Quienes pasan del
deslumbramiento y del vértigo de Hojas de Hierba a la laboriosa lectura de
cualquiera de las piadosas biografías del escritor, se sienten siempre
defraudados. En las grisáceas y mediocres páginas que he mencionado, buscan al
vagabundo semidivino que les revelaron los versos y les asombra no encontrarlo.
Tal, por lo menos, ha sido mi experiencia personal y la de todos mis amigos.
Uno de los propósitos de este prólogo es explicar, o intentar, una explicación
de esa desconcertante discordia.
Dos libros memorables
aparecieron en New York el año 1855, ambos de índole experimental, ambos muy
distintos. El primero, inmediatamente famoso y ahora relegado a las antologías
escolares o a la curiosidad de los eruditos y de los niños, fue el Hiawatha de
Longfellow. Éste quiso donar a los pieles rojas que habían habitado New England
una epopeya profética y mitológica en lengua inglesa. En pos de un metro que no
recordara los habituales y que pudiera parecer aborigen, recurrió al Kalevala
finlandés, que había forjado —o reconstruido— Elias Lónrot. El otro libro,
entonces ignorado y ahora inmortal, fue Hojas de hierba.
He escrito que los dos
eran distintos. Innegablemente lo son. Hiawatha es la obra meditada de un buen
poeta que ha explorado las bibliotecas y que no carece de imaginación y de
oído; Hojas de hierba, la inaudita revelación de un hombre de genio. Las
diferencias son tan notorias que resulta increíble que ambos volúmenes fueran
contemporáneos. Un hecho, sin embargo, los une: los dos son epopeyas
americanas.
...
He hablado de epopeya.
En cada uno de los modelos ilustres que el joven Whitman conocía y que llamó
feudales, hay un personaje central —Aquiles, Ulises, Eneas, Rolando, El Cid,
Sigfrido, Cristo— cuya estatura resulta superior a la de los otros, que están
supeditados a él. Esta primacía, se dijo Whitman, corresponde a un mundo
abolido o que aspiramos a abolir, el de la aristocracia. Mi epopeya no puede
ser así; tiene que ser plural, tiene que declarar o presuponer la incomparable
y absoluta igualdad de todos los hombres. Semejante necesidad parece conducir
fatalmente a un mero fárrago de la acumulación y del caos; Whitman, que era un
hombre de genio, sorteó prodigiosamente ese riesgo. Ejecutó con felicidad el
experimento más audaz y más vasto que la historia de la literatura registra.
Hablar de experimentos
literarios es hablar de ejercicios que han fracasado de una manera más o menos
brillante, como las Soledades de Góngora o la obra de Joyce. El experimento de
Whitman salió tan bien que propendemos a olvidar que fue un experimento.
En algún verso de su
libro, Whitman recuerda telas medievales con muchos personajes, algunos
aureolados y preeminentes, y declara que se propone pintar una tela infinita,
poblada de infinitos personajes, cada cual con su aureola. ¿Cómo ejecutar
semejante hazaña? Whitman, increíblemente, lo hizo.
Necesitaba, como Byron,
un héroe, pero el suyo, símbolo de la múltiple democracia, tenía forzosamente
que ser incontable y ubicuo, como el disperso Dios de Spinoza. Elaboró una
extraña criatura que no hemos acabado de entender y le dio el nombre de Walt
Whitman. Esa criatura es de naturaleza biforme; es el modesto periodista Walter
Whitman, oriundo de Long Island, que algún amigo apresurado saludaría en las
aceras de Manhattan, y es, asimismo, el otro que el primero quería ser y no
fue, un hombre de aventura y de amor, indolente, animoso, despreocupado,
recorredor de América. Así, en alguna página de la obra, Whitman nace en Long
Island; en otras, en el Sur. Así, en una de las piezas más auténticas del Canto
a mí mismo, refiere un episodio heroico de la guerra de México y dice haberlo
oído contar en Texas, donde no estuvo nunca. Así, declara haber sido testigo de
la ejecución del abolicionista John Brown. Los ejemplos podrían multiplicarse
abrumadoramente; casi no hay página en que no se confundan el Whitman de su
mera biografía y el Whitman que anhelaba ser y que ahora es, en la imaginación
y en el afecto de las generaciones humanas.
Whitman ya era plural;
el autor resolvió que fuera infinito. Hizo del héroe de Hojas de hierba una
trinidad; le sumó un tercer personaje, el lector, el cambiante y sucesivo
lector. Éste ha tendido siempre a identificarse con el protagonista de la obra;
leer a Macbeth es de algún modo ser Macbeth; un libro de Hugo se titula Victor
Hugo narrado por un testigo de su vida; Walt Whitman, que sepamos, fue el
primero en aprovechar hasta el fin, hasta el interminable y complejo fin, esa
identificación momentánea. Al principio recurrió al diálogo; el lector conversa
con el poeta y le pregunta qué oye y qué ve o le confía la tristeza que siente
por no haberlo conocido y querido. Whitman responde a sus preguntas:
Veo al gaucho que cruza
la llanura,
veo al incomparable
jinete de caballos con el lazo en la mano,
veo sobre las pampas la
persecución de la hacienda brava.
Y también:
Éstos son en verdad los
pensamientos de todos los hombres en todas
las épocas y países: no
son originales míos.
Si no son tan tuyos
como míos, son nada o casi nada,
si no son el enigma y
la solución del enigma, son nada,
si no son tan cercanos
como lejanos, son nada.
Ésta es la hierba que
crece donde hay tierra y hay agua,
éste es el aire común
que baña el planeta.
Innumerables son los
que han imitado, con éxito diverso, la entonación de Whitman: Sandburg, Lee
Masters, Maiakovski, Neruda... Nadie, salvo el autor del inextricable y
ciertamente ilegible Finnegans Wake, ha vuelto a acometer la creación de un
personaje múltiple. Whitman, insisto, es el modesto hombre que fue desde 1819
hasta 1892 y el que hubiera querido ser y no acabó de ser y también cada uno de
nosotros y quienes poblarán el planeta.
Mi conjetura de un
triple Whitman, héroe de su epopeya, no se propone insensatamente anular, o de
algún modo disminuir, lo prodigioso de sus páginas. Antes bien, se propone su
exaltación. Tramar un personaje doble y triple y a la larga infinito, pudo
haber sido la ambición de un hombre de letras meramente ingenioso; llevar a
feliz término ese propósito es la proeza no igualada de Whitman. En una
polémica de café sobre la genealogía del arte, sobre los diversos influjos de
la educación, de la raza y del medio ambiente, el pintor Whistler se limitó a
decir: Art happens (El arte sucede), lo cual equivale a admitir que el hecho
estético es, por esencia, inexplicable. Así lo comprendieron los hebreos, que
hablaban del Espíritu; así los griegos, que invocaban la musa.
...
El idioma de Whitman es
un idioma contemporáneo; centenares de años pasarán antes que sea una lengua
muerta. Entonces podremos traducirlo y recrearlo con plena libertad, como
Jáuregui lo hizo con la Farsalia, o Chapman, Pope y Lawrence con la Odisea.
Mientras tanto, no entreveo otra posibilidad que la de una versión como la mía,
que oscila entre la interpretación personal y el rigor resignado.
Un hecho me conforta.
Recuerdo haber asistido hace muchos años a una representación de Macbeth; la
traducción era no menos deleznable que los actores y que el pintarrajeado escenario,
pero salí a la calle deshecho de pasión trágica. Shakespeare se había abierto
camino; Whitman también lo hará.
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