Los Espirales, ante La Mesa de Altos Estudios, construyen Turas. Horizontes que nos han conducido, "En Espiral", a lo inevitable: Este Blog.
miércoles, 29 de octubre de 2014
lunes, 27 de octubre de 2014
martes, 14 de octubre de 2014
domingo, 12 de octubre de 2014
sábado, 11 de octubre de 2014
Jorge Luis Borges: "El libro"
De los diversos
instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son
extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su
vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada,
extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión
de la memoria y de la imaginación.
En César y Cleopatra de Shaw, cuando se habla de la biblioteca de
Alejandría se dice que es la memoria de la humanidad. Eso es el libro y es algo
más también, la imaginación. Porque, ¿qué es nuestro pasado sino una serie de
sueños? ¿Qué diferencia puede haber entre recordar sueños y recordar el pasado?
Esa es la función que realiza el libro.
Yo he pensado, alguna
vez, escribir una historia del libro. No desde el punto de vista físico. No me
interesan los libros físicamente (sobre todo los libros de los bibliófilos, que
suelen ser desmesurados), sino las diversas valoraciones que el libro ha
recibido. He sido anticipado por Spengler, en su Decadencia de Occidente, donde hay páginas preciosas sobre el
libro. Con alguna observación personal, pienso atenerme a lo que dice Spengler.
Los antiguos no
profesaban nuestro culto del libro —cosa que me sorprende; veían en el libro un
sucedáneo de la palabra oral. Aquella frase que se cita siempre: Scripta manent, verba volant, no
significa que la palabra oral sea efímera, sino que la palabra escrita es algo
duradero y muerto. En cambio, la palabra oral tiene algo de alado, de liviano;
alado y sagrado, como dijo Platón. Todos los grandes maestros de la humanidad
han sido, curiosamente, maestros orales.
Tomaremos el primer
caso: Pitágoras. Sabemos que Pitágoras no escribió deliberadamente. No escribió
porque no quiso atarse a una palabra escrita. Sintió, sin duda, aquello de que
la letra mata y el espíritu vivifica, que vendría después en la Biblia. El
debió sentir eso, no quiso atarse a una palabra escrita; por eso Aristóteles no
habla nunca de Pitágoras, sino de los pitagóricos. Nos dice, por ejemplo, que
los pitagóricos profesaban la creencia, el dogma, del eterno retorno, que muy
tardíamente descubriría Nietzsche. Es decir, la idea del tiempo cíclico, que
fue refutada por San Agustín en La ciudad
de Dios. San Agustín dice con una hermosa metáfora que la cruz de Cristo
nos salva del laberinto circular de los estoicos. La idea de un tiempo cíclico
fue rozada también por Hume, por Blanqui... y por tantos otros.
Pitágoras no escribió
voluntariamente, quería que su pensamiento viviese más allá de su muerte
corporal, en la mente de sus discípulos. Aquí vino aquello de (yo no sé griego,
trataré de decirlo en latín) Magister dixit (el maestro lo ha dicho). Esto no
significa que estuvieran atados porque el maestro lo había dicho; por el
contrario, afirma la libertad de seguir pensando el pensamiento inicial del
maestro.
No sabemos si inició la
doctrina del tiempo cíclico, pero sí sabemos que sus discípulos la profesaban.
Pitágoras muere corporalmente y ellos, por una suerte de transmigración —esto
le hubiera gustado a Pitágoras— siguen pensando y repensando su pensamiento, y
cuando se les reprocha el decir algo nuevo, se refugian en aquella fórmula: el
maestro lo ha dicho (Magister dixit).
Pero tenemos otros
ejemplos. Tenemos el alto ejemplo de Platón, cuando dice que los libros son
como efigies (puede haber estado pensando en esculturas o en cuadros), que uno
cree que están vivas, pero si se les pregunta algo no contestan. Entonces, para
corregir esa mudez de los libros, inventa el diálogo platónico. Es decir,
Platón se multiplica en muchos personajes: Sócrates, Gorgias y los demás.
También podemos pensar que Platón quería consolarse de la muerte de Sócrates
pensando que Sócrates seguía viviendo. Frente a todo problema él se decía: ¿qué
hubiera dicho Sócrates de esto? Así, de algún modo, fue la inmortalidad de
Sócrates, quien no dejó nada escrito, y también un maestro oral. De Cristo
sabemos que escribió una sola vez algunas palabras que la arena se encargó de
borrar. No escribió otra cosa que sepamos. El Buda fue también un maestro oral;
quedan sus prédicas. Luego tenemos una frase de San Anselmo: Poner un libro en
manos de un ignorante es tan peligroso como poner una espada en manos de un
niño. Se pensaba así de los libros. En todo Oriente existe aún el concepto de
que un libro no debe revelar las cosas; un libro debe, simplemente, ayudarnos a
descubrirlas. A pesar de mi ignorancia del hebreo, he estudiado algo de la
Cábala y he leído las versiones inglesas y alemanas del Zohar (El libro del esplendor), El Séfer Yezira
(El libro de las relaciones). Sé que
esos libros no están escritos para ser entendidos, están hechos para ser
interpretados, son acicates para que el lector siga el pensamiento. La
antigüedad clásica no tuvo nuestro respeto del libro, aunque sabemos que
Alejandro de Macedonia tenía bajo su almohada la Ilíada y la espada, esas dos
armas. Había gran respeto por Homero, pero no se lo consideraba un escritor
sagrado en el sentido que hoy le damos a la palabra. No se pensaba que la Ilíada y la Odisea fueran textos sagrados, eran libros respetados, pero también
podían ser atacados.
Platón pudo desterrar a
los poetas de su República sin caer en la sospecha de herejía. De estos
testimonios de los antiguos contra el libro podemos agregar uno muy curioso de
Séneca. En una de sus admirables epístolas a Lucilio hay una dirigida contra un
individuo muy vanidoso, de quien dice que tenía una biblioteca de cien
volúmenes; y quién —se pregunta Séneca— puede tener tiempo para leer cien
volúmenes. Ahora, en cambio, se aprecian las bibliotecas numerosas.
En la antigüedad hay
algo que nos cuesta entender, que no se parece a nuestro culto del libro. Se ve
siempre en el libro a un sucedáneo de la palabra oral, pero luego llega del
Oriente un concepto nuevo, del todo extraño a la antigüedad clásica: el del libro
sagrado. Vamos a tomar dos ejemplos, empezando por el más tardío: los
musulmanes. Estos piensan que el Corán
es anterior a la creación, anterior a la lengua árabe; es uno de los atributos
de Dios, no una obra de Dios; es como su misericordia o su justicia. En el
Corán se habla en forma asaz misteriosa de la madre del libro. La madre del
libro es un ejemplar del Corán
escrito en el cielo. Vendría a ser el arquetipo platónico del Corán, y ese
mismo libro —lo dice el Corán—, ese
libro está escrito en el cielo, que es atributo de Dios y anterior a la
creación. Esto lo proclaman los sulems o doctores musulmanes.
Luego tenemos otros
ejemplos más cercanos a nosotros: la Biblia
o, más concretamente, la Torá o el Pentateuco. Se considera que esos libros
fueron dictados por el Espíritu Santo. Esto es un hecho curioso: la atribución
de libros de diversos autores y edades a un solo espíritu; pero en la Biblia
misma se dice que el Espíritu sopla donde quiere. Los hebreos tuvieron la idea
de juntar diversas obras literarias de diversas épocas y de formar con ellas un
solo libro, cuyo título es Torá (Biblia en griego). Todos estos libros se
atribuyen a un solo autor: el Espíritu.
A Bernard Shaw le
preguntaron una vez si creía que el Espíritu Santo había escrito la Biblia. Y
contestó: Todo libro que vale la pena de ser releído ha sido escrito por el
Espíritu. Es decir, un libro tiene que ir más allá de la intención de su autor.
La intención del autor es una pobre cosa humana, falible, pero en el libro
tiene que haber más. El Quijote, por
ejemplo, es más que una sátira de los libros de caballería. Es un texto
absoluto en el cual no interviene, absolutamente para nada, el azar.
