viernes, 4 de febrero de 2011

Joseph Conrad: "El corazón de las tinieblas"

En 1910, Josef Teodor Konrad Nalecz Korzeniowski, es decir, Joseph Conrad, retirado de la marina mercante británica, dedicaba su tiempo a la escritura no sólo de novelas y cuentos, sino también de prosas críticas y artículos para un periódico londinense. En una de estas colaboraciones, recogida en Notes on Life and Letters, Conrad plantea una idea que se filtra como líquido vital y como problema moral en gran parte de sus obras: el hombre enfrentado a la disyuntiva de la eterna elección entre el bien y el mal. Observa el narrador: Los más de nosotros nos hemos descubierto en un momento u otro cierta disposición a perdernos por el mal camino.
"¿Y qué hemos hecho, en nuestro orgullo y cobardía? Echando miradas furtivas y aguardando el momento oscuro hemos enterrado nuestro descubrimiento discretamente, para seguir luego en la misma dirección de antes y en esa senda tan transitada, que no tuvimos el valor de dejar y que ahora, más claramente que nunca, advertimos que no es sino el largo camino que lleva a la tumba."
Esta declaración, extraña en sí misma, parecería señalar cierta proclividad en Conrad hacia el "mal camino", pero una lectura cuidadosa nos permite comprender el sentido profundo de dicha aseveración, la cual convoca la certeza de que toda elección conlleva riesgos, pero que el más severo, mortal para el espíritu antes que para la carne, es soslayar la posibilidad del cambio y la apuesta moral que ello significa.
Hijo de Apollo Korzeniowski, un nacionalista polaco, Conrad nació el año de 1857 en Berdyczew, región ucraniana de Polonia, entonces dominada por el ejército ruso.
Desde finales del siglo XVIII, Polonia se encontraba ocupada por tres potencias que se habían repartido su territorio -Rusia, Prusia y Austria-, y desde entonces la familia de Conrad participó en la lucha por la liberación. Esta participación culminó con la muerte de sus padres, quienes, obligados a cumplir trabajos forzados en Rusia, vivieron siete años en el exilio.

Bajo la custodia de un tío, Conrad pasó la infancia en Kiev, y en Cracovia la adolescencia. Después de viajar por Alemania, Suiza e Italia, abandona su tierra natal, recientemente liberada, y a los 17 años se traslada al sur de Francia donde conoce la que sería la gran pasión de su vida, el mar; asimismo, obtiene su primer trabajo al servicio de la marina mercante francesa, embarcándose en el Mont-Blanc con destino a las Indias.

Sin embargo, su colaboración con el comercio francés fue breve, cuatro años escasos. Agobiado por las deudas, y después de un intento de suicidio, Conrad decide cambiar de aires. En 1878 inicia una carrera de 16 años en la flota de Inglaterra, país cuyo idioma desconocía y del que adopta la nacionalidad en 1886.
Diez años después se casará con la inglesa Jessie George.
Durante su servicio marítimo, Conrad viajó a diversos países, tanto asiáticos como africanos, experiencia que posteriormente se reflejaría en su obra. Así, en 1890, contratado por la Sociedad Anónima Belga para el Comercio del Congo, realiza un viaje que por varias razones resulta desastroso: las dificultades padecidas le dejaron secuelas emocionales que a lo largo de toda su vida reaparecen con frecuencia.

Cuatro años después, a pesar suyo, abandona el mar y se dedica exclusivamente a la literatura.

Su obra tuvo que esperar algunos años para ser aceptada por el gran público; en contraste, desde la aparición de los primeros títulos de este autor, escritores como Henry James y H. G. Wells vieron en su narrativa la revelación de un gran escritor.
Extranjero de la lengua en que escribió, Conrad es considerado uno de los más importantes exponentes de la literatura inglesa de este siglo. Catalogarlo únicamente como un escritor de novelas de aventuras simplifica el valor de su obra. La aventura en Conrad es distinta a la de los viajes acechados por los peligros de la naturaleza.
Otros son, en su caso, el viaje y los peligros. La aventura es diferente porque se trata del enfrentamiento moral del hombre no sólo con el destino, sino con su propio albedrío. Y sin embargo, es una apuesta trágica, llevada al extremo de la representación sin héroes, pues los personajes de Conrad poseen dimensiones contrarias a lo heroico, en los términos arquetípicos de la tragedia y la epopeya clásicas.

