viernes, 20 de mayo de 2011

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ: UN VIAJE AL INTERIOR DE SÍ MISMO

                                                                            Mi vida interior, la belleza eterna, mi Obra.
                                                                                                                                     JRJ

Si tratásemos de revelar la clave poética que guarda toda la obra de J.R.J. sin miedo a equivocarnos diríamos que se trata de un viaje hacia dentro de sí mismo. Juan Ramón durante más de cincuenta años de escritura buscó incesantemente una respuesta vital y metafísica a la existencia y la halló en su propio ser a fuerza de ahondar en su conciencia. El fuerte subjetivismo con que interpretó siempre la naturaleza junto a su deseo constante de soledad fueron sus formas de buscar la belleza. El simbolismo para Juan Ramón Jiménez fue el cauce adecuado y la expresión válida para su inquietud. Después de un largo peregrinaje, en su madurez, descubrió que la máxima belleza ansiada estaba dentro de él mismo y que había encontrado a dios por la poesía. Si se comprende esta evolución suficientemente podrá juzgarse mejor al hombre y al poeta que tantas veces, muchas de forma intencionada, ha sido malentendido y criticado.

El retraimiento interior de Juan Ramón Jiménez no fue, tal como algunos pretendieron ridiculizar, el del poeta que tuvo que aislar las paredes de su cuarto con corcho para no soportar el ruido de las pianolas de unas vecinas maleducadas. Tampoco fue ese otro aislamiento del poeta encerrado en su torre de marfil al que lo adscribió Rafael Cansinos Sáenz, y que tanto ha dado qué hablar. En cambio, sí acertó Cansinos al destacar cómo Juan Ramón Jiménez muy pronto «se orientó más decididamente hacia la poesía interior».

No, la reclusión interior de Juan Ramón Jiménez fue más profunda, más íntima que la de esas superficiales anécdotas. Rubén Darío a principios de siglo le vaticinó certeramente al joven Juan Ramón Jiménez su verdadera condición de poeta cuando después de leer algunos de sus primeros versos le dijo: «Usted va por dentro». Estas palabras del maestro resonaron siempre en los oídos de Juan Ramón y se convirtieron, con el trascurso del tiempo, en la clave y la norma de su vida poética. En palabras del poeta: «Aquello fue para mí como un epivitafio».

Juan R. Jiménez, tentado en sus dos primeros libros, Ninfeas (1900) y Almas de violeta (1900), por un Modernismo más llamativo y efectista, pronto renunció a ese elemento exterior que poco tenía que ver con su propio ser y regresó entonces decididamente a Bécquer y a las posibilidades simbolistas de la tradición popular. El contacto con el pensamiento krausista a través de hombres como el doctor Luis Simarro o Francisco Giner de los Ríos reafirmó en el joven poeta su vocación de poeta interior, al hacer suyo el ideal ginerario de progreso moral interior por el cultivo de la sensibilidad, es decir, ir a la ética por la estética. Y además, la mejor tradición de la literatura española clásica junto con el Romanticismo le llevaron a través del simbolismo hacia esa dirección intimista más acorde con su espíritu. Ya también José Enrique Rodó al escribir sobre las Elegías de Juan Ramón Jiménez habló de una «Recóndita Andalucía» alejada de una alegría superficial. Juan Ramón vio el riesgo evidente de dejarse llevar por una corriente estética que lo alejase de su rico mundo interior de poeta verdadero. Y así tras leer la crítica de Timoteo Orbe a sus dos primeros libros, Juan Ramón Jiménez dolido le escribe lo siguiente en una carta fechada el 2 de octubre de 1900: «ha concedido usted más importancia a lo meramente externo que al espíritu y al fondo de los libros» .

Pero ¿en qué consiste ese «Usted va por dentro» de Rubén Darío? Sin duda en una poesía idealista, que evoluciona desde el descubrimiento de su soledad vital hasta una búsqueda metafísica por aproximarse a lo absoluto a través de símbolos y de imágenes. Esa fue la verdadera evolución del poeta a lo largo de los años. En la búsqueda de la belleza necesariamente el espíritu habría de asemejarse a ella.