Pensemos en las
consecuencias de esta idea. Por ejemplo, si yo digo:
Corrientes aguas,
puras, cristalinas,
árboles que os estáis
mirando en ellas
verde prado, de fresca
sombra lleno
es evidente que los tres versos constan de
once sílabas. Ha sido querido por el autor, es voluntario.
Pero, qué es eso
comparado con una obra escrita por el Espíritu, qué es eso comparado con el
concepto de la Divinidad que condesciende a la literatura y dicta un libro. En
ese libro nada puede ser casual, todo tiene que estar justificado, tienen que
estar justificadas las letras. Se entiende, por ejemplo, que el principio de la
Biblia: Bereshit baraelohim comienza con una B porque eso corresponde a
bendecir. Se trata de un libro en el que nada es casual, absolutamente nada.
Eso nos lleva a la Cábala, nos lleva al estudio de las letras, a un libro
sagrado dictado por la divinidad que viene a ser lo contrario de lo que los
antiguos pensaban. Estos pensaban en la musa de modo bastante vago.
Canta, musa, la cólera
de Aquiles, dice Homero al principio de la Ilíada.
Ahí, la musa corresponde a la inspiración. En cambio, si se piensa en el
Espíritu, se piensa en algo más concreto y más fuerte: Dios, que condesciende a
la literatura. Dios, que escribe un libro; en ese libro nada es casual: ni el
número de las letras ni la cantidad de sílabas de cada versículo, ni el hecho
de que podamos hacer juegos de palabras con las letras, de que podamos tomar el
valor numérico de las letras. Todo ha sido ya considerado.
El segundo gran
concepto del libro —repito— es que pueda ser una obra divina. Quizá esté más
cerca de lo que nosotros sentimos ahora que de la idea del libro que tenían los
antiguos: es decir, un mero sucedáneo de la palabra oral. Luego decae la
creencia en un libro sagrado y es reemplazada por otras creencias. Por aquella,
por ejemplo, de que cada país está representado por un libro. Recordemos que
los musulmanes denominan a los israelitas, la gente del libro; recordemos aquella
frase de Heinrich Heine sobre aquella nación cuya patria era un libro: la
Biblia, los judíos. Tenemos entonces un nuevo concepto, el de que cada país
tiene que ser representado por un libro; en todo caso, por un autor que puede
serlo de muchos libros.
Es curioso —no creo que
esto haya sido observado hasta ahora— que los países hayan elegido individuos
que no se parecen demasiado a ellos. Uno piensa, por ejemplo, que Inglaterra
hubiera elegido al doctor Johnson como representante; pero no, Inglaterra ha
elegido a Shakespeare, y Shakespeare es —digámoslo así— el menos inglés de los
escritores ingleses. Lo típico de Inglaterra es el understatement, es el decir
un poco menos de las cosas. En cambio, Shakespeare tendía a la hipérbole en la
metáfora, y no nos sorprendería nada que Shakespeare hubiera sido italiano o
judío, por ejemplo.
Otro caso es el de
Alemania; un país admirable, tan fácilmente fanático, elige precisamente a un
hombre tolerante, que no es fanático, y a quien no le importa demasiado el concepto
de patria; elige a Goethe. Alemania está representada por Goethe.
En Francia no se ha
elegido un autor, pero se tiende a Hugo. Desde luego, siento una gran
admiración por Hugo, pero Hugo no es típicamente francés. Hugo es extranjero en
Francia; Hugo, con esas grandes decoraciones, con esas vastas metáforas, no es
típico de Francia.
Otro caso aún más
curioso es el de España. España podría haber sido representada por Lope, por
Calderón, por Quevedo. Pues no. España está representada por Miguel de
Cervantes. Cervantes es un hombre contemporáneo de la Inquisición, pero es tolerante,
es un hombre que no tiene ni las virtudes ni los vicios españoles.
Es como si cada país
pensara que tiene que ser representado por alguien distinto, por alguien que
puede ser, un poco, una suerte de remedio, una suerte de triaca, una suerte de
contraveneno de sus defectos. Nosotros hubiéramos podido elegir el Facundo de
Sarmiento, que es nuestro libro, pero no; nosotros, con nuestra historia
militar, nuestra historia de espada, hemos elegido como libro la crónica de un
desertor, hemos elegido el Martín Fierro, que si bien merece ser elegido como
libro, ¿como pensar que nuestra historia está representada por un desertor de
la conquista del desierto? Sin embargo, es así; como si cada país sintiera esa
necesidad.
Sobre el libro han
escrito de un modo tan brillante tantos escritores. Yo quiero referirme a unos
pocos. Primero me referiré a Montaigne, que dedica uno de sus ensayos al libro.
En ese ensayo hay una frase memorable: No hago nada sin alegría. Montaigne
apunta a que el concepto de lectura obligatoria es un concepto falso. Dice que
si él encuentra un pasaje difícil en un libro, lo deja; porque ve en la lectura
una forma de felicidad.
Recuerdo que hace
muchos años se realizó una encuesta sobre qué es la pintura. Le preguntaron a
mi hermana Norah y contestó que la pintura es el arte de dar alegría con formas
y colores. Yo diría que la literatura es también una forma de la alegría. Si
leemos algo con dificultad, el autor ha fracasado. Por eso considero que un
escritor como Joyce ha fracasado esencialmente, porque su obra requiere un
esfuerzo.
Un libro no debe
requerir un esfuerzo, la felicidad no debe requerir un esfuerzo. Pienso que
Montaigne tiene razón. Luego enumera los autores que le gustan. Cita a
Virgilio, dice preferir las Geórgicas a la Eneida; yo prefiero la Eneida, pero
eso no tiene nada que ver. Montaigne habla de los libros con pasión, pero dice
que aunque los libros son una felicidad, son, sin embargo, un placer lánguido.
Emerson lo contradice
—es el otro gran trabajo sobre los libros que existe—. En esa conferencia,
Emerson dice que una biblioteca es una especie de gabinete mágico. En ese
gabinete están encantados los mejores espíritus de la humanidad, pero esperan
nuestra palabra para salir de su mudez. Tenemos que abrir el libro, entonces
ellos despiertan. Dice que podemos contar con la compañía de los mejores
hombres que la humanidad ha producido, pero que no los buscamos y preferimos
leer comentarios, críticas y no vamos a lo que ellos dicen.
Yo he sido profesor de
literatura inglesa, durante veinte años, en la Facultad de Filosofía y Letras
de la Universidad de Buenos Aires. Siempre les he dicho a mis estudiantes que
tengan poca bibliografía, que no lean críticas, que lean directamente los
libros; entenderán poco, quizá, pero siempre gozarán y estarán oyendo la voz de
alguien. Yo diría que lo más importante de un autor es su entonación, lo más
importante de un libro es la voz del autor, esa voz que llega a nosotros.
Yo he dedicado una
parte de mi vida a las letras, y creo que una forma de felicidad es la lectura;
otra forma de felicidad menor es la creación poética, o lo que llamamos
creación, que es una mezcla de olvido y recuerdo de lo que hemos leído.
Emerson coincide con
Montaigne en el hecho de que debemos leer únicamente lo que nos agrada, que un
libro tiene que ser una forma de felicidad. Le debemos tanto a las letras. Yo
he tratado más de releer que de leer, creo que releer es más importante que
leer, salvo que para releer se necesita haber leído. Yo tengo ese culto del libro.
Puedo decirlo de un modo que puede parecer patético y no quiero que sea
patético; quiero que sea como una confidencia que les realizo a cada uno de
ustedes; no a todos, pero sí a cada uno, porque todos es una abstracción y cada
uno es verdadero.
Yo sigo jugando a no
ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros. Los
otros días me regalaron una edición del año 1966 de la Enciclopedia de
Brokhause. Yo sentí la presencia de ese libro en mi casa, la sentí como una
suerte de felicidad. Ahí estaban los veintitantos volúmenes con una letra
gótica que no puedo leer, con los mapas y grabados que no puedo ver; y sin
embargo, el libro estaba ahí. Yo sentía como una gravitación amistosa del
libro. Pienso que el libro es una de las posibilidades de felicidad que tenemos
los hombres.