Sólo el hombre "capaz de gracia", en palabras del novelista, puede superar favorablemente la línea de sombra que preside su destino, frontera entre el bien y el mal, entre la honra y el deshonor. Los linderos entre la integridad y la cobardía guían la trama de la mayor parte de las narraciones de este autor, siendo Lord Jim (1900) el ejemplo más notable.

Sin alcanzar la maestría de esta última, El corazón de las tinieblas (1902) es, no obstante, una obra de singulares resonancias. Su acción se desarrolla en el Congo, lugar de recuerdos nada gratos para Conrad. El viejo marinero Marlow sirve al escritor para contar una historia inquietante (ya antes, en Youth, 1902, y en Lord Jim, se había valido de este personaje para dotar de verosimilitud a la narración mediante el "testimonio" de un testigo).

La anécdota es por demás sencilla. Marlow decide hacer realidad un sueño de infancia: navegar por un río en medio de la selva. Después de ciertos contratiempos y gracias a algunas recomendaciones familiares, es nombrado capitán de un barco que, con motivo del tráfico de marfil, debe recorrer el corazón de la jungla. Su misión es encontrar al agente Kurtz, jefe de una estación río arriba, y preparar su regreso a la Estación Central de la Compañía.

A partir de la primera mención a Kurtz y hasta su encuentro, la narración de Marlow (una suerte de monólogo ocasionalmente interrumpido para intensificar el suspenso de la historia) se vuelve cada vez más angustiosa y obsesiva, revelando el verdadero sentido de la obra: el enfrentamiento de Marlow, un hombre "civilizado", ante un ser de extraordinarias cualidades sumido en la locura, producto de su estancia en la selva.

"Con ese hombre no se habla, se le escucha", señala algún adepto del agente; Kurtz "era una voz", dice a su vez Marlow, y esa sentencia pone de manifiesto una certeza: el poder devastador de la palabra, su capacidad para transformar vidas y espíritus.

La reflexión sobre la naturaleza moldeable del hombre en circunstancias extremas, surge en Conrad a manera de aviso: "¿Cómo poder imaginar entonces a qué determinada región de los primeros siglos pueden conducir los pies de un hombre libre en el camino de la soledad, de la soledad extrema...?"

Esa región, nombrable sólo mediante la invocación a "los poderes de las tinieblas", forma parte de una crítica que no únicamente involucra al desdichado Kurtz y su insaciable deseo de poder y riqueza, sino que alude también a los horrores de la colonización, en cualquiera de sus formas o épocas. Al igual que Marlow, atestiguamos cómo los conquistadores, en nombre de la civilización, llegan incluso a ser más salvajes e inhumanos que los propios nativos.

No es gratuita la aparición, en reiteradas ocasiones, de la palabra ominoso. Quizá sea la que define mejor las circunstancias y ambiente en que se desarrolla este encuentro. El juego de luces impuesto por Conrad a una historia cuya tensión se mantiene de principio a fin, contribuye de manera decisiva al carácter simbólico del relato: el corazón de las tinieblas es el corazón del hombre.


El corazón de las tinieblas, escrito entre 1898 y 1899, no es una novela tan ambiciosa como las monumentales Lord Jim o Nostromo, pero es seguramente una de las más significativas y perfectas de la vasta escritura de Joseph Conrad. Es, como le gustaban a su autor, un relato de marinero, contado con un ritmo oral «que apela a nuestra capacidad de deleite y asombro, a los sentidos del misterio que rodean nuestras vidas, a nuestros sentimientos de piedad y de belleza» (prefacio de El negro del Narcissus). Una historia con el color de la pintura y el sonido de la música, que recupera además la experiencia personal de un viaje al Congo que no iba a olvidar fácilmente (a Edward Garnett reconoció Conrad la impresión fundamental de esa aventura: «antes del Congo yo no era más que un simple animal»).
En la desembocadura del Támesis, mientras se adensa el crepúsculo, Marlow cuenta a unos compañeros su viaje a África, en busca de Kurtz, agente comercial que está enviando a su compañía ingentes cantidades de marfil. El viaje de Marlow es una odisea: el barco en el que navegan es viejo, el río peligroso, acechado de nativos que atacan en los recodos, el calor insoportable... Marlow avanza obsesionado por Kurtz, del cual se va formando una imagen contradictoria y mitificada. Otros empleados le van describiendo los rasgos y atributos del agente: voz profunda y potentísima, elevada estatura, ojos fulminantes, mente lúcida y voluntad indomable que le permite recolectar más marfil que todos los demas agentes juntos...

