martes, 15 de marzo de 2011

GILBERT KEITH CHESTERTON: "EL DIOS DE LOS GONG"

Gilbert Keith Chesterton nació en Londres en 1874, en el cenit del Imperio Británico. Alrededor del cambio de siglo comenzó a escribir artículos sobre literatura y pintura en diarios y revistas, así como a publicar sus primeros libros de poemas. Sus agudos trabajos críticos sobre autores como Dickens, Shaw, Browning, William Blake, revelaron a una inteligencia penetrante y original, así como un virtuoso manejo del lenguaje, la paradoja y el humor. Por esos años también escribió provocativos ensayos sobre cuestiones religiosas, sociales y políticas (“Herejes” de 1905, “Ortodoxia” de 1908, “Por donde cojea el mundo” de 1910) y muy personales novelas (“El Napoleón de Notting Hill” de 1904, “El hombre que fue jueves” de 1908, “La esfera y la cruz” de 1910). En 1911, cuando tenía 37 años y ya era un autor maduro y popular, se editó “El candor del Padre Brown”, un libro de cuentos protagonizados por un sacerdote católico que resuelve los más extraños crímenes.
La evolución espiritual de Chesterton fue del anglicanismo convencional de sus padres al agnosticismo no menos convencional de fines del siglo XIX, y del espiritismo de regreso al anglicanismo, para terminar convertido al catolicismo en 1922. Su defensa de esa religión por medio del humor y la ironía (armas que durante siglos se habían usado siempre en su contra) resultó en escritos de una perturbadora eficacia: por cierto, Chesterton ha ayudado a acercar a la Iglesia a, entre otros, los escritores Evelyn Waugh y C. S. Lewis, el economista Ernst F. Schumacher y el actor Sir Alec Guinness. Sus obras apologéticas se siguen reimprimiendo con frecuencia, no sólo en Argentina sino también en todo el orbe católico.
Chesterton reivindica el catolicismo, de un modo paradójico típico en él, revirtiendo contra sus críticos sus propios reproches. Afirma en “Ortodoxia”: “hay quienes han adquirido el hábito estúpido de hablar de la ortodoxia como algo pesado, monótono y seguro. Sin embargo, nada existe tan peligroso y estimulante como la ortodoxia: la ortodoxia es la sabiduría, y ser sabios es más dramático que ser locos. La Iglesia nunca eligió los caminos trillados ni aceptó los lugares comunes, nunca fue respetable. Es fácil ser locos; es fácil ser herejes; es siempre fácil dejar que una época se ponga a la cabeza de algo, lo difícil es conservar la propia cabeza..."
Con la ayuda del escritor y amigo personal Hilaire Belloc, Chesterton convirtió su visión del mundo en un cuerpo de pensamiento orgánico, el distribucionismo, que propugnaba la difusión de la propiedad privada, oponiéndose tanto a la propiedad estatal de los medios de producción como a la concentración de los mismos en unos pocos grupos económicos: creo que estas ideas merecen hoy una relectura atenta por parte de los interesados en el movimiento de ecología social. El distribucionismo se proclamaba heredero de la doctrina social de la Iglesia y distante tanto del capitalismo como del comunismo. (A quienes estas ideas les despierten alguna analogía con el peronismo, les recuerdo que Norberto Galasso recoge, en su “Jauretche y su época”, que Chesterton estaba entre los autores preferidos del polemista argentino). 
Chesterton murió en 1936, dejando detrás una vasta obra y un pequeño pero sólido grupo de admiradores, entre los cuales está otro argentino, pero esta vez anglófilo militante y en las antípodas políticas de Jauretche, como es Jorge Luis Borges. Esta admiración se extendía tanto a la destreza verbal del escritor inglés (Borges celebra a menudo la metáfora que asimila la noche a un “monstruo hecho de ojos” del poema “Segunda niñez”) como a su concepción del texto literario como un artefacto complejo, en el que cada parte tiene su lugar y apenas hay lugar para, en sus palabras, “la colaboración del azar”.
EL PERSONAJE
El Padre Brown es presentado en el primer cuento del primer libro de su serie, “El candor del Padre Brown” (a veces traducido “La inocencia del Padre Brown”). Astutamente, Chesterton elige que el relato está narrado desde el punto de vista de otro personaje, el detective francés Valentin: el Padre Brown aparece por primera vez en medio de una enumeración de pasajeros de un tren, mezclado entre otros coloridos personajes y casi opacado por ellos. Se nos lo presenta como un pequeño sacerdote católico de un pueblito perdido del este de Inglaterra, algo descuidado en su vestir y con “una cara redonda y roma, como budín de Norfolk, [y] unos ojos tan vacíos como el Mar del Norte”. Además Chesterton resalta su aparente torpeza e ingenuidad, para mejor sorprendernos cuando se revele su inteligencia: “era el tipo de hombre en quien todo el mundo puede hacer su voluntad, atarlo con una cuerda y llevárselo hasta el Polo Norte”. Como apunta sagazmente Juan José Millás en el apéndice de la edición de “El candor del Padre Brown” que citamos al pie, el curita siempre aparece en oposición dialéctica a algún otro: contra el millonario, contra el avaro, contra el ateo, contra el neopagano seguidor de las ideas de Nietzsche, contra el calvinista, contra el místico hindú. Es en esa dialéctica que debe interpretarse la humildad y hasta la insignificancia del Padre Brown como un símbolo de las famosas palabras del Apóstol Pablo: “Dios escogió lo que el mundo llama necedad para avergonzar a los sabios, y escogió lo que el mundo llama debilidad para avergonzar a los poderosos” (I Corintios 1:27). Cabe decir que, en verdad, los 52 cuentos que Chesterton escribió sobre las aventuras de este simpático ministro de Dios son eficaces y divertidas parábolas con ese célebre versículo como moraleja.
