miércoles, 2 de diciembre de 2009

El caso extraño de un terco texto: "Rayuela"





Algo extraño le pasa a Rita. En sus búsquedas cotidianas del extraño caso "del estado de la cuestión", este texto se topó con ella. Su ego académico la hizo rechazar de inmediato un texto bloggero. Sitios "no serios" donde cualquiera publica cualquier "cosa", sin orden, sin objetividad, en fin, sin academia que sustente lo dicho, poco menos la intención de hacerlo. Por tanto, click a la flecha de regresar a la búsqueda. Nada, la pantalla sigue ahí en ese texto. Doble click. Nada. La pantalla detenida en el tiempo infinito. ¿Por qué este texto se empeña en anclarse a mi pantalla?, se pregunta Rita. Cede. Comienza, por curiosidad, a leer. Su maltratado ego se cuestiona ¿cómo es posible que alguien escriba un texto sobre un texto que no ha leído, pero que sin embargo, se nota que ha leído? ¿A quién le importa lo que hemos dejado de leer? Rita se empeña en seguir leyendo. El texto no es bueno, pero sí el ejercicio paradojal (palabra inventada por Rita). Por eso lo quiere compartir, por ser un texto terco (supongo que en este blog, ella comparte para sí misma porque los comentarios no suelen, precisamente, llover).





Nunca he leído Rayuela
de Alan On


Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos.



En ese entonces la felicidad venía en tamaño águila, aunque en las revistas usadas todavía era posible encontrar los comic tamaño colibrí que en su portada tenían impreso el costo de dos pesos, lo que facilitaba el regateo, más difícil conseguir precios bajos en la serie avestruz, el tamaño ameritaba un intercambio más largo con el dueño del local que hoy todavía está en la calle de Antonio Caso, un cuarto pequeño que se desborda hacia la calle, una lengua de libros y revistas que lame la banqueta y ofrecía en ese entonces la maravilla de cinco o siete ejemplares de The Spirit, sobre los que me abalanzaba como si fueran el arca de la alianza.



Así de simple era la felicidad, entre dibujos de Will Eisner y revistas con un sello ovalado que encerraba el ave que distinguía las series de Bat Man el Hombre Murciélago, El Asombroso Hombre Araña y Diabólico ¡El hombre que no teme a nada!, y sí, a veces los libros, los que estaban a la mano, los que había en una casa clasemediera donde a los padres les entraba la preocupación de que sus hijos debían ser mejores que ellos y los libros tenían cierto prestigio, sobre todo las enciclopedias que vendían, todavía, de casa en casa.

En ese entonces no me decían que no, tampoco daba muchas oportunidades para que me negaran algo porque no pedía, ¿qué se puede pedir a esa edad si el mundo estaba a la mano?: cruzando la calle el parque de senderos adecuados para la bicicleta y los patines, ese jardín que se unía a la placa gigantesca del Monumento a la Madre, con su plancha del tamaño justo para el futbol, el tochito o el beisbol; sin cruzar la calle se podían satisfacer todas las necesidades y placeres: un puesto de revistas bien surtido;, dos hoteles con alberca a los que nos colábamos en verano; una panadería y su cálido aroma a bolillo crujiente; la rosticería con su espectáculo de pollos dorados; una cantina con su letrero empolvado que anunciaba no se permitía la entrada a uniformados y damas; una dulcería que mezclaba pirámides de lenguas de gato y billetes de lotería; El sol de oriente donde sabios caballeros de bata blanca no necesitaban preguntar cómo se quería el corte; pero sobre todo, por encima del tendajón mixto con sus verduras asoleadas o la vieja terminal de autobuses o el local de pozole y quesadillas, en la acera de Insurgentes La Especial de París: el helado de vainilla servido en una copa metálica, una foto en blanco y negro donde dos mujeres miran desde 1920 cómo preparan una soda italiana, unas crepas de cajeta, el temblor que provoca en el comensal el ritual de quitarle la tapa a una naranja rellena de una nieve cremosa que obliga a la blasfemia: se cierran los ojos y se adquiere la certeza de que Dios es el rumor dulce con que estalla el sabor tras la primera cucharada.