Por fin lo encontrará enfermo, en una choza cercada de cabezas humanas empaladas, adorado por tribus indígenas a las que subyuga con el terror. El extraordinario personaje que ha ido modelando la imaginación de Marlow se erige ahora en símbolo de la corrupción y la entrega a la barbarie ancestral, impulsado por un ansia ilimitada de poder y riqueza, enfrentado consigo mismo en la soledad y vencido por la influencia de lo salvaje: «La selva había logrado poseerlo pronto y se había vengado en él de la fantástica invasión de que había sido objeto. Me imagino que le había susurrado cosas sobre él mismo que él no conocía, cosas de las que no tenía idea. Al quedarse solo en la selva había mirado a su interior y había enloquecido. El denso y mudo hechizo de la selva parecía atraerle hacia su seno despiadado despertando en él olvidados y brutales instintos, recuerdos de pasiones monstruosas».

Kurtz ha rendido su humanidad y se ha convertido en un depredador que somete a castigos brutales a los nativos rebeldes («no había poder sobre la tierra que pudiera impedirle matar a quien se le antojara») y cuyo mundo solo conoce ya «el horror» (palabras finales que pronunciará en su agonía).
El universo que rodea a Kurtz es igualmente terrible y absurdo: indígenas y colonizadores pertenecen al caos, a una máquina desquiciada por la degradación: «Veía la estación y aquellos hombres que caminaban sin objeto por el patio bajo los rayos del sol. Caminaban de un lado para otro con sus absurdos palos en la mano, como peregrinos embrujados en el interior de una cerca podrida. La palabra marfil permanecía en el aire, en los murmullos, en los supiros. Un tinte de imbécil rapacidad coloreaba todo aquello, como si fuera la emanación de un cadáver».

La novela puede leerse (lo es en parte) como alegato contra la colonización del Congo, pero su reflexión moral va más allá de una situación histórica concreta. Kurtz llega a África iluminado de ideales de progreso. Redacta una guía para orientar el recto diseño del comercio y la tarea civilizadora: «Cada estación de la compañía debería ser como un faro en medio del camino, que iluminara la senda hacia cosas mejores». Sin embargo la luz sucumbe ante las tinieblas: el hombre «civilizado» oculta bajo una frágil superficie bestiales instintos que salen a flote en contacto con ese mundo fuera del tiempo, sumergido en la penumbra de la floresta primitiva. El viaje de Kurtz (que Marlow reproduce) es un viaje a los infiernos, un descenso por el río del olvido: «Remontar aquel río era como volver a los inicios de la creación cuando la vegetación estalló sobre la faz de la tierra. Una corriente vacía, un gran silencio, una selva impenetrable. El aire era caliente, denso, embriagador. No había ninguna alegría en el resplandor del sol. Aquel camino de agua corría desierto en la penumbra de las grandes extensiones. Uno llegaba a tener la sensación de estar embrujado, lejos de todas las cosas una vez conocidas. Penetramos más y más espesamente en el corazón de las tinieblas. A veces, por la noche, un redoble de tambores, detrás de la cortina vegetal, corría por el río. Tuve la sensación de haber puesto el pie en algún tenebroso círculo del infierno».
Marlow, uno de esos personajes de Conrad (como el arquetípico Lord Jim) que edifican su vida sobre la estricta dignidad y el deber y que forma parte de la raza de los hombres íntegros, consigue salir entero de este infierno, pero no sucede lo mismo con Kurtz. Pues la tiniebla no está solo en la selva hostil poblada de hipopótamos y cocodrilos.

La fuente última de la oscuridad es otra, es «el mal escondido en las profundas tinieblas del corazón humano». Kurtz no ha sido capaz de mantener la fatigosa disciplina necesaria para conservar su conciencia moral, su entidad humana, y en su búsqueda de la luz ha llegado a un territorio en el que late sin cesar, como los tambores caníbales que baten en la selva, el verdadero corazón de las tinieblas, el oscuro corazón del hombre.

1 comentario:

  1. Apocalypse Now, de Francis Ford Coppola es una magnífica película inspirada en este relato.

    Saludos a la Mesa de Altos Estudios.

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