Toda la poesía de Juan Ramón Jiménez supone una interiorización lírica del mundo. Lo cual ha propiciado que muchos críticos hablasen del narcisismo del poeta. Entre ellos Rinaldo Froldi que lo denomina «narcisismo órfico». También Pedro Henríquez Ureña calificó como «Extraño narcisismo espiritual» la situación del poeta en su artículo «La obra de Juan Ramón Jiménez». En realidad lo que hizo Juan Ramón Jiménez fue afianzar su credo estético en el mejor impresionismo francés y español expresado a través de un fuerte subjetivismo. Ejemplo claro de esta estética impresionista es el poema núm. 2 de Olvidanzas (1909) titulado «Crepúsculo», en el que el citado subjetivismo es llevado a su extremo y hace que sobre la belleza exterior de la naturaleza triunfe la belleza interior del alma del poeta. «Yo, al ver este oro entre el pinar sombrío, / me he acordado de mí tan dulcemente, / que era más dulce el pensamiento mío / que toda la dulzura del poniente». La impresión subjetiva, como se aprecia, es superior a la propia realidad. Es más importante cómo el yo ve las cosas que cómo realmente estas son. La hermosa hipérbole intimista estalla en versos como: «…No hay nada en la vida que recuerde / estos dulces ocasos de mi alma», en los que la vida se anega en el sentimiento del poeta.

Juan Ramón recluido durante años en su pueblo le escribe hacia 1909 en una carta de respuesta a otra de Rogelio Buendía en la que este le pedía datos para dar una conferencia sobre su poesía: «Mi voz, ya lo sabe usted, ha sido siempre 'voz baja y sin prisa' […] Solo le diré que mi vida es completamente interior». En esos años en Moguer publicó entre otros libros las Elegías lamentables (1910) donde reafirma de nuevo su fe en su mundo interior: «La luz inmarcesible que llevo dentro arde / como una primavera de sueños de colores». En cambio en Melancolía (1912), o en Laberinto (1913) la introspección será marcadamente erótica.

A partir de entonces más que desnudar la poesía de sus ropajes, lo que realmente hizo Juan Ramón Jiménez fue buscar cada vez más en su interior. Hasta tal punto que en la etapa de su poesía hoy conocida como poesía desnuda, lo que se constata es un paulatino prescindir de referencias externas espaciales, temporales y anecdóticas, para que transmutada la realidad en lirismo íntimo aflore así «desnuda», nacida del interior del poeta en una constante depuración de la forma expresiva. Su poesía desnuda es poesía espiritual, que nada tiene que ver con la poesía pura «artificial» que defendieron después algunos de los poetas del 27. Recordemos que Juan Ramón Jiménez fue un verdadero poeta y no un escritor. La diferencia entre el misterio de la poesía y el simple oficio literario resulta abismal y así lo expresó el moguereño en «Poesía y literatura». Su poesía siempre buscó partir de dentro, de la expresión interior y propia sin atender ninguna otra ya creada, a excepción de las consabidas influencias iniciales en cualquier joven escritor. Por eso, si quería de verdad ser él mismo necesitaba crear una palabra nueva, única y exclusiva para él. De ahí que rechazara formas o cauces impropios para su peculiar manera de entender la poesía como el hueco y grandilocuente modernismo, la poesía surrealista o cualquier otra tendencia vanguardista que anulase su individualidad. Porque aunque algunos ismos propugnasen la liberación del ser humano, la uniformidad de sus escuelas imponía estilos comunes que negaban la afirmación del poeta distinto. Por ello Juan Ramón declaraba: «Evolución conciente, seguida, responsable, de la personalidad íntima, fuera de escuelas y tendencias. Odio profundo a los ismos y a los trucos». Así, pues, Juan Ramón Jiménez encontró en el «verso desnudo», es decir, sin rima, la fórmula nueva y personal que se alejaba de las normas fijas de la poesía, de los inventos «literarios».