Y un día, en esa misma acera, se estableció lo que faltaba para que la representación del mundo y sus placeres estuviera completa, en la planta baja del edificio que en ese entonces me parecía altísimo el periódico El Día instaló sus oficinas y una librería, ¿El gallo ilustrado?

A partir de ese día comencé a pedir, cómo no hacerlo, todas las tardes en el camino se cruzaban en mi camino, las portadas bellísimas, los muchos libros acomodados de frente al peatón, una invitación a detenerse y mirar, desear. Recuerdo los cristales y mi propio reflejo apagado como fantasma ante la presencia sólida de los libros, recuerdo que eran demasiados, pero es una memoria donde todo se mezcla, un muro de portadas de libros donde no se distinguen bien a bien los títulos. Sólo uno, entre todos esos, Rayuela, la portada nada llamativa de la edición en Bruguera Libro amigo, una portada más anodina que sencilla, de tonos verdes, dos nombres Julio Cortázar, Rayuela y el borde de una carta, un sello postal, el timbre y lo quise y los 686 pesos de su costo eran una suma exorbitante para mi bolsillo, de hecho para el bolsillo de mi madre también lo era, o quizá, sólo quizá, retardo la compra del libro que pedí porque no supe explicar la razón de mi deseo.

Todavía hoy no puedo explicar las razones del deseo de precisamente ese libro, no sabía nada del libro, sí, rayuela le decían al avión que se pintaba con gises en el patio de la escuela, sí, supongo que leí algo en los libros de texto del tal Julio Cortázar, sí pero, es que lo quiero. Madre mirando desde arriba, en ese entonces era más alta que yo, sin entender, supongo cómo deseaba tanto algo que no sabía qué era y yo frustrado porque tampoco sabía. Yo prometiendo que no iba a pedir nada en mucho tiempo, tantos días como fueran necesarios para abarcar los más de 600 pesos. El recordatorio: siempre me porto bien, en la escuela inmejorable, hago todo lo que me dicen, no hago berrinches… Hasta que una tarde por fin tuve el ejemplar en las manos. Madre me pidió que la acompañara y yo no pregunté porque estaba haciendo méritos, porque en el fondo sabía que ese era el día y la emoción de recibir el ejemplar que tomaban de la vitrina y no así sin bolsa.

Pero yo nunca he leído Rayuela.

Sí tuve el ejemplar en la pésima edición de Bruguera. Julio Cortázar en letras negras, Rayuela en blanco sobre un fondo verde, la imagen del sobre que anuncia el envío vía aérea, los tres timbres de la República Argentina, el diseño de cubierta que se acredita a Soulé-Spagnuolo y el anuncio de que es la tercera edición: febrero 1981, de ISBN 84-02-06740-9, en el lomo el logotipo del gato negro y abajo los números 502/680. Todavía tengo el maltratado ejemplar, como la mayoría de mis libros tiene anotaciones, mi apellido en la primera hoja (esa sensación de que algo te pertenece), la ha caído líquido (supongo café), el sol se ha comido los colores de la portada, se han desprendido bloques enteros de hojas, al tomar el ejemplar éste se empeña en ofrecer el nombre de Berthe Trépat en el capítulo 23, o bien invita a comenzar la lectura a partir de los capítulos prescindibles… y a pesar de lo que indican mis subrayados y notas, sé que no lo he leído.

Sí, hubo una fiebre por acomodarse en el sillón verde de la sala y comenzar a leer, sé que tuve el lápiz en la mano, sé que se me cortó el aliento ante el Tablero de dirección (¿lo ve mamá?, el libro es muchos libros, vale los 600 pesos) y sé que leí y leí y leí… No entendí nada, todo era pura emoción, similar a la de subirse a la montaña rusa la primera vez que, al menos en mi caso, fue un miedo razonado que se desvaneció súbito ante el deseo de recordar las sensaciones, el vértigo.

Leer una y otra vez y en el vértigo alcanzar a apuntar los nombres, subrayar las referencias, todo lo que tenía que ver, leer, probar, escuchar. No leí Rayuela porque a partir de ese momento se transformó en guía de lo que tenía que conocer. No leí Rayuela porque nunca quise ser Oliveira y prometí jamás enamorarme de ninguna Maga, en un código que he roto estaba inscrito que jamás me comportaría como Ossip Gregorovius para que nadie me tuviera esa lástima que le dispensan… yo lo que quería era ser Morelli, entender, escribir.

