domingo, 3 de junio de 2012

Franz Kafka: A 88 años de su muerte.


Franz Kafka (1883-1924), nacido en Praga, dejó un amplio legado de obra con la voluntad última de que fuera destruido: pero algunos de los libros vivían ya su vida propia, y los inéditos póstumos fueron, a pesar de todo, publicados por su constante amigo Max Brod.

Kafka no pertenece a ningún ambiente, ni se inserta en ninguna dialéctica cultural: es la gran pesadilla de nuestro tiempo, un Poe acrecentado, porque vive después de Hegel, en el siglo técnico y en el crepúsculo de todas las grandes ilusiones e idolatrías del alma moderna.

No es Kafka un narrador propiamente dicho: aun en sus novelas grandes como El proceso (Der Prozess, 1914) y El castillo (Das Schloss, 1921, incompleto), su lectura no tiene sucesión y evolución, sino que nos instala ante un poderoso y horrible símbolo, y allí nos deja, machacando y girando con insistencia en el mismo punto. Es más, precisamente lo dramático de sus obras es que, como en los sueños, no nos movemos por mucho que andemos: cada vez estamos más hundidos en el mismo sitio. Como en Poe, su recurso central está en proyectar un pequeño conjunto lógico sobre un fondo de absurdo total, pero lo que el americano hacía en pequeño, y a través de mucha carga de literatura, Kafka lo hace con nitidez quirúrgica, y con toda la resonancia de nuestra época colectivista. El individuo está en manos de unos oscuros poderes ciegos, que no se sabe si temer más que sean hostiles o indiferentes: hay una pequeña cohesión de sentido en cada acto, pero el conjunto queda en un contexto de pura sinrazón. Así Kafka acierta a dar el retrato del vivir común: se trabaja para comer, se toma el tranvía para ir a trabaja… pero si no hay un sentido para todo, sería igual moverse sin producir nada, trabajar destruyendo el propio trabajo, y dar vueltas en el tranvía a la misma plaza.

El gran truco de Kafka —que nos hace pensar en los collages de recortes de grabados hechos por el surrealista Max Ernst— consiste en tomar la realidad cotidiana más conocida, la que a fuerza de conocida parece que no necesita justificar su sentido, dejándola suspendida sobre la nada y el absurdo al descubrir su condición de círculo vicioso en el vacío. Pensamos en esas visiones que nos dan los bombardeos: un comedor burgués, con su papel floreado en las paredes, y su reloj todavía andando, suspendido sobre el hueco de la casa destruida. Esta imagen ya nos hace recordar la más famosa de las narraciones cortas de Kafka, La metamorfosis (Die Verwandlung, 1916): el empleado que se despierta una mañana convertido en enorme insecto, y que, a pesar de todo, sigue viviendo allí en su cuarto, tolerado resignadamente por la familia, y viendo con sus ojos animales el desarrollo de la vida de siempre. Pero la obra de Kafka, aparte de referirse a la vida humana en general, encuentra su motivo característico en algo que parece más propio de nuestra época: la lucha del individuo con un vasto poder que, aun nacido del hombre, se ha vuelto inhumano, y que le juzga y le administra con su lógica ciega de monstruo gigantesco, que también halla un tremendo símbolo en la máquina de torturar de En la colonia penal (In der Strafkolonie), escrita, proféticamente, en vísperas de la primera guerra mundial; una máquina perfectamente ideada y razonada, en contraste con la absoluta falta de motivación de la tortura.

El nombre de Kafka se ha hecho símbolo de la desesperación del hombre ante la burocracia, ante esa “enajenación” deshumanizadora, pero su valor no es sólo social y actual, sino que alcanza a lo más íntimo del vivir: es el terror a ese revés de vacío, que tiene todo lo que hacemos y somos, en contraste con su familiaridad. Por eso es interesante tener en cuenta también, además de las dos mencionadas novelas “clásicas”, otras relativamente más realistas como la que se ha compuesto, con fragmentos más o menos dispersos, bajo el título de América: en ella parece haber un fondo natural, donde los hombres radican y se mueven, pero el protagonista sigue siendo un perpetuo emigrante recién llegado, que ignora el secreto para ser uno más, para insertarse en ese juego donde todos los demás se engranan instintivamente.

Y tienen especial interés las narraciones y estampas breves, desde, por ejemplo, la de la máquina de ejecutar, hasta otras que apenas ocupan media página, y que nos dan una fugaz visión estremecedora de sinrazón y terror hipnótico. Desde otros puntos de vista, reaparece la figura alucinada de Kafka también en su Carta a su padre y en las Cartas a Milena: pero creemos que es un error buscar claves en las diferencias con su padre y en los problemas que tuvo con las mujeres que amó: Kafka, de no ser por la tuberculosis que acabó con él, hubiera podido seguir siendo un excelente técnico de una compañía de seguros. Lo que importa es que Kafka ha erigido los grandes símbolos del absurdo de una existencia reducida a sí misma, recortando nítidamente situaciones sobre un aire cruel sin fondo.







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