Se habla de la
desaparición del libro; yo creo que es imposible. Se dirá qué diferencia puede
haber entre un libro y un periódico o un disco. La diferencia es que un
periódico se lee para el olvido, un disco se oye asimismo para el olvido, es
algo mecánico y por lo tanto frívolo. Un libro se lee para la memoria.
El concepto de un libro
sagrado, del Corán o de la Biblia, o de los Vedas —donde también se expresa que
los Vedas crean el mundo—, puede haber pasado, pero el libro tiene todavía
cierta santidad que debemos tratar de no perder. Tomar un libro y abrirlo
guarda la posibilidad del hecho estético. ¿Qué son las palabras acostadas en un
libro? ¿Qué son esos símbolos muertos? Nada absolutamente. ¿Qué es un libro si
no lo abrimos? Es simplemente un cubo de papel y cuero, con hojas; pero si lo
leemos ocurre algo raro, creo que cambia cada vez.
Heráclito dijo (lo he
repetido demasiadas veces) que nadie baja dos veces al mismo río. Nadie baja
dos veces al mismo río porque las aguas cambian, pero lo más terrible es que
nosotros somos no menos fluidos que el río. Cada vez que leemos un libro, el libro
ha cambiado, la connotación de las palabras es otra. Además, los libros están
cargados de pasado.
He hablado en contra de
la crítica y voy a desdecirme (pero qué importa desdecirme). Hamlet no es
exactamente el Hamlet que Shakespeare concibió a principios del sigio XVII,
Hamlet es el Hamlet de Coleridge, de Goethe y de Bradley. Hamlet ha sido
renacido. Lo mismo pasa con el Quijote. Igual sucede con Lugones y Martínez
Estrada, el Martín Fierro no es el mismo. Los lectores han ido enriqueciendo el
libro.
Si leemos un libro
antiguo es como si leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en
que fue escrito y nosotros. Por eso conviene mantener el culto del libro. El
libro puede estar lleno de erratas, podemos no estar de acuerdo con las opiniones
del autor, pero todavía conserva algo sagrado, algo divino, no con respeto
superticioso, pero sí con el deseo de encontrar felicidad, de encontrar
sabiduría.
Eso es lo que quería
decirles hoy.
Jorge Luis Borges: "Del culto de los libros"
En el octavo libro de
la Odisea se lee que los dioses tejen dichas para que a las futuras
generaciones no les falte algo que cantar; la declaración de Mallarmé: El mundo
existe para llegar a un libro, parece repetir, unos treinta siglos después, el
mismo concepto de una justificación estética de los males. Las dos teologías,
sin embargo, no coinciden íntegramente; la del griego corresponde a la época de
la palabra oral, y la del francés, a una época de la palabra escrita. En una se
habla de contar y en otra de libros. Un libro, cualquier libro, es para
nosotros un objeto sagrado: ya Cervantes, que tal vez no escuchaba todo lo que
decía la gente, leía hasta “los papeles rotos de las calles”. El fuego, en una
de las comedias de Bernard Shaw, amenaza la biblioteca de Alejandría; alguien
exclama que arderá la memoria de la humanidad, y César le dice: Déjala arder.
Es una memoria de infamia. El César histórico, en mi opinión, aprobaría o condenaría
el dictamen que el autor le atribuye, pero no lo juzgaría, como nosotros, una
broma sacrílega. La razón es clara: para los antiguos la palabra escrita no era
otra cosa que un sucedáneo de la palabra oral.
Es fama que Pitágoras
no escribió; Gomperz (Griechischeker, Denker I, 3) defiende que obró así por
tener más fe en la virtud de la instrucción hablada. De mayor fuerza que la
mera abstención de Pitágoras es el testimonio inequívoco de Platón. En el
Timeo, afirmó: “Es dura tarea descubrir al hacedor y padre de este universo, y,
una vez descubierto, es imposible declararlo a todos los hombres”, y en el
Fedro narró una fábula egipcia contra la escritura (cuyo hábito hace que la
gente descuide el ejercicio de la memoria y dependa de símbolos) y dijo que los
libros son como las figuras pintadas, “que parecen vivas, pero no contestan una
palabra a las preguntas que les hacen”. Para atenuar o eliminar este
inconveniente imaginó el diálogo filosófico. El maestro elige al discípulo,
pero el libro no elige a sus lectores, que pueden ser malvados o estúpidos;
este recelo platónico perdura en las palabras de Clemente de Alejandría, hombre
de cultura pagana: “Lo más prudente es no escribir sino aprender y enseñar de
viva voz, porque lo escrito queda” (Stromateis), y en éstas del mismo tratado: “Escribir
en un libro todas las cosas es dejar una espada en manos de un niño”; que derivan
también de las evangélicas: “No deis lo santo a los perros ni echéis vuestras
perlas delante de los puercos, porque no las huellen con los pies, y vuelvan y
os despedacen”. Esta sentencia es de Jesús, el mayor de los maestros orales,
que una sola vez escribió unas palabras en la tierra y no las leyó ningún
hombre (Juan, 8:6).
Clemente Alejandrino
escribió su recelo de la escritura a fines del siglo II; a fines del siglo IV
se inició el proceso mental que, a la vuelta de muchas generaciones, culminaría
en el predominio de la palabra escrita sobre la hablada, de la pluma sobre la
voz. Un admirable azar ha querido que un escritor fijara el instante (apenas
exagero al llamarlo instante) en que tuvo principio el vasto Proceso. Cuenta
San Agustín, en el libro seis de las Confesiones: “Cuando Ambrosio leía, pasaba
la vista sobre las páginas penetrando su alma, en el sentido, sin proferir una
palabra ni mover la lengua. Muchas veces -pues a nadie se le prohibía entrar,
ni había costumbre de avisarle quién venía, lo vimos leer calladamente y nunca
de otro modo, y al cabo de un tiempo nos íbamos, conjeturando que aquel breve
intervalo que se le concedía para reparar su espíritu, libre del tumulto de los
negocios ajenos, no quería que se lo ocupasen en otra cola, tal vez receloso de
que un oyente, atento a las dificultades del texto, le pidiera la explicación
de un pasaje oscuro o quisiera discutirlo con él, Con lo que no pudiera leer
tantos volúmenes como deseaba. Yo entiendo que leía de ese modo por conservar
la voz, que se le tomaba con facilidad. En todo caso, cualquiera que fuese el
propósito de tal hombre, ciertamente era bueno”. San Agustín fue discípulo de
San Ambrosio, obispo de Milán, hacia el año 384; trece años después, en
Numidia, redactó sus Confesiones y aún lo inquietaba aquel singular
espectáculo: un hombre en una habitación, con un libro, leyendo sin articular
las palabras.
Aquel hombre pasaba
directamente del signo de escritura a la intuición, omitiendo el signo sonoro;
el extraño arte que iniciaba, el arte de leer en voz baja, conduciría a
consecuencias maravillosas. Conduciría, cumplidos muchos años, al concepto del
libro como fin, no como instrumento de un fin. (Este concepto místico,
trasladado a la literatura profana, daría los singulares destinos de Flaubert y
de Mallarmé, de Henry James y de James Joyce.) A la noción de un Dios que habla
con los hombres para ordenarles algo o prohibirles algo, se superpone la del
Libro Absoluto, la de una Escritura Sagrada. Para los musulmanes, el “Alcorán”
(también llamado El Libro, Al Kitab), no es una mera obra de Dios, como las
almas de los hombres o el universo; es uno de los atributos de Dios como Su
eternidad o Su ira. En el capítulo XIII, leemos que el texto original, La Madre
del Libro, está depositado en el Cielo. Muhammad-al-Ghazali, el Algazel de los
escolásticos, declaró: “el Alcorán se copia en un libro, se pronuncia con la
lengua, se recuerda en el corazón y, sin embargo sigue perdurando en el centro
de Dios y no lo altera su pasaje por las hojas escritas y por los
entendimientos humanos”. George Sale observa que ese increado Alcorán no es
otra cosa que su idea o arquetipo platónico; es verosímil que Algazel
recurriera a los arquetipos, comunicados al Islam por la Enciclopedia de los
Hermanos de la Pureza y por Avicena, para justificar la noción de la Madre del
Libro.