Entonces a buscar quiénes eran todos esos nombres, qué era el cuarteto de Durrell sobre el que Pola se echaba arropada en un poncho mexicano, qué pintaba el tal Clorindo Testa o escribía Bioy Casares que tanto le gustaban a Talita, qué significaba una postal de Klee y quedar prendado para siempre de pinturas que ni siquiera se mencionan en Rayuela, por supuesto, al llegar a los capítulos prescindibles engrosar la lista de lo que estaba obligado a conocer, leer, por qué citaba Morelli a Gombrowicz, Octavio Paz, Hofmannsthal, Kafka, Bataille, Rimbaud, Ferlingheti, Lowry o T.S. Eliot. Con esos nombres apuntados en una lista volví a la librería de El Día. La otra lista, la de la música, me llevó un poco más lejos de casa, en la calle de Río Tiber estaba AB discos y ahí iba a que se rieran de mí, no sé si se burlaban, pero quienes me atendían sonreían con asombro al verme leer mi lista y preguntar: ¿tiene discos de Ella Fitzgerald, Oscar Peterson, Louis Armstrong, Thelonius Monk, Art Tatum, Billie Holliday…?

Podría engañar al interlocutor que se deje culpando a Rayuela de que la canción más triste del mundo, al menos con la que lloré una de esas decepciones amorosas que parecen definitivas fue Into each life some rain must fall y mientras lloraba escuchando a la Fitzgerald con el Oscar Peterson Trio, pero esa pieza no aparece en el libro de Cortázar, por más que la busqué, muchos años después de la edición de Bruguera, ya en la edición de Planeta-Agostini, el número 3 de la colección Historia de la Literatura Latinoamericana que vendían semanalmente en los puestos de periódicos, un libro y un fascículo coleccionable. Edición de la que tengo dos ejemplares porque además del que adquirí, una mujer me lo regaló y puso la siguiente dedicatoria: “Lo encontré en la bodega de un viejo librero, me dijo que ni la humedad podía con tipos como este Cortázar. Para tu colección”

No he leído Rayuela porque cambié todo lo que en ese entonces me hacía feliz y era simple en sus tamaños colibrí-águila-avestruz por el suplicio satisfactorio de tratar de entender, salté de Bruguera a la edición de Ediciones Alfaguara S.A., que me parecía elegante, muchísimo que la actual de Alfaguara Literaturas, aunque mi preferida era la de Alianza Editorial, el diseño de la cubierta de Daniel Gil era para mí el libro, claro, no conocía la edición de Andrés Amorós (¡un mapa!) que entonces fue la que traje de un lado a otro y me parecía la definitiva, la que intenté no rayar (tanto) o mejor dicho, la que me decidió a cambiar los subrayados por unas flechas pequeñas en la línea que deseaba recordar (no temas lector, no citaré el capítulo 7, ni el 41, ni…).

No he leído Rayuela porque comencé a coleccionarlas, en uno de esos rituales incomprensibles que hoy sé muchos seguidores del culto Cortázar practican, la corona de la colección, por supuesto, la Sudamericana que hoy venden por internet e inicia una subasta en 700 euros, pero no me gusta recordar que alguna vez tuve ese ejemplar, porque me invade la ira y no me gusta desearle mal a nadie, porque hay errores que no se debe uno permitir y, en fin… Mejor acariciar la edición crítica a cargo de Julio Ortega y Saúl Yurkievich, repasar con los dedos los post it con que me iba guiando en otra lectura posible.

