martes, 19 de mayo de 2009

Allá, pero dónde Julio, y cómo.


Rita Márquez

Para ti Julio que tanto me has querido.

En la esquina de una habitación, en aquel departamento parisino en el que vives tus últimos años, te encuentro de espaldas a una puerta abierta a la blancura. La luz que entra, no sólo por la ventana le da ángulo a tu cuerpo; la pared, la cajonera —sobre la que hay un radio—, y más arriba un cuadro enmarcando el dibujo de un gato a pluma, y claro, el librero que se asoma al encuadre, todo barnizado por el blanco de la fotografía, tal vez incluso de la realidad.

Mirarte ahora en esta vieja fotografía con tu mirada de gato verde; tú que eres la única ventana de la esfera que hace de la vida un juego inesperado, siempre bien agradecido y lleno de huellas púrpuras que te esconden por debajo de tantas cuartillas con interminables caminatas, un café escondido por un caracol y un cigarrillo. Una pequeña frase es suficiente para escuchar tu voz e imaginar que andas por ahí mirando siempre por encima del hombro, diciendo vaya a saber qué: ahí, pero dónde, cómo.

Ahí estás, sentado en el suelo con tu cámara en la mano. Tienes tus piernas en ele, como si no hubiera otra forma de acomodar tus dos metros de estatura en aquel rincón. Tu expresión es peculiar: no miras a la cámara –la “otra”, la del “otro” ubicada al “otro lado”-, más bien miras sorprendido desde la ventana que da al balcón; ese balcón que en la parte de la recámara abierta se hace silla, bolsa, acero borroneado por la bruma, y que en el preludio de tocarte se hace casi página en blanco; se hace también mecedora de granadillo y mimbre. Señalas con un dedo y con una sonrisa ese ser que se asoma desde el balcón, que coloca su pata en la ventana y te observa, y se reconocen como dos gatos que son incapaces de presumir la sabiduría que hay más allá de sus miradas.

En una cita en esta tierra de papel rayado, te encuentra altísimo y sorprendido, con barba o sin barba, con lentes o sin lentes, con la mano recargada en el rostro o sosteniendo la trompeta. Y esa sonrisa de placidez aunque se tengan los zapatos inundados en lluvia, y seas tú el que frota la mente dentro de un caleidoscopio de la escritura, en el reflejo Rembrandt que ilumina toda figura literaria fuera de sus casillas, pululando hacia los lados en lugares siempre insólitos.

El gato —Heidegger— es el detonante del instante que hace posible tu sonrisa de Julio y el movimiento de tu mano hacia arriba, como si el acto siguiente fuera acercar el dedo al vidrio, y entonces recorrer con un dedo la humedad del vidrio sobre la que descansa la bruma y la mirada de Heidegger: un juego de perspectiva para seguir sonriendo, para después abrir la ventana y dejar que entre. Tomar esa taza de café y respirar la mañana, dar de comer al gato como si el tiempo fuera eterno.

El impacto sufrido por esta fotografía, el puctum, diría Barthes, fue la taza de café, precisamente esa taza de café tan reconocida por mí, esa taza que descansa sin premura alguna sobre mi mesa, esa taza que por supuesto, (y esto lo sabe de sobra Julio), un buen día no está, ese gato que también se va, esa bruma de tarde o mañana que vuelve siempre con otras personas, ese tiempo que el jazz puede eternizar en nuestros oídos, esos cuadros que inmovilizan el tiempo, la cajonera de la que hoy puedo sacar unos cigarros y mañana, tal vez no sea yo la que cierre la puerta o vea las nubes desde mi ventana, acaricie a mis gatas que no existen, y la vida, la vida me sorprende tanto que ese instante fue, ese instante es en un libro, es en la memoria de nadie, sólo lo que yo pueda imaginar, esa sonrisa que siempre se vuelve a encender, -yo no sé cuántas veces.

Las ideas —después de sostener tu voz ronca sobre cualquier libro— van subiendo en popote ondulado, sobrepasan todo sueño de atmósfera cronopial, porque derribas el universo deletreado entre realidad y ficción, muerte y vida. No es un querer superfluo, no es la obra de arte que se admira sin entender, no es la magia y las frases comunes de tantas personas que han evocado tu nombre; es lo que encierra toda noción de paradigma contenido en lo que tu dedo muestra, cual pajarito mandón, de lo que es-estar-aquí;

respirando,
bajo la nube que se parece tanto a
fumando un cigarro mientras buscas
Comprender; no la escritura, el tiempo recubierto por ese musgo que es el amor.
La comezón de vivir todos y cada día que se suponen en la vida misma.