La búsqueda interior de Juan Ramón Jiménez fue un exilio poético consciente y tenaz. Fue un adentrarse en sí mismo, no en busca de un preciosismo vacuo y a la larga estéril, sino en palabras de Ortega y Gasset un «ensimismarse» en lo suyo para alcanzar su más alto fruto. Juan Ramón Jiménez encontró en la poesía y por la poesía el verdadero fin y la aspiración última de su vida. Fue un creador incesante de una poesía que al mismo tiempo lo recreaba a él como ser humano, era una dádiva recíproca: tanto entregaba Juan Ramón Jiménez a la poesía como sentía que su alma recibía en inmensidad y belleza únicas. Se cumplía así su ideal ético-estético de perfeccionamiento de su espíritu.
 
A medida que Juan Ramón Jiménez se adentraba más en sí mismo buscando una trascendencia más se alejaba de un falso esteticismo. Su interés por lo universal le llevó a buscarlo en lo popular, es decir, a mirar siempre hacia lo propio. Juan Ramón Jiménez no podía entonces descubrir lo suyo en las estéticas de un castellanismo tópico y fácil, pero sin duda ajeno e impostado que tanto proliferó entre otros autores durante años y del que Juan Ramón Jiménez quiso huir. No sin antes dejar escrito uno de los mejores sonetos de ambiente castellano «Octubre»: «Estaba echado yo en la tierra, enfrente / del infinito campo de Castilla», tan alabado por Ortega. Juan Ramón reaccionó y ahondó entonces más que nunca en su andalucismo y sólo desde ese ángulo más personal y local pudo llamarse «El andaluz universal». En un aforismo del poeta quedan recogidos estos conceptos: «Cuanto más interior es un poeta, un músico, un pintor, es más universal (Bécquer)».

Su preocupación fue cada vez más ir hacia adentro a través de símbolos como el cielo, el mar, la luz, la primavera en búsqueda de verdades inmarcesibles: el amor, la belleza y la eternidad.

Para Juan Ramón Jiménez el término «interior» era sinónimo de espiritual y así se constata en el primer título que el poeta barajó para sus Sonetos espirituales (1917) que fue el de Sonetos interiores, título que así quedó recogido dentro de su proyecto final, Leyenda (1896-1956). Juan Ramón Jiménez al sustituir un adjetivo por otro nos está revelando en qué consiste para él lo interior, es decir, en algo superior y espiritual.
Y por esas mismas fechas en el poema (II, XCIV) de Estío (1916) descubrimos cuál es el fin último de ese continuado ahondar en su interior:
Lejos tú, lejos de ti,
yo más cerca de mí mismo;
afuera tú, hacia la tierra;
yo hacia adentro, al infinito.
Al infinito tiende el poeta cuando busca dentro de sí mismo la verdad de su existir y esta actividad se convierte entonces en un auténtico «trabajo gustoso». Nada lo puede apartar de su creación y por nada quiere el poeta salir de su centro. En este sentido muy conocido resulta también el aforismo que publicó en la antología de Gerardo Diego en 1932 el que habla de su encierro a solas con la poesía: «Yo tengo escondida en mi casa, por su gusto y el mío, a la Poesía. Y nuestra relación es la de los apasionados». Así pues, ese exilio voluntario, que tiene mucho de renunciación y al mismo tiempo de generosa entrega, fue en Juan Ramón Jiménez norma de vida y vocación estética. El poeta hace explícito su ideal de vida recogida y perseverante en su soledad en otro aforismo: “Mi vida interior, la belleza eterna, mi Obra», donde revela que el camino hacia la belleza eterna lo realizará siempre a través de su poesía que nace de su propia y rica vida interior.

Consciente Juan Ramón Jiménez de dónde está su veta poética no quiere alejarse de su centro lo más mínimo. Veámoslo en el poema (XXXVI) de Eternidades (1918): «¡No corras, ve despacio, / que adonde tienes que ir es a ti solo! / ¡Ve despacio, no corras, / que el niño de tu yo, reciennacido / eterno, / no te puede seguir!».