Aún más extravagantes
que los musulmanes fueron los judíos. En el primer capítulo de su Biblia se
halla la sentencia famosa: “Y Dios dijo; sea la luz; y fue la luz”; los
cabalistas razonaron que la virtud de esa orden del Señor procedió de las
letras de las palabras. El tratado Sefer Yetsirah (Libro de la Formación), redactado
en Siria o en Palestina hacia el siglo VI, revela que Jehová de los Ejércitos,
Dios de Israel y Dios Todopoderoso, creó el universo mediante los números
cardinales que van del uno al diez y las veintidós letras del alfabeto. Que los
números sean instrumentos o elementos de la Creación es dogma de Pitágoras y de
Jámblico; que las letras lo sean es claro indicio del “Veintidós letras
fundamentales: Dios las dibujó, las grabó, las combinó, las pesó, las permutó,
y con ellas produjo todo lo que es y todo lo que será”. Luego se revela qué
letra tiene poder sobre el aire, y cuál sobre el agua, y cuál sobre el fuego, y
cuál sobre la sabiduría, y cuál sobre la paz y cuál sobre la gracia, y cuál
sobre el sueño, y cuál sobre la cólera, y cómo (por ejemplo) la letra kaf, que
tiene poder sobre la vida, sirvió para formar el sol en el mundo, el miércoles
en el año y la oreja izquierda en el cuerpo.
Más lejos fueron los
cristianos. El pensamiento de que la divinidad había escrito un libro los movió
a imaginar que había escrito dos y que el otro era el universo. A principios
del siglo XVII, Francis Bacon decláró en su Advancement of Learning que Dios
nos ofrecía dos libros, para que no incidiéramos en error: el primero, el
volumen de las Escrituras, que revela Su voluntad; el segundo, el volumen de
las criaturas, que revela Su poderío y que éste era la llave de aquél. Bacon se
proponía mucho más que hacer una metáfora; opinaba que el mundo era reducible a
formas esenciales (temperaturas, densidades, pesos, colores), que integraban,
en número limitado, un abecedarium naturae o serie de las letras con que se
escribe el texto universal. Sir Thomas Brow hacia 1642, confirmó: “Dos son los
libros en que suelo aprender teología: La Sagrada Escritura y aquel universal y
público manuscrito que está patente a todos los ojos. Quienes nunca vieron en
el primero, Lo descubrieron en el otro” (Religio Medici, I, 16). En el mismo
párrafo se lee: “Todas las cosas artificiales, porque la Naturaleza es el Arte
de Dios”. Doscientos años transcurrieron y el escocés Carlyle, en diversos
lugares de labor y particularmente en el ensayo sobre Cagliostro, superó la
conjetura de Bacon; estampó que la historia universal es Escritura Sagrada que
desciframos y escribimos inciertamente en la que también nos escriben. Después,
León Bloy escribió: “No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar quién
Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos,
sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero, su imperecedero
Nombre en el registro de la Luz La historia es un inmenso texto litúrgico,
donde las iotas y puntos no valen menos que los versículos o capítulos íntegros
pero la importancia de unos y de otros es indeterminable y profundamente
escondida” (L'Ame de Napoleón, 1912). El mundo, según Mallarmé, existe para un
libro; según Bloy, somos versículos o palabras o letras de un libro mágico, y
ese libro incesante es la única cosa que hay en el mundo: es, mejor dicho, el
mundo.
Buenos Aires, 1951
Georg Lukács: “Los sufrimientos del joven Werther”
El año de publicación
del Werther –1774– es una fecha
importante no sólo para la historia de la literatura alemana, sino también para
la de la literatura universal. La hegemonía literaria y filosófica de Alemania,
breve, pero importante, el temporal relevo de Francia en la dirección
ideológica en esos campos, se manifiesta abiertamente por vez primera con el
éxito universal del Werther. Cierto
que la literatura alemana tiene ya antes obras de importancia
histórico-universal. Baste con recordar a Winckelmann, a Lessing, el Götz de
Berlichingen del propio Goethe. Pero la influencia extraordinariamente amplia y
profunda del Werther en todo el mundo
ha puesto claramente de manifiesto esa función rectora de la ilustración
alemana.
¿De la ilustración
alemana? El lector se detiene seguramente aquí, supuesto que se haya «educado»
literariamente en la leyenda de la historia burguesa y de la sociología vulgar
que depende de ella. Pues es un lugar común de la historia burguesa de la
literatura y de la sociología vulgar que la Ilustración y el Sturm und Drang,
especialmente el Werther, se
contraponen de modo irreconciliable. Esta leyenda literaria […] resulta el
mejor expediente ideológico para degradar la Ilustración en favor de las
posteriores tendencias reaccionarias presentes en el Romanticismo.
¿Cuál es el contenido
ideológico de esa leyenda histórica? ¿Qué necesidad ideológica de la burguesía
del siglo XIX tiende a satisfacer? Es un contenido sumamente pobre y abstracto,
aunque en algunas exposiciones se hinche con las frases más pomposas. Se trata
de que la Ilustración no habría tenido en cuenta más que el «entendimiento», el
«intelecto». En cambio, el germánico Sturm und Drang habría sido una
sublevación del «sentimiento» o el «ánimo» y el «instinto vital» contra la
tiranía del entendimiento. Esta abstracción pobre y vacía sirve para glorificar
las tendencias irracionalistas de la decadencia burguesa y ocultar todas las
tradiciones del período revolucionario del desarrollo de la burguesía.
¿En qué consistió ese
malfamado «entendimiento» de la Ilustración? Es claro que en una crítica sin
compromisos de la religión, de la filosofía infectada de teología, de las
instituciones del absolutismo feudal, de los mandamientos de la moral
feudal-religiosa, etc. Es fácilmente comprensible que esa lucha sin términos
medios de los ilustrados resulte insoportable ideológicamente para una
burguesía ya reaccionaria. Pero, ¿se sigue de eso que los ilustrados, los
cuales, como vanguardia ideológica de la burguesía, no reconocieron en la
ciencia, en el arte ni en la vida más que lo que soportaba el análisis del entendimiento
humano y la confrontación con los hechos de la vida, hayan manifestado algún
desprecio de la vida afectiva de los hombres? Creemos que ya esta formulación
correcta muestra claramente la abstracción y la insostenibilidad de esas
construcciones reaccionarias.
En la Ilustración misma
la cuestión se plantea de un modo completamente distinto. Cuando Lessing –por
no tomar más que un ejemplo y no rebasar un espacio limitado– se opone a la
teoría y a la práctica del trágico Corneille, ¿cuál es el punto de vista desde
el cual lo hace? Parte, precisamente, de que la concepción de lo trágico por
Corneille es inhumana, de que Corneille ignora el ánimo humano, la vida
afectiva, porque, preso en las convenciones cortesanas y aristocráticas de su
época, no puede ofrecer más que construcciones puramente intelectuales. La gran
polémica teórico-literaria de ilustrados como Diderot y Lessing se dirigió
contra las convenciones nobiliarias. Las combaten en toda la línea, y critican
tanto su frialdad intelectual cuanto su ilogicidad. Entre la pugna de Lessing
contra esa frialdad de la tragédie classique y su proclamación de los derechos
de la inteligencia –por ejemplo, en materia religiosa– no hay la menor
contradicción. Pues toda gran transformación histórico-social produce un hombre
nuevo. Las luchas ideológicas lo son por ese concreto hombre nuevo, contra el
hombre viejo y contra la vieja sociedad odiada. Pero nunca se trata en realidad
(sino sólo en la fantasía apologética de los ideólogos reaccionarios) de lucha entre
una cualidad abstracta y aislada del hombre y otra no menos aislada y abstracta
(por ejemplo, el impulso vital contra el entendimiento).