Nunca he leído Rayuela, por más que cada una de las ediciones que tengo, las marcas que dejo en los libros, quieran desmentirme porque soy incapaz de entender que ya es una obra superada, que la acusen de jueguito o experimento mediocre, porque me emperra que ante la ausencia de ideas propias y en un afán de estar a la moda se aprecie Los detectives salvajes comparando lo que escribió Bolaño con lo que creó Cortázar, y me hace enojar tanto la estupidez borreguil porque adivino la lectura apresurada del comentario que hace Enrique Vila-Matas en la edición de Anagrama: “una novela que bien podría ser —ahí donde la ven— una fisura, una rotura muy importante para lo que hasta ahora ha ido haciendo una generación de novelistas: un carpetazo histórico y genial a Rayuela de Cortázar y de la que Los detectives salvajes bien podría ser su revés, en el amplio sentido de la palabra revés”, pero al robar la idea y no pensar se tergiversa el comentario y entonces una es mejor que la otra, como si fuera concurso de quién puede decir más rápido desemperejilaré. Nunca he leído Rayuela porque no veo en esas páginas un libro y entonces me aburro al tener que formular una defensa (que no necesita) ante quienes sólo pueden hacer crítica a partir del borrón y cuenta nueva o la necedad de la novedad y la experimentación que es agua tibia.

No he leído Rayuela porque me asumí lector hembra y fui de la página uno hasta el final; porque intenté ser lector macho y puse palomita en cada uno de los capítulos del Tablero de dirección hasta quedar atrapado en el loop final; quise ser nomás yo ante el libro y no pude evitar el deseo de viajar, el suspiro: ah París, ah Buenos Aires; porque a veces me da por pensar que es posible tender un tablón entre la ventana del otro y la propia, con una invitación a que lo cruce antes de que llegue Gekrepten a cambiar el ciclo del mate por el sector café con leche; porque irremediable sé que aunque nunca haya querido ser Oliveira, lo mío será también reventar de una oclusión intestinal, la gripe asiática o un Peugeot 403; porque ante la maravilla de las Gymnopedies he pensado en qué sucedería si fuera Madame Trépat la que pusiera las manos sobre el piano; o en los años de pobreza, cuando la bolsa de plástico se abrió paso por el hoyo inmenso del tenis y llovía y la vergüenza y la tristeza de no tener un clavo se consolaba ante la perspectiva que sí podría ser peor, podría estar con Emanuèle rumbo al kibbutz del deseo; o bien he sido tentado por la idea de entregar una hoja para ver si esa ella le quita la pulpa y deja sólo las nervaduras, para así proponerle que hagamos el amor, sí, como dos músicos que se juntan para tocar sonatas…

No he leído Rayuela porque no la sé de memoria, porque en la conversación con los amigos, con los otros fanáticos, me he escuchado pedir que me cuenten, como quien tiende la mano e invita a bailar porque es fácil, con tal de recordar a través de ellos al Club o que Traveler nunca se ha movido de la Argentina o quién peinaba al gato calculista; sí, porque mis dos primeros gatos se llamaban Horacio y Manú, qué se le va a hacer, abundo en incongruencias.

No tengo justificación, ni siquiera creo que sirva decir que tras la edición de Bruguera Libro amigo y no entender nada, las visitas siguientes a esa librería que estaba a unos cuantos pasos de casa fueron para comprar sus libros, todos sus cuentos, todo lo que encontrara, y sí Bestiario, Los premios, Silvalandia, Territorios, Prosa del observatorio, Octaedro, que pocas emociones como encontrar la primera edición de Ceremonias, casi comparable como entrar a esa librería (también sobre Insurgentes pero al sur) donde encontré una pila de ejemplares de Fantomas contra los vampiros multinacionales o el orgullo con que veo los hasta hace poco “cuentos completos” en cuatro tomos de Alianza Editorial; podría aducir en mi defensa que pienso en las obras completas de Galaxia Gutenberg y algún día, algún día.

Justificarme, la mirada baja, citando algo encontrado en los tres tomos de obra crítica en Alfaguara o recitando (qué más da) alguna de las traducciones de Cortázar en su Imagen de John Keats, o ya en plan de echar toda la carne al asador mencionar el Diario de Andrés Fava

No, no he leído Rayuela, quizá es tiempo de regresar a ese entonces cuando la felicidad venía en tamaño águila y el mundo todo cabía entre cuatro calles.

Quizá es tiempo ya de sacarme de encima todos estos hilos que traigo en el bolsillo, arrollar un piolín negro al picaporte, parapetarme tras las palanganas acuosas y darle una oportunidad a ese libro, quizá.


En Espiral, le agradece la visita.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.