El hecho de ser un cura católico en un país donde esa religión es minoritaria es un primer apunte heterodoxo: un primer anuncio de que el autor es consciente de que el cuento policial posee una tradición prestigiosa (Sherlock Holmes era ya un personaje muy popular) y que su curita ingresa a esa tradición difiriendo voluntariamente de ella. El segundo aspecto transgresor del Padre es que sus motivaciones para resolver los casos que lo ocupan no pasan por el ejercicio deportivo de sus capacidades analíticas (a diferencia de Holmes, o del Dupin de Edgar Allan Poe) o una sed de justicia que lo lleva a encarcelar a todo delincuente suelto, sino por la recuperación moral de éste. De hecho, el Padre deja librada a la conciencia del delincuente la decisión de entregarse o no a la justicia, además de desdeñar pudorosamente cualquier oportunidad para agasajar su ego. En el segundo relato, “El jardín secreto”, hasta se esboza una crítica de los detectives obsesionados con descubrir el crimen perfecto, asimilando al delincuente con un artista y al detective con un crítico no exento de envidia: Valentin, como el Arsenio Lupin de Maurice Leblanc, pasará fácilmente de perseguidor a perseguido.
Chesterton confesó que el modelo sobre el que construyó al Padre Brown fue un amigo suyo, un sacerdote católico irlandés llamado John O’Connor, que desempeñaría un papel decisivo en su conversión. O’Connor estaba dotado de una agudeza mental y capacidad de análisis poco comunes, además de tener, como su alter ego literario, un profundo conocimiento de los aspectos oscuros de la naturaleza humana gracias al sacramento de la confesión.
LOS OTROS PERSONAJES RECURRENTES
Flambeau es un antiguo y famoso delincuente francés de origen gascón, que aparece en algunos cuentos como tal; en otros ya se ha regenerado y vive en Londres de su oficio de detective. Es un hombre alto (1,90 m), dotado de una enorme agilidad, dueño de un saludable sentido del humor (una vez puso al juez de cabeza “para aclararle las ideas”) y que como delincuente prefería usar el ingenio antes que la violencia. Si en “La cruz azul” (un cuento en verdad brillante) es el villano que pretende engañar al Padre para robarle una joya y termina engañado y atrapado por la policía, en casi todos los demás es un fiel escudero del sacerdote, encargado de imponer su fuerza física en bien de la verdad.
Su evolución funciona en contraposición a la de Valentin, el jefe de policía de París, el principal cerebro policial de Europa y protagonista aparente de “La cruz azul”, aunque en la última página el lector cae en la cuenta de que su función en el cuento es (literalmente) quitarse el sombrero ante la inteligencia del Padre Brown. En el segundo cuento, “El jardín secreto”, Valentin aparece bajo una luz desfavorable, la de un ateo militante que desciende al crimen por fanatismo anticlerical. Esta ambigüedad moral le sirve a Chesterton para apuntar la dualidad de la naturaleza humana: el corazón pecador que necesita de redención, algo que el policía ateo no alcanza y sí el delincuente amigo del Padre.
LAS HISTORIAS
La estrategia expositiva de Chesterton es a menudo sagaz y muchas veces brillante: ningún detalle escapa a un plan, todas las resoluciones dejan la sensación de que no podía suceder de otra manera. En algunos cuentos, esa estrategia está demasiado a la vista y hace que resulten algo artificiosos: depende de las preferencias del lector si esa efusión de irrealidad contamina el placer de la lectura o le resulta inocua.
“El candor del Padre Brown”, ya dijimos, es de 1911, y su primera versión española data de 1921. (Los elogios de Borges, por cierto, han ayudado a convertir en canónica la traducción del escritor mexicano Alfonso Reyes). No nos referiremos en detalle a cada uno de sus doce cuentos, en parte por razones de espacio y en parte para no arruinar la lectura inocente de los mismos. Sí adelantamos que, en mayor o menor medida, los doce relatos están bien logrados y son muy disfrutables.