Sólo la destrucción de
esas leyendas históricas, de esas contradicciones que no existen en la
realidad, abre camino al conocimiento de las verdaderas contradicciones
internas de la Ilustración. Éstas son los reflejos ideológicos de las
contradicciones de la revolución burguesa, de su contenido social y de las
fuerzas que la impulsan, los reflejos de las contradicciones del origen, el
crecimiento y el despliegue de la sociedad burguesa. En la vida social esas
contradicciones no son rígidas, ni están dadas de una vez para siempre. Más
bien aparecen de un modo sumamente irregular, de acuerdo con la irregularidad
de la evolución social, reciben una solución aparentemente satisfactoria para
todo un estadio, y luego, con la ulterior evolución de la sociedad, reaparecen
intensificadas a un nivel superior. Las polémicas literarias que hubo entre los
ilustrados, las críticas de la literatura de la época por los mismos ilustrados
–que es de donde los historiadores reaccionarios, mediante una abstracción
deformadora, toman sus «argumentos»– no son, pues, más que reflejos de las
contradicciones de la evolución social misma, luchas entre corrientes diversas
dentro de la Ilustración, luchas propias de cada estadio de la misma.
La producción del joven
Goethe es una continuación de la línea rousseauniana. Cierto que de un modo
alemán, lo cual produce toda una serie de nuevas contradicciones. La nota
específicamente alemana es inseparable del atraso económico-social de Alemania,
de la «miseria alemana». Pero del mismo modo que hay que referirse en seguida a
esa miseria, así también hay que poner en guardia contra su simplificación
vulgarizadora. Es claro que esta literatura alemana carece de la claridad de
objetivos políticos y de la firmeza propias de los franceses, así como del
reflejo artístico de una sociedad burguesa desarrollada y ricamente desplegada,
experiencia propia de los ingleses. En esta literatura alemana se aprecian
muchos rasgos inequívocos de la mezquindad de la vida en la Alemania atrasada y
dividida. Pero, por otra parte, no debe olvidarse que las contradicciones de la
evolución burguesa no se han expresado nunca con tanta pasión y plasticidad
como en la literatura alemana del siglo XVIII. Piénsese en el drama burgués.
Pese a haber nacido en Inglaterra y Francia, el drama burgués no ha alcanzado
en esos países ni por los contenidos sociales ni por las formas artísticas, la
altura ya conseguida en la Emilia Galotti
de Lessing, ni menos aún la de los Rauber
[Bandidos] o Kabale und Liebe [Cabala y
amor] del joven Schiller.
Desde luego que el
joven Goethe no es ningún revolucionario, ni siquiera en el sentido del joven
Schiller. Pero en un sentido histórico más amplio y más profundo, en el sentido
de la vinculación íntima con los problemas básicos de la revolución burguesa,
las obras del joven Goethe significan una culminación revolucionaria del
movimiento ilustrado europeo, de la preparación ideológica de la Gran
Revolución Francesa.
En el centro del Werther se encuentra el gran problema
del humanismo revolucionario burgués, el problema del despliegue libre y
omnilateral de la personalidad humana. Feuerbach ha escrito: «Que no sea
nuestro ideal un ser castrado, desencarnado, copiado; sea nuestro ideal el
hombre entero, real, omnilateral, completo, hecho». Lenin, que recogió esa
frase en sus apuntes filosóficos, dice sobre ella que ese ideal es «el de la
democracia burguesa progresiva, o democracia burguesa revolucionaria».
La profundidad y la
multilateralidad de los planteamientos del joven Goethe se basa en que ve la
contraposición entre la personalidad y sociedad burguesa no sólo respecto del
absolutismo de los reyezuelos semifeudales de la Alemania de su tiempo, sino también
respecto de la sociedad burguesa en general. Es obvio que la pugna del joven
Goethe se orienta contra las concretas formas de opresión y anquilosamiento de
la personalidad humana que se producen en la Alemania de entonces. Pero la
profundidad de su concepción se manifiesta en el hecho de que no se contenta
con una crítica de los meros síntomas, con una exposición polémica de los
fenómenos más llamativos. Goethe da, por el contrario, forma a la vida
cotidiana de su época con una comprensión tan profunda de las fuerzas motoras,
de las contradicciones básicas, que la significación de su crítica rebasa
ampliamente el análisis de las circunstancias de la atrasada Alemania. La
entusiasta acogida que encontró el Werther
en toda Europa muestra que los hombres de los países más desarrollados desde el
punto de vista de la evolución capitalista tuvieron que leer inmediatamente en
el destino de Werther la sentencia: tua res agitur.
El joven Goethe
entiende con mucha amplitud y riqueza la contraposición entre personalidad y
sociedad. Goethe no se limita a mostrar las inhibiciones sociales inmediatas
del desarrollo de la personalidad. Claro que una gran parte de la obra se
dedica precisamente a esas inhibiciones, cuya exposición es esencial. Y Goethe
ve en la jerarquía estamental feudal, en la cerrazón feudal de cada estamento,
un obstáculo inmediato y esencial al despliegue de la personalidad humana; por
eso critica ese orden social con su sátira amarga.
Pero al mismo tiempo ve
que la sociedad burguesa, cuya evolución ha sido precisamente la que ha puesto
vehementemente en primer plano el problema del despliegue de la personalidad,
opone también a éste obstáculos sucesivos. Las mismas leyes, instituciones,
etc., que permiten el despliegue de la personalidad en el estrecho sentido de
clase de la burguesía y que producen la libertad del laissez faire, son
simultáneamente verdugos despiadados de la personalidad que se atreve a
manifestarse realmente. La división capitalista del trabajo –base sobre la cual
puede por fin proceder la evolución de las fuerzas productivas que posibilita
materialmente el despliegue de la personalidad– somete al mismo tiempo al
hombre, fragmenta su personalidad encajonándola en un especialismo sin vida,
etc. Es claro que el joven Goethe carece necesariamente de comprensión
económica de esos hechos. Tanto más hay que apreciar su genio poético, el genio
con el que ha sido capaz de expresar la dialéctica real de esa evolución
contemplando unos destinos humanos.
Como Goethe parte del
hombre concreto, de concretos destinos humanos, capta todos esos problemas con
la complicación y la meditación concreta que tienen en los destinos personales
de los individuos. Y como en sus personajes da forma a un hombre muy
diferenciado e íntimo, esos problemas se manifiestan de un modo muy complicado
que penetra profundamente en lo ideológico. Pero la conexión es siempre
visible, y hasta la perciben de un modo u otro los personajes. Así, por
ejemplo, Werther dice acerca de la relación entre arte y naturaleza: «Ella (la naturaleza)
sola es infinitamente rica, y ella sola forma al gran artista. Muchas cosas
pueden decirse en favor de las reglas: más o menos, lo mismo que puede decirse
en favor de la sociedad civil». El problema central es siempre el despliegue
unitario y omnicomprensivo de la personalidad humana. En su exposición de su
propia juventud, dada por el viejo Goethe en Dichtung und Wahrheit [Poesía y
verdad], el poeta se ocupa ampliamente de los fundamentos y principios de esa
lucha. Analiza el pensamiento de Hamann, que, junto a Rousseau y Herder ha
influido decisivamente en su juventud, y formula el principio básico cuya
realización ha sido aspiración no sólo de su juventud: «Todo lo que emprende el
hombre, ya sea cosa de obra o de palabra, o de cualquier otra clase, tiene que
surgir de la unión de todas sus energías; todo lo aislado es recusable. Máxima
hermosa, pero difícil de cumplir».
El contenido poético
capital del Werther es una lucha por
la realización de esa máxima, un combate contra los obstáculos internos y
externos que se oponen a su realización. Estéticamente eso significa una lucha
contra las «reglas», sobre la cual acabamos de recordar algo. Pero también en
este punto hay que guardarse de trabajar con contraposiciones metafísicas
rígidas. Werther, y con él el joven Goethe, son enemigos de las «reglas». Pero
el «desreglamiento» significa para Werther un grande realismo apasionado, la
veneración de Homero, Klopstock, Goldsmith y Lessing.
