla del élan vital, del ímpetu vital; Bernard Shaw, de the life force, la fuerza vital, que es lo mismo. Pero hay una diferencia: para Bergson y para Shaw el élan vital son fuerzas que deben imponerse, debemos seguir soñando el mundo, creando el mundo. Para Schopenhauer, para el sombrío Schopenhauer, y para el Buddha, el mundo es un sueño, debemos dejar de soñarlo y podemos llegar a ello mediante largos ejercicios. Tenemos al principio el sufrimiento, que viene a ser la zen. Y la zen produce la vida y la vida es, forzosamente, desdicha; ya que ¿qué es vivir?Vivir es nacer, envejecer, enfermarse, morir, además de otros males, entre ellos uno muy patético, que para el Buddha es uno de los más patéticos: no estar con quienes queremos.

Tenemos que renunciar a la pasión. El suicidio no sirve porque es acto apasionado. El hombre que se suicida está siempre en el mundo de los sueños. Debemos llegar a comprender que el mundo es una aparición, un sueño, que la vida es sueño. Pero eso debemos sentirlo profundamente, llegar a ello a través de los ejercicios de meditación.

En los monasterios budistas uno de los ejercicios es éste: el neófito tiene que vivir cada momento de su vida viviéndolo plenamente. Debe pensar: "ahora es el mediodía, ahora estoy atravesando el patio, ahora me encontraré con el superior", y al mismo tiempo debe pensar que el mediodía, el patio y el superior son irreales, son tan irreales como él y como sus pensamientos. Porque el budismo niega el yo.

Una de las desilusiones capitales es la del yo. El budismo concuerda así con Hume, con Schopenhauer y con nuestro Macedonio Fernández. No hay un sujeto, lo que hay es una serie de estados mentales. Si digo "yo pienso", estoy incurriendo en un error, porque supongo un sujeto constante y luego una obra de ese sujeto, que es el pensamiento. No es así. Habría que decir, apunta Hume, no "yo pienso", sino "se piensa", como se dice "llueve". Al decir llueve, no pensamos que la lluvia ejerce una acción; no, está sucediendo algo. De igual modo, como se dice hace calor, hace frío, llueve, debemos decir: se piensa, se sufre, y evitar el sujeto.

En los monasterios budistas los neófitos son sometidos a una disciplina muy dura. Pueden abandonar el monasterio en el momento que quieran. Ni siquiera -me dice María Kodama - se anotan los nombres. El neófito entra en el monasterio y lo someten a trabajos muy duros. Duerme y al cabo de un cuarto de hora lo despiertan; tiene que lavar, tiene que barrer; si se duerme lo castigan físicamente. Así, tiene que pensar todo el tiempo, no en sus culpas, sino en la irrealidad de todo. Tiene que hacer un continuo ejercicio de irrealidad.

Llegamos ahora al budismo zen y a Bodhidharma. Bodhidharma fue el primer misionero, en el siglo VI. Bodhidharma se traslada de la India a la China y se encuentra con un emperador que había fomentado el budismo y le enumera monasterios y santuarios y le informa del número de neófitos budistas. Bodhidharma le dice: 'Todo eso pertenece al mundo de la ilusión; los monasterios y los monjes son tan irreales como tú y como yo." Después se va a meditar y se sienta contra una pared.

La doctrina llega al Japón y se ramifica en diversas sectas. La más famosa es la zen. En la zen se ha descubierto un procedimiento para llegar a la iluminación. Sólo sirve después de años de meditación. Se llega bruscamente; no se trata de una serie de silogismos. Uno debe intuir de pronto la verdad. El procedimiento se llama satori y consiste en un hecho brusco, que está más allá de la lógica.

Nosotros pensamos siempre en términos de sujeto, objeto, causa, efecto, lógico, ilógico, algo y su contrario; tenemos que rebasar esas categorías. Según los doctores de la zen, llegar a la verdad por una intuición brusca, mediante una respuesta ilógica. El neófito pregunta al maestro qué es el Buddha. El maestro le responde: "El ciprés es el huerto." Una contestación del todo ilógica que puede despertar la verdad. El neófito pregunta por qué Bodhidharma vino del Oeste. El maestro puede responder: "Tres libras de lino." Estas palabras no encierran un sentido alegórico; son una respuesta disparatada para despertar, de pronto, la intuición. Puede ser un golpe, también. El discípulo puede preguntar algo y el maestro puede contestar con un golpe. Hay una historia -desde luego tiene que ser legendaria- sobre Bodhidharma.