Y ahondando en esa búsqueda íntima el poeta por fin encontrará el todo, que ya no es externo, sino comunión con su yo. En el poema (III, XLIII) de Piedra y cielo (1919) la naturaleza se funde con el espíritu del poeta: «¡No estás en ti, belleza innúmera, / que con tu fin me tientas, infinita, / a su sin fin de deleites! / […] ¡Estás en mí, / que tengo en mi pecho la aurora / y en mi espalda el poniente». La belleza es una cualidad de lo eterno y sólo dentro de sí mismo el poeta encuentra el verdadero camino hacia lo absoluto, hacia esa belleza de la eternidad.

Con esta enorme riqueza espiritual fruto de un paciente y constante ahondar a través de la poesía en lo infinito, no es extraño que Juan Ramón Jiménez desdeñase cualquier manifestación o actividad que lo alejase de lo suyo. Juan Ramón rehuyó participar en prácticamente cualquier homenaje y mucho menos en ninguno que le tributasen a él. Acudió una vez en 1920 a un homenaje preparado por Gómez de la Serna a José Ortega y Gasset en el café del Pombo y que luego sobre la marcha se hizo extensivo también a Azorín y al propio Juan Ramón lo cual le desagradó enormemente. Como resultado, Juan Ramón Jiménez ya no volverá a acudir a ningún acto de esta índole, ni tan siquiera como espectador, por si acaso. Así sucedió con los que se organizaron en torno a 1923 a Rubén Darío, a Mallarmé, a Camoens, a Paul Valery a los que Juan Ramón Jiménez oponía siempre la espiritualidad de su trabajo en silencio.

Juan Ramón encontró en una máxima de Tomas de Kempis de su Imitatione Cristo la justa respuesta para cualquier comentario que los demás pudieran hacer de él o de su obra por no preocuparse el poeta más que por lo que había dentro de él: «Si attendis quid apud te sis intus, non curabis quid de te loquantur homines». Estas palabras de Kempis podrían resumir mi vida y mi obra. Y ya dentro de mi alma, rosa obstinada, me río de todo lo divino y lo humano, y no creo más que en la belleza».

Muchos no entendieron entonces y aún hoy otros siguen sin comprender esta vocación de soledad del poeta y lo han tildado de «señorito andaluz», o de «aristócrata». Juan Ramón Jiménez se defendía de esta incomprensión general afirmando que su «apartamiento», su «soledad sonora» o su «silencio de oro» no provenían de ninguna falsa aristocracia, sino del pueblo, la única aristocracia verdadera. Y que su afán de soledad en la poesía lo aprendió observando desde niño en su Moguer al hombre del campo, al carpintero, al marinero, solos en sus quehaceres y dedicados con amor a su cotidiano trabajo gustoso. En su conferencia Política poética expresó detalladamente estas ideas sobre la armonía íntima y cómo el gusto por el trabajo propio debe llevar necesariamente al hombre al respeto por el trabajo ajeno. Sin duda el espíritu institucionista de Giner subyace en estas ideas.

A pesar de esta búsqueda interior incesante Juan Ramón Jiménez no fue nunca un poeta encerrado y aislado de los demás en su torre de marfil, sino que fue un poeta de azotea abierta y limpia: «Alto y para todos», tal como afirmaba como definición estética propia. ¿Quién no recuerda esas fotografías de Juan Ramón con los jóvenes poetas del 27 en la terraza de su domicilio en la calle Lista, 8 de Madrid? Si hay un poeta que fue abierto y generoso con los noveles ese fue sin duda Juan Ramón Jiménez Él les abrió no sólo su azotea a Jorge Guillén, Federico García Lorca, Gerardo Diego, León Felipe, sino también las páginas de sus revistas. En Índice, o Ley aparecieron poemas de todos ellos desde Manuel Altolaguirre, a Dámaso Alonso. Estos nuevos poetas publicaron sus primeros trabajos, e incluso sus primeros libros en su Biblioteca de Índice. Allí aparecieron Presagios, el primer libro de Pedro Salinas, o también los de José Bergamín, Benjamín Palencia o Francisco Bores. Además prologó gustoso Marinero en tierra, el primer libro de Rafael Alberti. Ahí, en lo poético, sí era Juan Ramón Jiménez un poeta abierto y generoso, pero no en la adulación del homenaje, o en la vanidad de la tertulia de café. El único interlocutor válido de Juan Ramón Jiménez fue la verdadera poesía en sus distintas manifestaciones.
 