Aún más enérgica y más
apasionada es la rebelión contra las reglas de la ética. La línea básica de la
evolución burguesa impone, en el lugar de los privilegios estamentales y
locales, sistemas jurídicos nacionales unitarios. El gran movimiento histórico
tiene que reflejarse también en la ética como exigencia de leyes generales
unitarias de la acción humana. En el curso de la posterior evolución alemana,
esa tendencia social consigue su más alta expresión filosófica en la ética
idealista de Kant y Fichte. Pero la tendencia misma –que, como es natural,
aparece en la vida concreta de un modo a menudo filisteo– está presente antes
de Kant y de Fichte.
Por necesaria, empero,
que sea históricamente esa evolución, lo que produce es al mismo tiempo un
obstáculo para el despliegue de la personalidad. La ética en el sentido kantiano-fichteano
quiere encontrar un sistema de reglas unitario, un sistema coherente de
principios para una sociedad que es la personificación del principio básico
motor de la contradicción. El individuo que obra en esa sociedad reconociendo
por fuerza el sistema de las reglas de un modo general y de principio, tiene
que caer constantemente en contradicción concreta con esos principios. Y no
sólo, como imaginó Kant, porque unos meros instintos bajos y egoístas del
hombre entren en contradicción con altas máximas morales. La contradicción se
debe muy frecuentemente –y precisamente en los casos interesantes para este
contexto– a las pasiones mejores y más nobles del hombre. Sólo mucho más tarde
conseguirá la dialéctica hegeliana –de un modo, naturalmente, idealista– dar un
cuadro aproximadamente adecuado de la contradictoria interacción entre la
pasión humana y la evolución social.
Pero ni siquiera la
mejor comprensión intelectual puede superar una contradicción que exista
realmente en la sociedad. Y la generación del joven Goethe, que ha vivido
profundamente esa viva contradicción incluso cuando no entendió su dialéctica,
se precipita con colérica pasión contra ese obstáculo al libre despliegue de la
personalidad.
Friedrich Heinrich
Jacobi, el amigo de juventud de Goethe, ha expresado en una carta abierta a
Fichte esa rebelión en el terreno de la ética; su formulación es tal vez la más
clara de aquel tiempo: «Sí, yo soy el ateo, el sin dios que quiere mentir, como
mintió Desdémona en la agonía, mentir y engañar como Pílades que se finge
Orestes, matar como Timoleón, romper la ley y el juramento como Epaminondas,
como Johann de Witt, suicidarme como Otho, violar el templo como David, sí, y
segar las espigas en sábado simplemente porque tengo hambre y porque la ley se
hizo para el hombre, no el hombre para la ley». Jacobi llama a esa rebelión «el
derecho de majestad del hombre, el sello de su dignidad».
Todos los problemas
éticos del Werther se desarrollan
bajo el signo de esa rebelión, en la cual se muestran por vez primera en la
literatura universal y en la forma de la gran representación poética las
contradicciones internas del humanismo revolucionario burgués. Goethe ha
dispuesto la acción de esta novela con un criterio muy comedido. Pero casi sólo
elige personajes y acaecimientos que hagan aparecer claramente esas
contradicciones, las contradicciones entre la pasión humana y la legalidad
social. Más en concreto: se trata siempre de contradicciones entre pasiones que
no tienen por sí mismas nada asocial o antisocial y leyes que tampoco en sí y
por sí mismas pueden recusarse porque sean absurdas o contrarias al despliegue
humano (como lo eran las jerarquías estamentales de la sociedad feudal), sino
que encarnan simplemente las limitaciones generales de toda la legalidad de la
sociedad burguesa.
Con un arte admirable
expone Goethe en pocos rasgos, en unas breves escenas, el destino trágico del
joven siervo enamorado que, al asesinar a su amada y a su rival, ofrece la
réplica trágica del suicidio de Werther. En sus tardíos recuerdos, ya citados,
el viejo Goethe registra y reconoce aún el carácter rebelde y revolucionario
del Werther en la reivindicación del
derecho moral al suicidio. Es sumamente interesante e instructivo para
comprender la posición del Werther
respecto a la Ilustración el hecho de que el viejo Goethe busque esa
justificación en Montesquieu. El propio personaje Werther defiende su derecho
al suicidio de un modo que tiene aún resonancias revolucionarias. Mucho antes
de su suicidio y mucho antes de haber tomado concretamente la decisión de
suicidarse, tiene un diálogo doctrinal sobre el suicidio con el novio de su
amada, con Albert. Este tranquilo ciudadano niega, como es natural, que exista
un derecho a suicidarse. Werther contesta entre otras cosas: «¿Llamarás débil
al pueblo que, sufriendo bajo el insoportable yugo de un tirano, se levante por
fin y rompa sus cadenas?»
Esa trágica lucha por
la realización de los ideales humanistas se enlaza íntimamente en el joven
Goethe con el carácter popular de sus esfuerzos y sus aspiraciones. Desde este
punto de vista el joven Goethe es realmente un continuador de las tendencias
rousseaunianas, contrapuestas al distinguido aristocratismo de Voltaire, cuya
herencia cobrará más tarde importancia para el Goethe viejo y resignado. La
línea cultural y literaria de Rousseau puede formularse del modo más claro con
las palabras de Marx sobre el jacobismo: es «una manera plebeya de terminar con
los enemigos de la burguesía, con el absolutismo, el feudalismo y la pequeña burguesía
feudal provinciana».
Repitamos: el joven
Goethe no era políticamente un revolucionario plebeyo, ni siquiera dentro de
las posibilidades alemanas, ni siquiera, dijimos, en el sentido del joven
Schiller. Lo plebeyo no aparece en él en forma política, sino como
contraposición de los ideales humanístico-revolucionarios a la sociedad
estamental del absolutismo feudal y a la pequeña burguesía atrasada que se
compadece con esa situación. Todo el Werther
es una confesión encendida del hombre nuevo nacido en el curso de la
preparación de la revolución burguesa, proclamación de la nueva hominización,
del nuevo despertar de la omnilateral actividad del hombre producida por la
sociedad burguesa y por ella trágicamente condenada a la ruina. La
configuración de ese hombre nuevo se produce pues en permanente contraste
dramático con la sociedad estamental y también contra la vulgaridad moral
pequeño-burguesa.
Constantemente se
contrapone esa nueva cultura humana a la deformación, la esterilidad, la
grosería de los «estamentos elevados» y a la vida muerta, rígida, mezquinamente
egoísta de la pequeña burguesía localista. Y cada una de esas contraposiciones
es una enérgica remisión al hecho de que sólo en el pueblo pueden encontrarse
la captación real y enérgica de la vida y la elaboración viva de sus problemas.
No es sólo Werther el que se contrapone, como hombre verdaderamente vivo y como
representante de lo nuevo, a la muerta rigidez de la aristocracia y del
filisteísmo; también aparecen en esa situación figuras populares. Werther es
siempre el representante de la vida popular frente a aquella rigidez. Y los
elementos culturales abundantemente introducidos en la acción (las alusiones a
la pintura, a Homero, a Ossian, a Goldsmith, etc.) se mueven siempre en esa
misma dirección: Homero y Ossian son para Werther y para el joven Goethe
grandes poetas populares, reflejos y expresión poéticos de la vida productiva,
que sólo se encuentra en el pueblo trabajador.