A Bodhidharma lo acompañaba un discípulo que le hacía preguntas y Bodhidharma nunca contestaba. El discípulo trataba de meditar y al cabo de un tiempo se cortó el brazo izquierdo y se presentó ante el maestro como una prueba de que quería ser su discípulo. Como una prueba de su intención se mutiló deliberadamente. El maestro, sin fijarse en el hecho, que al fin de todo era un hecho físico, un hecho ilusorio, le dijo: "¿Qué quieres?" El discípulo le respondió:

"He estado buscando mi mente durante mucho tiempo y no la he encontrado." El maestro resumió: "No la has encontrado porque no existe." En ese momento el discípulo comprendió la verdad, comprendió que no existe el yo, comprendió que todo es irreal. Aquí tenemos, más o menos, lo esencial del budismo zen.

Es muy difícil exponer una religión, sobre todo una religión que uno no profesa. Creo que lo importante no es que vivamos el budismo como un juego de leyendas, sino como una disciplina; una disciplina que está a nuestro alcance y que no exige de nosotros el ascetismo. Tampoco nos permite abandonarnos a las licencias de la vida carnal. Lo que nos pide es la meditación, una meditación que no tiene que ser sobre nuestras culpas, sobre nuestra vida pasada.

Uno de los temas de meditación del budismo zen es pensar que nuestra vida pasada fue ilusoria. Si yo fuera un monje budista pensaría en este momento que he empezado a vivir ahora, que toda la vida anterior de Borges fue un sueño, que toda la historia universal fue un sueño. Mediante ejercicios de orden intelectual nos iremos liberando de la zen. Una vez que comprendamos que el yo no existe, no pensaremos que el yo puede ser feliz o que nuestro deber es hacerlo feliz.

Llegaremos a un estado de calma. Eso no quiere decir que el nirvana equivalga a la sensación del pensamiento y una prueba de ello estaría en la leyenda del Buddha. El Buddha, bajo la higuera sagrada, llega al nirvana, y, sin embargo, sigue viviendo y predicando la ley durante muchos años.

¿Qué significa llegar al nirvana? Simplemente, que nuestros actos ya no arrojan sombras. Mientras estamos en este mundo estamos sujetos al karma. Cada uno de nuestros actos entreteje esa estructura mental que se llama karma. Cuando hemos llegado al nirvana nuestros actos ya no proyectan sombras, estamos libres. San Agustín dijo que cuando estamos salvados no tenemos por qué pensar en el mal o en el bien. Seguiremos obrando el bien, sin pensar en ello.

¿Qué es el nirvana? Buena parte de la atención que ha suscitado el budismo en el Occidente se debe a esta hermosa palabra. Parece imposible que la palabra nirvana no encierre algo precioso. ¿Qué es el nirvana, literalmente? Es extinción, apagamiento. Se ha conjeturado que cuando alguien alcanza el nirvana, se apaga. Pero cuando muere, hay gran nirvana, y entonces, la extinción. Contrariamente, un orientalista austriaco hace notar que el Buddha usaba la física de su época, y la idea de la extinción no era entonces la misma que ahora: porque se pensaba que una llama, al apagarse, no desaparecía.

Se pensaba que la llama seguía viviendo, que perduraba en otro estado, y decir nirvana no significaba forzosamente la extinción. Puede significar que seguimos de otro modo. De un modo inconcebible para nosotros. En general, las metáforas de los místicos son metáforas nunciales, pero las de los budistas son distintas. Cuando se habla del nirvana no se habla del vino del nirvana o de la rosa del nirvana o del abrazo del nirvana. Se lo compara, más bien, con una isla. Con una isla firme en medio de las tormentas. Se lo compara con una alta torre; puede comparárselo con un jardín, también. Es algo que existe por su cuenta, más allá de nosotros.

Lo que he dicho hoy es fragmentario. Hubiera sido absurdo que yo expusiera una doctrina a la cual he dedicado tantos años -y de la que he entendido poco, realmente - con ánimo de mostrar una pieza de museo. Para mí el budismo no es una pieza de museo: es un camino de salvación. No para mí, pero para millones de hombres. Es la religión más difundida del mundo y creo haberla tratado con todo respeto, al exponerla esta noche.