Sólo tras un continuado ir por dentro, en ese ensimismamiento consciente del poeta por la belleza puede llegar este a exclamar en su poema «El otoñado»: «Estoy completo de naturaleza». Es ese un momento alto de plenitud poética, de vida lograda en que el esfuerzo y la vocación verdadera por ser no ya poeta, sino poesía se cumple. Y también en ese mismo poema Juan Ramón Jiménez exclama pleno: «Chorreo luz: doro el lugar oscuro», porque ya siente que ha superado la mera condición de poeta para ser él mismo ya Poesía. Por eso para qué insistir entonces en firmar sus poemas o sus cuadernos con su nombre, el poeta se diluye en apenas sus propias iniciales Juan Ramón Jiménez o en «El cansado de su nombre». Y ello es porque siente que ya ha llegado, que el tiempo que ha alcanzado por la poesía no es más sucesión, más renovación, sino que Juan Ramón Jiménez ya ha logrado nada menos que «la estación total», es decir, la estación en la que el hombre suma ya todas las estaciones de su vida. Lo cual no quiere decir por otro lado, que su tarea como poeta no siga sujeta a ese axioma invariable e ideal de la constante corrección y revisión de su obra. Porque desea que todos sus poemas estén en consonancia con esta conquista de un tiempo atemporal y último en que queda subsumido toda edad anterior. Pero todo este proceso que intentamos mostrar ha sucedido en un acontecer vital, durante un tiempo externo e histórico, juzgado por los demás.
 
El poeta siente la necesidad de aislar su yo íntimo del mundo exterior, de que nada perturbe su plenitud de soledad y les pide a los demás tan sólo el justo olvido para quien ha entrado de manera suficiente en el centro de su alma y es ya «universo», «uno» que se basta a sí mismo. Los versos del poema «El ser uno», incluido en Canción lo muestran con total claridad: «Que nada me invada de fuera, / que sólo me escuche por dentro, / yo dios / de mi pecho. / (Yo todo: poniente y aurora, amor, amistad, vida y sueño. Yo solo universo.) / Pasad, no penséis en mi vida, / dejadme sumido y esbelto. / Yo uno / en mi centro.» Dentro del poeta está la eternidad y no necesita ir hacia nada ni nadie, pues la plenitud está en su interior: «no tiendo ya hacia fuera / mis manos. Lo infinito / está dentro».

Estamos ante un dios que surge de una religión inmanente, un dios-poeta que habita dentro del mismo poeta. Y es este uno de los momentos más difíciles de seguir en Juan Ramón Jiménez y que no ha sido suficientemente entendido, pero tal y como intentamos mostrar es una consecuencia lógica de un credo poético, estético y ético ala vez, que se basa en el simbolismo y en los postulados del krausismo. No hay por lo tanto un paso en falso, ni tampoco un salto inexplicable, sino una progresiva evolución siempre en el mismo sentido hacia el interior en pos de la belleza y de la verdad, atributos de la eternidad. Quizá ahora resulte más comprensible esa aventura poético-religiosa de Juan Ramón Jiménez, sobre todo si consideramos que poesía y religión verdaderas resultan siempre experiencias interiores.

Este descubrimiento no ha sido motivado por ningún acontecimiento externo, sino fruto de un paulatino proceso de interiorización e introspección. Ahora el poeta mira hacia atrás y se reconoce consecuentemente siempre igual desde sus inicios aunque su expresión no haya sido siempre tan lograda y por ello precise rehacerla.