El joven Goethe –aunque
personalmente no sea ningún plebeyo ni tampoco un revolucionario en sentido
político– proclama con esa orientación y ese contenido de su obra los ideales
popular-revolucionarios de la revolución burguesa. Sus contemporáneos reaccionarios
han identificado, por lo demás, inmediatamente esa tendencia y la han estimado
con coherencia. El muy ortodoxo párroco Goeze, tan malfamado por su polémica
con Lessing, escribió, por ejemplo, que de libros como el Werther nacen los Ravaillac (el hombre que mató a Enrique IV) y los
Damien (el que atentó contra Luis XV). Y aún muchos decenios más tarde Lord
Bristol atacaba a Goethe por los muchos hombres a los que el Werther había hecho desgraciados. Es muy
interesante observar que el viejo Goethe, por lo común tan cortesanamente fino
y reservado, se ha complacido en contestar a ese ataque con benéfica ruda
grosería, echando en cara al asombrado Lord todos los vicios de las clases
dominantes. Esos juicios ponen el Werther
en el mismo plano que los dramas juveniles de Schiller, abiertamente
revolucionarios. Por cierto que a propósito de estos últimos el viejo Goethe se
anotó una característica declaración de odio: un príncipe alemán le dijo a
Goethe una vez que si él fuera Dios Nuestro Señor y hubiera sabido que la
creación iba a tener un día como consecuencia la aparición de los Räuber de
Schiller, no se habría decidido jamás a crear el mundo.
Esas manifestaciones
procedentes del campo enemigo circunscriben la significación real de las
producciones del Sturm und Drang mucho mejor que las posteriores explicaciones
apologéticas de los historiadores burgueses de la literatura. La rebelión
popular-humanística del Werther es
una de las manifestaciones revolucionarias más importantes de la ideología
burguesa durante el período preparatorio de la Revolución Francesa. Su éxito
universal es el triunfo de una obra revolucionaria. En el Werther culminan los esfuerzos del joven Goethe en favor del ideal
de un hombre libre y omnilateralmente desarrollado, las tendencias, esto es,
que ha expresado también en el Götz,
en el fragmento de Prometheus, en los
primeros borradores del Faust, etc.
Sería estrechar
falsamente la significación del Werther
el no ver en él más que la conformación artística de un estado de ánimo sentimental,
exacerbado y pasajero, que Goethe hubiera superado muy prontamente. Es verdad
que apenas tres años después del Werther
Goethe ha escrito una divertida y orgullosa parodia del wertherismo, el
«Triunfo de la sensibilidad». La historia burguesa de la literatura se fija
sólo en que en esa parodia Goethe llama «caldo gordo» del sentimentalismo a la Heloïse de Rousseau y a su propio Werther. Y en cambio pasa por alto que
Goethe no ha escrito la parodia del Werther
ni de la Nouvelle Heloïse, sino la
del wertherismo, es decir, precisamente una moda aristocrático-cortesana que
era ella misma una antinatural parodia involuntaria del Werther. Werther huye de la muerta deformación de la sociedad
aristocrática y se refugia en la naturaleza y en el pueblo. El personaje de la
parodia goethiana se fabrica con escenografía una naturaleza falsa y teme la
real, y en su trivial sentimentalismo juguetón no tiene nada en común con las
vivas energías del pueblo. «El triunfo de la sensibilidad» subraya pues
precisamente la línea básica popular del Werther,
y es una parodia de los involuntarios efectos que esa obra tuvo entre los
«cultos», no una parodia de supuestas «exageraciones» de la obra inicial.
El éxito universal del Werther es un triunfo literario de la
línea de la revolución burguesa. El fundamento artístico del éxito debe verse
en el hecho de que el Werther ofrece
una unificación artística de las grandes tendencias realistas del siglo XVIII.
El joven Goethe continúa, superando a sus predecesores, la línea artística Richardson-Rousseau.
De ellos toma la temática: la representación de la intimidad, afectivamente
cargada, de la vida cotidiana burguesa, con objeto de mostrar en esa intimidad
la silueta del hombre nuevo que está naciendo en contraposición con la sociedad
feudal. Pero mientras que todavía en Rousseau el mundo externo –con la
excepción del paisaje– se disuelve en una tonalidad emocional subjetiva, el
joven Goethe es al mismo tiempo heredero de la clara y objetiva configuración
del mundo externo, del mundo de la sociedad y del de la naturaleza: el joven
Goethe no es sólo continuador de Richardson y de Rousseau sino también de
Fielding y de Goldsmith.
Desde el punto de vista
técnico externo, el Werther es una
culminación de las tendencias subjetivistas de la segunda mitad del siglo
XVIII. Y ese subjetivismo no es en la novela ninguna exterioridad inesencial,
sino la expresión artística adecuada de la rebelión humanista. Pero Goethe ha
objetivado con una plasticidad y una sencillez máximas, adecuadas en los grandes
realistas, todo lo que aparece en el mundo del Werther. Sólo en el estado de ánimo de Werther y al final de la
novela, la nebulosidad de Ossian desdibuja la clara plasticidad de un Homero
entendido popularmente. Como artista, el joven Goethe es a lo largo de toda la
obra un discípulo de este Homero.
Pero no sólo en ese
respecto rebasa a sus predecesores la gran novela juvenil de Goethe. También
los rebasa por el contenido. Como hemos visto, el Werther es la proclamación de los ideales del humanismo revolucionario
y, al mismo tiempo, la configuración consumada de la trágica contradicción de
esos ideales. El Werther no es pues
sólo una culminación de la literatura grande burguesa del siglo XVIII, sino
también el primer gran precursor de la gran literatura problemática del siglo
XIX. Cuando la historia burguesa de la literatura identifica la tradición del Werther en Chateaubriand y sus apéndices
está desviando y rebajando tendenciosamente la herencia. Los que de verdad
continúan las tendencias reales del Werther
son los grandes configuradores de la ruina trágica de los ideales humanistas en
el siglo XIX, ante todo Balzac y Stendhal, y no los románticos reaccionarios.
El conflicto de
Werther, su tragedia, es ya la del humanismo burgués, pues muestra claramente
la contradicción entre el despliegue libre de la personalidad y la sociedad
burguesa misma. Como es natural, ésta aparece en su forma alemana
prerrevolucionaria, semifeudal, sumida en el absolutismo de los pequeños
estados. Pero en el conflicto mismo aparecen muy claramente los rasgos
esenciales de las contraposiciones que luego se manifestarán con violencia. Y
estas contraposiciones son en última instancia las que llevan a Werther a la
catástrofe. Es cierto que Goethe no ha dado forma más que a esos rasgos
elementales e imprecisos de lo que más tarde será una grande tragedia
manifiesta. Precisamente por eso ha podido incluir el tema en un marco tan
estrecho desde el punto de vista de la extensión, limitándose a describir
temáticamente un pequeño mundo casi idílicamente concluso, a la manera de
Goldsmith y de Fielding. Pero la dación de forma a ese mundo superficialmente
estrecho y cerrado está llena de la dramaticidad interna que, según las tesis
de Balzac, es lo esencialmente nuevo de la novela del siglo XIX.
El Werther suele entenderse como novela de amor. Y con razón: el libro
es una de las novelas de amor más importantes de la literatura universal. Pero,
como toda configuración poética realmente grande de la tragedia del amor,
también el Werther da mucho más que
una mera tragedia amorosa.
El joven Goethe
consigue insertar en aquel conflicto amoroso todos los grandes problemas de la
lucha por el despliegue de la personalidad. La tragedia amorosa de Werther es
una explosión trágica de todas las pasiones que suelen aparecer en la vida de
un modo disperso, particular y abstracto, mientras que en la novela se funden
al fuego de la pasión erótica para dar una masa unitaria ardiente y luminosa.
Vamos a limitarnos a
subrayar algunos de los momentos esenciales. En primer lugar, Goethe ha hecho
del amor de Werther por Lotte una expresión poéticamente sublimada de las
tendencias vitales populares y antifeudales del personaje. El propio Goethe ha
dicho más tarde a propósito de la relación de Werther con Lotte que esa
relación es para el personaje mediadora de toda la cotidianidad. Más importante
es, empero, la composición de la obra. La primera parte está dedicada a exponer
el nacimiento del amor de Werther. Cuando Werther se da cuenta del conflicto
irresoluble de su amor, quiere huir a refugiarse en la vida práctica, en la
actividad, y consigue una plaza en una embajada. Pese a sus dotes, que se le
reconocen en aquel cargo, ese intento fracasa al tropezar con las barreras que
la sociedad nobiliaria opone al individuo burgués. Y una vez que Werther ha
sufrido ese fracaso, se produce el trágico segundo encuentro con Lotte.
