lunes, 16 de abril de 2012

Moliere: "El avaro"





Así como en España existieron movimientos literarios o estilísticos enfrentados, la variante más importante dentro de la literatura barroca francesa es la del preciosismo, el cual al igual que el culteranismo muestra una tendencia antipopulista e, incluso, cierta inclinación hacia la disciplina y la limitación del ingenio.

En el origen de este movimiento se encuentra Catherine de Vivonne, marquesa de Rambouillet. Hacia 1630 la aristocracia frecuentaba sus salones haciendo ostentación de sus refinamientos literarios. Los círculos preciosistas se extendieron fuera de la Corte, en provincias, hasta que Moliere los criticó con dureza y con una ironía demoledora en su "Critique de l´École des femmes".

Ello dio lugar al desarrollo de una tendencia contraria, propiamente barroca, llamada el burlesco. En realidad, se trataba de un preciosismo al revés. Lo cierto es que, durante la segunda mitad del siglo XVI, se produjo un cambio temático en el género dramático francés, que abandonó la farsa y la sátira cómica, para orientarse hacia la tragedia de tipo histórico en el siglo XVII.

El mejor exponente de la consagración definitiva de las fórmulas dramáticas clásicas combinadas con la seducción barroca y con la negativa a dejarse encerrar en un orden, es la obra de Pierre Corneille (1606-1684). Sus primeras obras fueron comedias al estilo clasicista, deudoras del Renacimiento, aunque cosecharon un enorme éxito en los escenarios de París, por la naturalidad que las presidía: "Melita" (1625), "Clitandre o la inocencia perseguida" (1631), "La viuda" (1632) o "La galería del Palacio" (1632) son algunas de esas obras de juventud.

Corneille abandonará pronto este esquema de producción para dedicarse de lleno a la tragedia, género que cultivó con singular maestría. El estreno en 1636 de "El Cid" supondría la mayoría de edad del teatro clásico francés. Con él Corneille logró recuperar para la tradición francesa el esquema trágico que presentaba el conflicto de un héroe enfrentado a su propio destino. El tema de "El Cid", considerada la primera gran obra del clasicismo dramático francés, venía determinado por una ideología racionalista, que encontraba en el teatro el medio más idóneo para expresar las preocupaciones derivadas de ella.

En 1640 Corneille compuso las tragedias "Horacio" y "Cinna", derivadas ambas de fuentes clásicas. En la primera aparece un conflicto similar al del Cid, aunque está compuesto en una clave más política, según pedían los tiempos. Se trata de una tragedia de implicación moral, en la que los personajes soportan la estructura trágica. La tragedia vuelve a descubrir la perfección humana en el deber, al que se halla vinculado el hombre por encima de sus sentimientos: el bien individual debe subordinarse al bien común que queda representado en la patria. La segunda de esas obras, "Cinna", cosechó un éxito clamoroso. El personaje más logrado de la obra es el emperador Augusto quien, a pesar de su naturaleza enérgica, es capaz de frenar sus pasiones, anteponiendo su deseo de paz para Roma a su propio deseo de venganza. La siguiente tragedia, "Polieucto", representada por primera vez en 1643, fue, en cambio, muy criticada, por utilizar como trasfondo el tema del Cristianismo. Su última obra, "Nicomedes" (1651), marca la decadencia de su teatro, desplazado por una nueva generación de dramaturgos clásicos.

La continuación del estilo y de la obra de Corneille la protagonizaría Jean Racine (1639-1699). Sus primeras producciones ("La Tebaida" y "Alejandro Magno") no constituyen más que imitaciones del teatro de Corneille. Sin embargo, el estreno de sus producciones maestras supuso el abandono de la concepción trágica corneilleana, para interpretarla de manera más libre: "Andrómaca" (1667) constituyó no sólo la consagración de Racine como autor trágico, sino también la instauración de un nuevo modelo de abstracción diferente al conocido hasta entonces. Por su parte, "Bérénice" (1670) es la única tragedia en la que Racine hace prevalecer la voluntad sobre la pasión. Como en muchas otras tragedias de la época, la única razón más poderosa que la tendencia a la perfección es la razón de Estado, a la cual el hombre debe sacrificar y subordinar el bien particular. Su gran momento lo marcan las obras Mitrídates", "Ifigenia" y "Fedra", con las que Racine se convierte en el representante de la tragedia clásica francesa, al lograr reproducir con exactitud y maestría la tragedia de la Antigüedad clásica. En general, aunque en el teatro raciniano la tragedia radica en un conflicto insoluble de pasiones y voluntades, las obras de Racine tienen un final feliz; no sometidas a reglas, su regla soberana es agradar al espectador; la obra es un desarrollo de lenguaje, en discursos análogos de tono y complementarios de sentido; de las muertes de sus personajes, es el suicidio el gran resorte de Racine, pues Racine es un dramaturgo anímicamente violento, brutal y despiadado en el disparo de las pasiones que, empujadas a ser o no ser, encuentran en el suicidio el recurso predilecto para el triunfo de la libertad sobre los poderes extraños al hombre.

En el orden escénico, sus obras son un modelo de sobriedad (no hay que poner nada que no sea necesario), cuestión que se advierte también en la reducida plantilla de actores que utiliza. Por extensión, el espacio es esquematizado y el lenguaje lapidario, rotundo y solemne. Los personajes son nobles griegos o exóticos, y entre ellos se establece siempre el debate de la pasión, del amor, de la ambición, del dominio. Sin embargo, aunque hay personajes, no existen caracteres personales, sino situaciones entre personajes.

Sin alcanzar la seriedad y el rigor dramático de Racine, Jean Baptiste Poquelin, apodado Molière (1622-1673), comienza su carrera dramática con el estreno de comedias sin complicaciones, a imitación de las que entonces triunfaban en Italia y España, al mismo tiempo que actuaba de actor en una compañía, el "Illustre-Théátre", representando tragedias neoclásicas y farsas, con el único fin de hacer reír y divertir a la gente. De ese modo, en adelante siempre estaría atento a la complacencia del público y a su lucimiento personal como actor y siempre marginaría toda inclinación a introducir en sus obras el trasfondo social. No obstante, la etapa de madurez dramática de Molière comienza con el estreno en 1662 de "La escuela de las mujeres", obra en la que se aceptó definitivamente la fórmula cómica propuesta en sus primeros años. Sin embargo, la representación de "Tartufo" suscitó críticas muy duras y convirtió a Molière en chivo expiatorio de todos los problemas políticos y sociales de aquel momento y, sobre todo, de los que afectaban al teatro. "Tartufo" arremetía críticamente contra la hipocresía de la sociedad francesa frente a la virtud, logrando, a su vez, una perfecta contraposición de caracteres: Orgón y su familia, por un lado, rectos y piadosos, y Tartufo, por otro, hipócrita y engañoso, como contrapunto necesario a la virtud. En efecto, la intención de su gran trilogía seria, "Tartufo", ya citada, "Don Juan o el festín de piedra" (1665) y "El misántropo" (1666), es desarrollar desde otra perspectiva el tema de la hipocresía. Molière nos presenta al don Juan noble, pero empobrecido y moralmente corrompido por las malas costumbres.

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