domingo, 29 de agosto de 2010

HERMANN MELVILLE: BARTLEBY, EL ESCRIBIENTE

"Soy, en primer lugar, un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor."     
Quien así habla es el narrador de el jefe de Bartleby. Bartleby, el escribiente, es una obra maestra de la literatura y puede tener múltiples lecturas, pero en esta ocasión es la rutina lo que no es ocupa.

El narrador de la historia es un hombre felizmente asentado en su rutina, un hombre pusilánime que ha encontrado la seguridad en la invariabilidad de su mundo. No tiene grandes ambiciones ni mucho carácter, pero se las ha ingeniado para sobrevivir decentemente con dos amanuenses y un aprendiz.

En ocasiones confundimos la rutina con la normalidad. El jefe y los compañeros de Bartleby están dentro del sistema, podrían ser considerados “normales”, (si es que esa palabra definiera algo con exactitud): mantienen sus empleos y viven de ellos. ¿Cabe imaginar un trabajo más rutinario que e de un copista de documentos legales? El jefe de Bartleby es un hombre cobarde e influenciable que se encomienda a la prudencia en lugar de tomar decisiones. Serio problema para un jefe. Y sus empleados cumplen mal que bien con la rutina laboral, aunque gracias a la falta de autoridad del dueño de la empresa, han creado otra rutina paralela, que no es otra que la de mostrarse tal y como son a determinadas horas del día.

Estos cuatro peculiares personajes han aprendido a tolerarse y viven instalados en una cómoda rutina que Bartleby viene a romper.

Al principio Bartleby parece el empleado perfecto, pero las cosas se complican cuando su jefe le solicita que coteje unos documentos y él declina amablemente: "preferiría no hacerlo".

Su jefe en ningún momento se enfrenta con él, su miedo y su comodidad le impiden ponerle de patitas en la calle y Bartleby sólo necesitará decir esa frase para que le dejen en paz, lo que enrarecerá el ambiente entre los otros empleados, que han de hacer todo lo que él se niega a hacer.

Un domingo, el jefe descubre que Bartleby tiene llave de la oficina y vive allí permanentemente. También se muestra incapaz de solucionar el asunto. Y cuando la situación llega a un límite intolerable (Bartleby se niega hacer también el trabajo de copista), el narrador llegará a la conclusión de que Bartleby es la obra de caridad que le envía el destino, y su copista, de eternos brazos caídos, mirada perdida e ininterrumpidos silencios, pasará a formar parte del paisaje rutinario. El jefe se acostumbrará a él, pero así los clientes y los colegas, que insistirán en que Bartleby conseguirá arruinarle.

No le quedará más remedio que mudarse, pero aun así heredará el problema y vistará a Bartleby cuando esté en la cárcel, donde morirá de inanición porque prefiere no comer.

Varios son los méritos de Melville en esta obra. El ambiente escogido: un despacho de abogados en el que casi todo el trabajo recae sobre unos hombres que se limitan a copiar papeles. También la elección del narrador es muy inteligente, porque gracias a él el lector tiene más mimbres para analizar la situación: el jefe nos describe su pequeño mundo como si éste fuera un oasis de paz, pero el lector puede entrever que la normalidad y la rutina que pretende mostrarnos no son tales. Somos testigos de sus reflexiones y de la angustia que le provoca la actitud de Batlerby, cuando el narrador nos habla de prudencia, el lector fácilmente verá cierta dosis de cobardía.

Melville ha creado unos personajes geniales que nos inquietan, porque Bartleby viene a romper una rutina que no es otra cosa que un absurdo: varias personas encerradas en un despacho durante muchas horas haciendo nada gran parte del día. Las vidas hipotecadas por trabajos monótonos.

Melville podría habernos contado la historia desde el punto de vista alucinado de Bartleby, pero ha escogido al jefe porque este es un personaje transparente, que se tiene por hombre decente y bueno, es decir podría pasar por una persona “normal”, lo que le da a Melville mucho juego, toda la tensión del relato recae sobre los hombros del pobre hombre, que es incapaz de enfrentarse a sus empleados. Cuando nos habla del momento en el que trató de convencer a Turkey de que sólo trabajara por la mañana, ya tenemos un anticipo de lo que podemos esperar: sus empleados trabajan como y cuando ellos deciden.

Y por supuesto, no hay que olvidar la importancia que en esta obra tiene la historia que nos cuenta en sí: Bartleby, que es el inadapatado, viene a desmontar la coartada de las personas normales, que construyen pequeños universos a los que se acostumbran, que creen que sus rutinas son seguras. Y sin embargo, serán atacadas por cualquier desconocido que quiera ejercer una absoluta libertad sobre sus actos.

PARODIA... ¡DIVIÉRTANSE! : http://www.youtube.com/watch?v=MY0pub0wN1o

jueves, 12 de agosto de 2010

Herman Melville: "Las encantadas"

Quien escribió Moby Dick, escribió también Las Encantadas.