Ya hemos escrito algo de “La cruz azul” y “El jardín secreto”. “Las pisadas misteriosas” (el caso del robo al Club de Los Doce Pescadores) es un gran cuento, en el que volvemos a ser testigos de un duelo entre Flambeau y el Padre Brown. La pintura de una sociedad de oligárquicos esnobs está excelentemente lograda, con frases como “hay un cuartito privado que el propietario solía usar para asuntos importantes y delicados, como el prestarle a un duque mil libras o excusarse por no poder facilitar medio chelín”. Tras resolver el caso y criticar a “tantos que viven entre la seguridad y las riquezas” y que “continúan su vida frívola, estéril para Dios y para los hombres”, el contraste no podría ser más brutal: el Padre Brown sale del hotel sede del club de plutócratas y se va a buscar el “ómnibus de a penique”.
“El hombre invisible” es, además de una vuelta de tuerca (cierto que forzada) sobre “La carta robada de Poe”, un cuento en el que Chesterton juega por algunas páginas a olvidarse que está escribiendo un cuento policial y administra sabiamente algunos pormenores fantasmagóricos, que demuestran que hubiera sido un muy buen autor de cuentos de terror. Es además el primer cuento en el que Flambeau aparece del lado de la ley y trabaja en colaboración con el curita. “La honradez de Israel Gow” se parece al anterior en los sobretonos fantásticos, que parecen perfilar una solución sobrenatural y diabólica de un caso en el que, al final sabemos, ni siquiera hay delito.
En “El ojo de Apolo” aparece un memorable y vistoso sacerdote pagano que adora al sol, y todo el cuento gira alrededor del contrapunto entre éste y el Padre Brown, que aparece derrotado y presentado bajo una luz desfavorable durante casi todo el relato, acusado por su rival de ser la “oscuridad”, “la puesta del sol”, “el sacerdote del dios moribundo”.
Uno de los mejores cuentos del libro (y uno de los más grandes relatos que he leído) es “La muestra [o El signo] de la espada rota”, en el que el Padre Brown resuelve para Flambeau el misterio de la extraña muerte de un célebre militar angloindio, tras una derrota no menos extraña ante un ejército brasileño. El hábil manejo de los cruces entre historia y ficción recuerda inmediatamente lo que varios años después haría Borges, y por cierto hay más de un paralelo con “Tema del traidor y del héroe”.
En 1914 se editó “La sabiduría del Padre Brown” (traducida al español recién en 1936). Los relatos de este libro (así como los de los posteriores “La incredulidad del Padre Brown”, “El secreto del Padre Brown” y “El escándalo del Padre Brown”) no están tan bien logrados como los del primer volumen, pero se dejan leer con placer. De entre todos ellos, me gustaría rescatar “El Paraíso de los Ladrones” (que tiene un tono general bastante antiburgués) y esta viñeta sobre el carácter latino: "En el siglo XVI nosotros, los toscanos, creamos la luz: teníamos el acero más moderno, la escultura más moderna, la química más avanzada. ¿Por qué no podríamos tener ahora las fábricas más modernas, los motores más modernos, las finanzas más modernas... y las ropas más modernas?". "Porque no merecen la pena – respondió Muscari -. No puedes hacer que los italianos sean realmente progresistas: son demasiado inteligentes. Los hombres que ven el atajo hacia la buena vida no irán nunca por los nuevos y complicados caminos". También se dice de un millonario que “tiene dinero sencillamente porque colecciona dinero, como un chico colecciona sellos” y que “para ser lo bastante inteligente como para reunir todo ese dinero uno debe ser lo bastante estúpido como para desearlo”.
“Las muertes de los Pendragon” sucede en Cornualles, en un “rasgado crepúsculo violeta”; en el clímax del relato se produce un incendio, “un ruido crepitante que se parecía a la risa de los demonios”. En “El dios de los gongs” hay una bárbara sociedad secreta que comete crímenes rituales: el cuento no es especialmente memorable, y carga además con el lastre de algunas frases poco felices sobre los negros.  (De todos modos, tengamos en cuenta la época). “La ensalada del coronel Cray” contiene esta extraordinaria frase deudora de “Las Mil y Una Noches”, dicha por un mago de una extraña secta india a un militar inglés que vio de espaldas a su ídolo sagrado, un mono: “si usted sólo hubiera visto los Pies del Mono (…) habríamos sido muy benévolos con usted: lo habríamos torturado y matado, sencillamente. Si usted hubiera visto la Cara del Mono, también habríamos sido muy moderados, muy tolerantes: lo habríamos torturado y le habríamos dejado vivo. Pero como usted ha visto la Cola del Mono, tenemos que aplicarle la sentencia más dura de todas: váyase usted libremente”.
"El amor sincero a los libros no tiene nada que ver con la inteligencia o la estupidez; como ningún amor sincero. Es una cualidad del carácter, un poder de disfrutar, fresco, de la fe", escribió el creador del personaje objeto de este artículo. Aquellos que amen los libros encontrarán en los relatos del Padre Brown (así como en muchas de las otras obras de Chesterton) una razón adicional para sentirse agradecidos de ese don.

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