A partir de 1936 se inicia en Juan Ramón Jiménez un doble exilio: al exilio en la Poesía en que vivía el moguereño hasta entonces hay que añadir ahora el exilio físico de España que impone la guerra civil.
Transcurridos en Cuba ya los primeros años de silencio e imposibilidad física y espiritual para escribir, de nuevo Juan Ramón Jiménez regresa a su centro extrañado, del que los acontecimientos históricos le habían enajenado. Es decir, por el contrario de lo que afirman algunos estudiosos, la poesía de Juan Ramón Jiménez ya había atisbado antes de 1936 el máximo descubrimiento de su yo: su dios.

Resultaría extraño y paradójico que Juan Ramón a raíz de su exilio en 1936 iniciase entonces el gran descubrimiento poético de su dios interior, si no lo hubiese atisbado ya anteriormente en su poesía tal y como hasta aquí venimos mostrando. Las duras y adversas condiciones vitales del poeta en América no fueron muy propicias para ello. Es más nos atreveríamos a afirmar que Juan Ramón Jiménez sufrió el exilio de manera distinta gracias a su previo exilio poético durante tantos años, a que ese mundo íntimo y rico de su poesía creado por él en los años precedentes fue su otra patria, su patria poética, en la que vivió a lo largo de su vida y de la que tan sólo era expulsado temporalmente por sus neurosis depresivas que lo recluían en los hospitales.

Así pues, Juan Ramón Jiménez regresa en América a su tiempo conquistado y detenido de su «estación total», expresión que ya aparece en 1933 en su retrato de Alfonso Reyes, en la que canta «la nueva luz» sentida. La luz de un «centro rayeante», de un tiempo que ya ha desaparecido, que el poeta ha conquistado, un tiempo del que no queda ahora sino un vasto «Espacio» que es el de la conciencia. Un lugar abierto e inmenso de soledad, pues el poeta está a solas con su conciencia y por ella se pregunta y establece un diálogo consigo mismo, un fluir de conciencia que conoce finalmente que todo ha sido el fruto de un rapto y una entrega a una conciencia más amplia y universal en la que se ha de fundir toda la existencia. La palabra poética ha alcanzado el nombre conseguido de los nombres, en el que se fundirá el poeta y su conciencia y su nombre conseguido.

Ezra Pound que había quedado impresionado tras su lectura de Animal de fondo (1948), de Juan Ramón Jiménez citó al poeta en el canto XC de su libro Los cantos pisanos: «"De fondo" dijo Juan Ramón, / como sirena, hacia arriba,». Sí, desde su fondo nos habla ya Juan Ramón Jiménez, un fondo plenamente conseguido y en el que ha hallado después de tanta búsqueda su propio dios.

En una carta a Gullón fechada el 30 de enero de 1953 le dice: «El poeta es el hombre que tiene dentro un dios inmanente…». El poeta dice refiriéndose a dios, que él, el poeta, está «dentro de tu conciencia jeneral estoy / y soy tu secreto, tu diamante, / tu tesoro mayor, tu ente entrañable».

En el poema «La fruta de mi flor» escribe: «Esta conciencia que me rodeó / en toda mi vida, / como halo, aura, atmósfera de mi ser mío, / se me ha metido ahora dentro. / Ahora el halo es de dentro / y ahora es mi cuerpo centro / visible de mí mismo». Y exclama después de toda una vida de búsqueda el descubrimiento ansiado, el poeta ha encontrado a dios en su interior: «Dios, ya soy la envoltura de mi centro, / de ti dentro.»
Dios estaba ahí dentro del poeta. Ha sido necesario un largo proceso para que fuera posible este dichoso encuentro.

Cuando Rubén Darío afirmó «usted va por dentro» no le dijo a Juan Ramón Jiménez hacia dónde iba, pero en su «Atrio» a Ninfeas sí le pidió que siguiera un camino propio: «Sigue, entonces, tu rumbo de amor. Eres poeta. / La Belleza te cubra de luz y Dios te guarde». Juan Ramón buscó en su interior durante toda una vida poética la belleza eterna hasta que esta le llevó a descubrir a dios en su yo. Sin duda, muy pocos, quizá tan sólo Rubén Darío y Francisco Giner atisbaron en el joven poeta Juan Ramón Jiménez al hombre que llevaba dentro de sí un dios inmanente.

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