(Parece complicado) Sólo es saber desde allá: en donde te encuentras en este mismo tiempo, vivo y muerto, siendo dentro de la telaraña de rocío, o el pato que nunca mira porque corta el lago y lo hace infinito, nimio. Este es el cielo y la tierra causa de interminable persecución.

Después, ya no hay remedio. Se tiene una solución más amable del presente, de la anegada rutina y mañana, ayer —que es lo mismo— no se regresa al mismo sitio, porque cada momento es violentado por una cuchara pequeña, un guiñapo de casualidad, un acuario, un cordón de brownie que ahorca nuestro dedo y es suficiente —Julio, siempre ahí pero dónde, cómo— porque una frase se convierte en el transporte ideal para llegar hacia aquel lado que no imaginas, ni inventas, simplemente solucionas.

Y qué alivio para respirar hondo y saberse dentro.

¿Y entonces por qué duele?

¿Cómo soltar la realidad (nuestro fragmento de pieza amaneciendo a destiempo) a situaciones análogas?

¿Cómo entonces..?

—Sábelo allí, donde estés—

Te veo sentado en la cocina de la abuela, el piso está inundado y te empapa los zapatos. Ves detenidamente el calendario, exhalas humo.

Giras la cabeza y me ves.

No te sorprendes.

Sonríes.

Te hago una pregunta.

Mi sueño es la pregunta, todo ese tiempo que sólo cabe en mi mente. Aprietas tu dedo contra mi boca, como tantas veces lo he leído, ese gesto que consiste en vaciar verticalmente nuestro encuentro para ponerlo a salvo y aguardar, esperar el remedio que parece salir fuera de control, como si pudieras medir con alfileres una época que no me corresponde, tampoco a ti, y esa tristeza se va flotando como botella al mar para tus ojos, esa manita que se alarga sin poder tocarte. Y duele tanta precipitación a lo fantástico, ese constante arrancar la costra del desahogo y los buenos días acostumbrados casi traumáticos. Huele a lluvia de literatura, a ceniza fresca, a silencio encerrado, y cada vez que miro sigues ahí, con ese mismo guiño, con esa distancia que marca una raya de comienzo y fin.

Cuando me doy cuenta del mundo es demasiado tarde, otra vez sentada en la alfombra, y el amor no se aprende de ir a la escuela todos los días, hay otras formas, la sensibilidad se encarna en otro lado que no es la realidad, de tu lado que no conocí y que sólo conozco con la nariz pegada al cristal. Las noches de recargar la espalda y mirar en el humo del cigarro la silueta de los sentimientos, abrir la ventana y ver la ciudad deslavada. Allá enfrente hay una casa en el abandono y le crecen plantas, aquí estás tú en una postal con los hombros cobrizos, pecas, barba, sombrero y pipa. Julio, sólo respondes con el perfil disecado por una Polaroid, con palabras impresas por Sudamericana, con migajas que una va recogiendo poco a poco para quedar atrapada por el mundo-Julio y el mundo que, inevitablemente, ya está construido. Este andar con una solemnidad de atardecer, de brusca efervescencia y desvarío.

Llego atrapada por el agua que sale por debajo de la puerta. Entro a la cocina en la que observas un calendario. Y te pregunto. Tú me miras sin sorpresa, como si estuvieras a punto de pedir un café y volver al calendario. Tal ves tú lo sabes, allí, pero dónde, cómo.

Te veo, y es la fotografía la que me sabe a un secreto voluntario en el tiempo, como si lo hubieras dejado de antemano para estupefacción de cada movimiento de mis dedos al escribir-te, que quisieran tenerte por un momento, un momento de tantos. A veces es preciso abandonar esta llamada externa al espacio, encontrarte de la manera más sencilla sin mover el paño del cristal, sin vivir antes, sin ser tú más viejo o más alto, tan sólo tirar de las palabras como pétalos a un camino transparente en la memoria, premeditado, ya conocido, arrojar este texto sin depender de la voluntad.

Allá, pero dónde Julio... y cómo.


Rita Márquez

1 comentario:

  1. Mi querida Meg, me encantó tu texto... esta foto debería de llamarse "Gatos frente al espejo"es realmente hermosa, la sonrisa de Julito como le dices tú... y la reacción del felino, genial. Más genial tu texto, me gustó mucho, parece una caricia con letras ¡cuánto anhelo por haberlo conocido" Realmente lo disfruté... besos amiga Irma

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