Tal vez tenga interés
recordar que uno de los más entusiastas veneradores de la novela, Napoleón
Bonaparte –que llevaba el libro consigo durante la campaña de Egipto–, ha
reprochado a Goethe que introdujera aquel conflicto social en la tragedia
amorosa. El viejo Goethe, con su fina ironía cortesana, observó a esto que el
gran Napoleón había estudiado muy atentamente el Werther, pero al modo como el inquisidor de lo criminal estudia sus
actas. La crítica de Napoleón ignora evidentemente la anchura y la amplitud de
la «cuestión de Werther». Es claro que también reducido estrictamente a
representación de una tragedia de amor, el Werther
seguiría siendo una gran exposición típica de los problemas de la época. Pero
las intenciones de Goethe iban más a fondo. En su modo de dar forma a la pasión
amorosa Goethe ha mostrado la contradicción irresoluble entre el despliegue de
la personalidad y la sociedad burguesa. Y para eso era necesario que el
receptor estético pudiera vivir ese conflicto en todos los terrenos de la
actividad humana. La crítica de Napoleón es una recusación –muy comprensible
por venir de quien viene– de la validez universal del conflicto trágico del Werther.
La obra llega a la
catástrofe final a través de ese aparente rodeo sociológico. Y, a propósito de
la catástrofe misma, hay que observar que Lotte corresponde al amor de Werther
y se da cuenta de ello precisamente por la explosión pasional de su amigo. Eso
es lo que provoca la catástrofe: Lotte es una mujer burguesa, que se aferra
instintivamente a su matrimonio con un hombre eficaz y respetado y retrocede,
por tanto, asustada, ante su propia pasión. La tragedia de Werther no es, pues,
sólo la tragedia del amor desgraciado, sino también la configuración perfecta
de la contradicción interna del matrimonio burgués: este matrimonio, a
diferencia del pre-burgués, está basado en el amor individual, y con él nace
históricamente el amor individual mismo; pero, en cambio, su existencia
económico-social se encuentra en contradicción irresoluble con el amor
individual, personal.
Goethe ha subrayado con
tanta claridad como discreción las puntas sociales de esta tragedia amorosa.
Tras un choque con el ambiente feudal de la embajada, Werther pasea al aire
libre y lee el capítulo de la Odisea
en el cual el regresado Ulises habla humana y fraternalmente con el porquero. Y
la noche del suicidio el último libro que Werther lee es la anterior
culminación de la literatura revolucionaria burguesa: la Emilia Galotti de Lessing.
El Werther es una de las más grandes novelas de amor de la literatura
universal porque Goethe ha concentrado en ella toda la vida de su período con
todos sus grandes conflictos.
Por eso la
significación del Werther rebasa
también la de una mera descripción veraz de un determinado período y consigue
un efecto muy capaz de sobrevivir a su época. El viejo Goethe ha dicho, en
conversación con Eckermann, lo siguiente acerca de las causas de ese efecto:
«Si bien se mira, esa fase Werther de la que tanto se habla no pertenece a la
marcha de la cultura universal, sino al camino de la vida de todo individuo
que, con innato y libre sentido natural, tiene que aprender a vivir y a
adaptarse a las formas constrictivas de un mundo anacrónico. La felicidad
malograda, la actividad impedida, los deseos insatisfechos no son crímenes de
una época determinada, sino debilidades de cada hombre, y mal irían las cosas
si cada cual no tuviera, una vez al menos en su vida, una época en la cual el Werther le parezca escrito precisamente
para él».
Goethe exagera aquí sin
duda el carácter «atemporal» del Werther,
silenciando el hecho de que ese conflicto individual en el cual reside, según
su interpretación, la significación de la novela, es precisamente el conflicto
entre la personalidad y la sociedad en la sociedad burguesa. Pero con esa
unilateralidad subraya la profunda universalidad del Werther para toda la era de la sociedad burguesa.
Una vez que el viejo
Goethe leyó una reseña en la revista francesa Le Globe en la que se decía que su Tasso es un «Werther corregido y aumentado» asintió
muy satisfecho a la frase. Con razón. Pues el crítico francés mostró muy
acertadamente los vínculos que llevan del Werther
a la producción posterior de Goethe ya en el siglo XIX. En el Tasso los
problemas del Werther están aún más
acentuados, más enérgicamente exacerbados, pero precisamente por eso el
conflicto recibe ya una solución mucho menos pura. Werther se estrella contra
la contradicción entre la personalidad humana y la sociedad burguesa, pero lo
hace trágicamente, sin ensuciarse el alma mediante compromisos con la mala
realidad de la sociedad burguesa.
La tragedia de Tasso
introduce el gran arte novelístico del siglo XIX porque la solución trágica del
conflicto es ya menos una explosión heroica que una asfixia en el compromiso.
La línea del Tasso llega a ser un tema rector de la gran novela del siglo XIX,
desde Balzac hasta nuestros días. Puede decirse de un gran número de personajes
de esa novelística –aunque no de un modo mecánico y esquemático– que son «Werther
corregidos y aumentados». Muchos son los que sucumben por los mismos conflictos
que Werther. Pero su ruina es menos heroica, menos gloriosa, sucia de
compromisos y capitulaciones. Werther se mata porque no quiere abandonar
absolutamente nada de sus ideales humanistas, porque en esas cuestiones no
conoce el compromiso. Ese carácter rectilíneo e intacto de su tragicidad da a
su ruina la luminosa belleza que hoy sigue siendo el encanto indestructible del
libro.
Esa belleza no es sólo
el resultado de la genialidad del joven Goethe. Se debe también a que el Werther, aunque su protagonista sucumba
por un conflicto general de toda la sociedad burguesa, es de todos modos el
producto del período prerrevolucionario de la evolución de la burguesía.
Del mismo modo que los
héroes de la Revolución Francesa fueron a la muerte llenos de ilusiones
heroicas históricamente inevitables, irradiándolas heroicamente, así también
Werther sucumbe trágicamente durante la aurora de esas ilusiones heroicas del
humanismo, en vísperas de la Revolución Francesa.
Según las afirmaciones
concordes de sus biógrafos, Goethe ha rebasado pronto el período Werther. El hecho es indiscutible. Y
está fuera de duda que la posterior evolución de su pensamiento rebasa en
muchos sentidos el horizonte del Werther.
Goethe ha vivido la decadencia y la descomposición de las ilusiones heroicas
del período pre-revolucionario, y se ha aferrado de todos modos –muy peculiares
en él– a esos ideales humanistas, representándolos de otras maneras más amplias
y ricas en conflicto con la sociedad burguesa.
Pero siempre se ha
mantenido vivo en él el sentimiento de lo imperecedero del contenido vital
configurado en el Werther. No ha
superado el Werther en el sentido
vulgar en que supera sus «locuras juveniles» el buen burgués razonable que
pacta con la realidad. Cuando, a los cincuenta años de la publicación de la
novela, se dispuso a escribirle un nuevo prólogo, el resultado fue el
conmovedor primer fragmento de la Trilogía de la pasión. En ese poema ha expresado
Goethe del siguiente modo su relación con el héroe de su juventud:
Yo a quedarme, tú a
irte destinados,
Te me fuiste delante: y
no has perdido mucho.
Ese melancólico estado
de ánimo del viejo y maduro Goethe muestra del modo más claro la dialéctica de
la superación del Werther. La
evolución social ha rebasado la posibilidad de la tragedia limpia de Werther.
El gran realista Goethe no va a negar un hecho así, pues el fundamento de su
gran poesía ha sido siempre la captación profunda de la realidad. Pero al mismo
tiempo siente Goethe qué es lo que ha perdido, y lo que ha perdido la
humanidad, con la ruina de aquellas ilusiones heroicas. Goethe siente que la
luminosa belleza del Werther recuerda
un período de la evolución de la humanidad que nunca volverá: la aurora a la
que siguió el sol de la Gran Revolución Francesa.
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