Melville publicó The Encantadas or The Enchanted Islands en forma serial durante el año 1854, con el seudónimo de Salvator R. Tarnmoor. Luego fue incorporada, junto a “Bartleby” y “Benito Cereno”, a The Piazza Tales. La distancia entre el joven que recorrió esas islas y el hombre que recuerda tal experiencia está matizada por el aprendizaje concentrado en cápsulas de obsesión, como se le debe admirar al autor de Moby Dick. Después de leer Taipi y Omú, Robert Louis Stevenson lamenta que una de las hadas madrinas haya rechazado la invitación de asistir al bautismo de Melville. El futuro joven será capaz de ver, de decir y de encantar... pero no de oír. Curioso reproche (o no tan curioso en un escritor que decretó “guerra al nervio óptico, guerra al adjetivo”) porque parece desatender varios hechos: Melville escribió las peripecias de Taipi y Omú unos cuantos años después de que hubieran ocurrido; Melville lo hizo con sus precisas y salmodiosas inflexiones, que renuncian a los favores de la oralidad para hacer caer al lector en una especie de emboscada retórica, de la que no podrá huir sin reconocer el bello ejercicio de inmersión en esos ritmos, en esa sintaxis.

Pero ésta era una digresión, sigamos con Las Encantadas. El archipiélago en miniatura de "Las Encantadas", de configuración tipográfica que el autor se encarga de explicitar, había sido ya un enigma biológico para Charles Darwin, quien recorrió las islas entre septiembre y octubre de 1835. El viaje del "Beagle" le permitió en esa apoteosis pétrea de lo arcaico llevar más lejos que nunca sus conjeturas e hipótesis acerca del origen de las especies, como si los pensamientos adoptaran una fragmentación insular distinta a la amaestrada por el continente. La terca, cineraria, despiadada geografía tiene un nombre que se refiere a las criaturas –quelonios– que parecen insinuar otro cementerio de islas móviles sobre las espaldas del encantamiento: "Galápagos". El naturalista y el escritor ven lo mismo pero conviene comparar las versiones para comprobar cómo hizo cada uno para volver este mundo algo más cierto.

Melville nunca reniega de lo lírico, y abastece la avidez del lector con una cantidad tan vehemente de imágenes que las narraciones de Las Encantadas parecen episodios bíblicos inventados en un lugar del planeta poco apto para permitirlos. El escenario ofrece una especie de textura senil, donde la evolución fragua una demora artificial y confiere al aire –que es el único tiempo visible– el aliento poderoso de la imaginería y las intrigas del Pentateuco. Melville había visitado las islas en uno de sus tempranos peregrinajes balleneros (el primero de los cuales fue en el "Acushnet") y recobraba ahora las historias con su imaginación de profeta, que por momentos acallaba su memoria de viajero. El paisaje bien podría corresponder a la exaltada serenidad con que puede reproducirse algo percibido muchos años antes; las historias inflaman una violencia sagrada, que los estrechos, arrecifes y desfiladeros de Galápagos instruyen con inusual maestría. La historia de "Hunilla", por ejemplo, abandonada en una de esas islas terribles, borra con su ronca afirmación antropológica la bella y misteriosa cortesía fomentada luego por los transatlánticos y su opereta flotante de invitaciones solícitas: “¿De qué barco eres tú, marinero?”, “¿Y tú, de qué isla?”.

Y, sin embargo, en toda esta prosa turbulenta, en la que por momentos fulgura un destello abisal o interviene una tinta de atroz profundidad oceánica, hay una firmeza ancha que parece declarar, como en el poema de Auden: “Esta roca es el Edén; naufraga aquí”. Melville, como un bajo continuo, sentencia o recalca: “Hay una experiencia del mundo que no puedes perderte. Si resultara imposible llegar hasta allá, lee este libro. Si estás ahí, consuélate”. Con esa extraordinaria capacidad que había adquirido Melville para convertir las cosas concretas de este mundo en cifras de una constelación simbólica, Las Encantadas es el núcleo ígneo de la tentación y el peligro: un paraíso en el que habitan como evocaciones visibles todas las fealdades del infierno.

Hay algo más en el estilo, una opulencia que no pierde nunca la fórmula y la apariencia de lo frágil, y que esta nueva traducción reproduce con fidelidad. Y hay un factor mágico, fácil de argumentar en uno de los grandes maestros de la prosa norteamericana que es también un visionario, un agitado corazón capaz de evocar las tripulaciones populosas con un amuleto o un rito. Aunque existían –que yo sepa– traducciones anteriores de este libro, siempre lamenté que fuera “un secreto” para los lectores, en la medida en que las traducciones hoy ya sin circulación eran –como se dijo en los primeros párrafos de este prólogo– el segundo libro a recomendar para quien hubiera ingresado en la órbita de Melville después de Moby Dick. Lo atribuía a la pereza de la industria editorial en lengua española, y a la errática política de reediciones. Sin embargo, hay un fenómeno de evasión que Las Encantadas ensaya o produce también en la lengua original. La prudente y pragmática monografía de Elizabeth Hardwick, por ejemplo, uno de los últimos libros de divulgación sobre el autor de Moby Dick, no menciona el libro ni el hecho de que Melville hubiera pasado por las "Galápagos". Lejos de parecer uno de esos olvidos significativos para los que nos ha entrenado la custodia psicoanalítica, parece una extraña precaución del texto mismo, que es también un tesoro y gusta, por lo tanto, de esconderse. Hagamos caso, entonces, a Auden: naufraga aquí lector. De estas páginas no habrás de arrepentirte.